Me equivoqué sobre el capitalismo

Suelo equivocarme de una manera muy específica. Me quedo rezagado. Todos los días, el mundo gira y todos los días, trato de adaptar mi sistema de creencias a las realidades del momento. Sería lógico pensar que soy capaz de reconocer los desafíos emergentes y los cambios tectónicos con bastante rapidez. Como columnista de un periódico, me pagan por tener una habilidad inusual: la observación cuidadosa. Pero a veces simplemente soy lento. Sufro de un desfase intelectual.

La realidad ha cambiado, pero mis esquemas mentales se quedan intactos. Peor aún, me impiden ver el cambio que ya está en marcha, es lo que los expertos llaman “ceguera conceptual”. Intento abordar los problemas de un periodo mediante los esquemas del periodo anterior.

No es sino hasta que desmantelo y reconstruyo esas preconcepciones que todo cobra sentido y me parece obvio, hasta el próximo cambio histórico.

Comencemos desde el principio.

Cuando estudiaba el bachillerato y la universidad, era un socialista democrático. Me fascinaban los radicales de izquierda de la década de 1930: cómo escribían, pintaban, protestaban y se organizaban en defensa de los hombres y mujeres de la clase trabajadora. Veía el mundo a través del prisma de la lucha de clases.

Esa era, sin duda, una perspectiva útil en los años treinta, cuando la economía en gran medida se basaba en la industria y cuando millones de personas pasaban hambre y no tenían trabajo. Pero cuando era estudiante universitario a principios de la década de 1980, ese ya no era el panorama económico. Estados Unidos estaba en una coyuntura de estanflación: había mucho desempleo y, al mismo tiempo, la inflación estaba por los cielos. El problema principal era la esclerosis. Con el paso de los años, los grupos con intereses especiales habían congestionado la economía con regulaciones demasiado onerosas, normas laborales, estructuras tributarias perversas y todas las demás sinecuras que los economistas llaman “búsqueda de rentas”.

Estados Unidos necesitaba un golpe de dinamismo para subir los ánimos del emprendimiento y la innovación. No fue sino hasta el año 1985 más o menos que me di cuenta de que las personas que detestaba —Ronald Reagan y Margaret Thatcher— en realidad estaban haciendo algo provechoso y necesario.

Así que me zambullí de lleno en la página editorial de The Wall Street Journal a beber del profundo pozo del pensamiento de libre mercado. Durante un tiempo, esta apuesta por el dinamismo económico de libre mercado pareció dar buenos resultados. Fue a finales de los años ochenta y noventa, la época dorada de la globalización, la liberalización y los inicios creativos de Silicon Valley.

A principios de los noventa, el Journal me envió a muchos viajes periodísticos a la Unión Soviética y, luego, a Rusia, y todo lo que no estaba de moda en Nueva York estaba de moda en Moscú, así que ser un editorialista de derecha era equivalente a estar en onda y a la vanguardia. Presté especial atención a todos los planes de privatización que circulaban en aquel entonces. Si la propiedad del Estado podía distribuirse a las masas, podría nacer una nueva Rusia capitalista.

Veía, pero no observaba la inmensa corrupción que permeaba todo. Veía, pero no observaba que los derechos patrimoniales por sí solos no creaban una sociedad decente como por arte de magia. El problema principal en todas las sociedades es el orden: el orden moral, legal y social. Tardé mucho en comprender que lo que Rusia en realidad necesitaba no era priorizar la privatización, sino la ley y el orden.

Para cuando llegué a mi empleo actual, en 2003, estaba teniendo remordimientos sobre la educación de libre mercado que había recibido, pero no lo suficientemente rápido. Tardé bastante tiempo en comprender que la máquina del capitalismo posindustrial —si bien es innovadora, dinámica y maravillosa en muchos aspectos— tenía defectos fundamentales. Los estadounidenses con los niveles más altos de educación acumulaban más y más riqueza, dominaban las mejores áreas de vivienda y colmaban a sus hijos de ventajas. Se estaba formando un sistema de castas sumamente desigual. Poco a poco, caí en cuenta de que el gobierno tendría que tomar medidas mucho más activas si quería lograr que todos los niños tuvieran las puertas abiertas y oportunidades justas.

Empecé a escribir columnas sobre la desigualdad. Llamé a varios amigos economistas de derecha y percibían que la desigualdad era un problema, pero pocos habían trabajado en el tema o estudiado maneras de abordarlo.

Lo vi, pero no lo observé. Para cuando se desató la crisis financiera, los defectos del capitalismo moderno brillaban con una luz cegadora, pero mis esquemas mentales seguían sin adaptarse a la velocidad necesaria. Barack Obama buscó maneras de estimular la economía y aún me aferraba a la mentalidad de los noventa de que “el déficit es el problema”. Escribí muchas columnas en las que instaba a Obama a mantener el estímulo en un nivel razonable pero bajo, columnas que ahora me parecen equivocadas. Los déficits sí son importantes, pero no eran el desafío principal en 2009. Me opuse al rescate financiero de la industria automotriz que realizó Obama por motivos de libre mercado y ese también fue un error.

Hay ocasiones en la vida en las que debes apegarte a tu cosmovisión y defenderla contra toda crítica. Pero hay otras en las que el mundo de verdad es distinto a cómo solía ser. En esos momentos, las habilidades más cruciales son las que nadie te enseña: cómo reorganizar tu mente y ver con ojos nuevos.

David Brooks ha sido columnista del Times desde 2003. Es autor de The Road to Character y, más recientemente, de The Second Mountain.

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