Mayoría de excepción

La llamada de Artur Mas para que los convergentes cuenten con una “mayoría excepcional” en la próxima legislatura refleja una estrategia basada en la confianza que podría descolocar a sus detractores de cara al escrutinio del próximo 25 de noviembre, pero que también entraña riesgos, y no solo electorales. Esa noche la principal valoración política se referirá a si CiU obtiene o no la mayoría absoluta que Jordi Pujol dejó atrás en 1995. Pero Mas no aspira únicamente a una victoria autonómica holgada sino a un éxito soberanista sin paliativos. Tanto sus adversarios directos como los líderes de opinión más contrarios a su intención de levantar sobre el poder que ostenta la Generalitat el edificio de un Estado propio esperan que el recuento le deje por debajo del listón fijado. La reiteración pública de tan ambicioso objetivo resulta muy comprometida, puesto que de no obtenerlo el president se vería obligado a una corrección cuando menos parcial de la agenda política que ha avanzado para los próximos cuatro años. Del mismo modo que la repetición del resultado de las últimas autonómicas le obligaría poco menos que a la renuncia. Pero la llamada a una “mayoría excepcional” no sólo es el recurso más eficaz para movilizar todo el voto potencialmente convergente, sino que actúa como un señuelo que podría ser atroz para sus oponentes en tanto que cifren también el éxito o fracaso en el logro o no de la mayoría absoluta. De tal manera que esta se convertiría en aval para el soberanismo y, al mismo tiempo, en mordaza para su contestación.

Históricamente las mayorías absolutas convergentes estuvieron vinculadas al incremento de la abstención en los comicios autonómicos y a la insignificancia de las demás opciones nacionalistas en el panorama catalán. Hoy no se podría hablar de “abstención diferencial”, pero es evidente que algo de aquello queda y, sobre todo, que la estrategia convergente transmite también un cierto mensaje disuasorio desde el mismo momento en que explícitamente se presentan las elecciones al Parlament como plebiscitarias. El sí se expresa votando, mientras que para el no mejor abstenerse de acudir a votar. Una mayoría absoluta será excepcional no porque deje en franca minoría a las demás formaciones sino porque lo logre con un alto nivel de participación electoral. Este es el reto al que se enfrenta Mas si quiere extraer del escrutinio del 25 de noviembre conclusiones que trasciendan la composición de la Cámara legislativa. Por otra parte, su llamada a la movilización del voto convergente es una clara invitación a que los catalanes que voten nacionalista sumen fuerzas en CiU dejando de lado a las demás opciones soberanistas. Pero el fortalecimiento convergente debería ser de tal magnitud que compensase el eventual debilitamiento de las alternativas que ya fueron independentistas en los últimos comicios. Un resultado no muy fácil de lograr, porque aunque haya razones para que ERC y Solidaritat se muestren aturdidos ante la reacción de Mas tras la Diada, cosa muy distinta será que la suma de votos y escaños nacionalistas supere la anterior.

Más allá de las próximas elecciones, la llamada a la “mayoría excepcional” requiere hablar del concepto de hegemonía como una aspiración que se situaría en los límites de la democracia parlamentaria. La obtención de algo más que una mayoría absoluta obligaría a CiU a procurar su mantenimiento y ampliación en sucesivos procesos electorales, no sólo pilotando sino hegemonizando lo que de sí dé el proyecto soberanista. Ninguna opción partidaria puede renunciar a perseguir el máximo de representación política. En una sociedad abierta y diversa, el supuesto de una “mayoría excepcional” sólo puede darse si los distintos intereses y aspiraciones en juego se subsumen al servicio de un único objetivo –en este caso el Estado catalán– y siempre de manera transitoria, es decir como excepción. Pero la búsqueda de esa “mayoría excepcional” se convierte en afán hegemonista si se concibe a la vez como el medio para alcanzar el Estado propio y como el fin último que se persigue con la gestación de este. Cada partido tiende a diseñar el poder político a su imagen y semejanza. La creación misma de un Estado propio para Catalunya excluiría prácticamente a las opciones no soberanistas de su Gobierno. Aunque la mera perspectiva de que ese y no otro es el horizonte que espera a Catalunya parece suficiente para orillar a aquellas formaciones que se muestran contrarias a ese final o simplemente contrariadas por la celeridad a la que marchan los acontecimientos. La búsqueda de la “mayoría excepcional” con ánimo hegemónico acabaría con la política laica y se aproximaría al paraíso eterno del plebiscito permanente.

Kepa Aulestia

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