Me pregunto yo

Siempre me ha sorprendido el fenómeno de la imitación. Tal vez porque para mal —y para bien, quizá— no soy muy propensa a él. Es evidente, sin embargo, que una de las formas, si no la forma más eficaz de aprendizaje, es copiar lo que hacen los demás. Así aprenden los niños los rudimentos de todo, así se pulen más adelante destrezas, se afinan talentos, se evitan errores. Sin imitación posiblemente jamás se habría inventado nada nuevo, puesto que solo se puede crear algo diferente si se conoce y se domina lo anterior. Hasta aquí lo obvio, lo positivo de dicho fenómeno, pero como todo en esta vida tiene dos facetas (yo cada vez estoy más oriental y creo que nada es bueno ni malo, sino las dos caras de una misma y contradictoria moneda) la imitación tiene también su faz oscura. Lo primero en lo que uno piensa al hablar del lado negativo es en el mal ejemplo, léase el que damos a los niños, o esa pérdida de valores de la que tanto se habla últimamente. Porque a una sociedad le cuesta siglos construir valores como tolerancia, generosidad, respeto, honor, abnegación, pero bastan un par de ejemplos negativos para tirar por tierra aquello logrado con tanto esfuerzo. Verdad es también que, por lo general, es mucho más sencillo imitar lo malo que lo bueno, y de esto podríamos hablar largamente, pero no es a este tipo de imitación al que me quiero referir, sino a otro más inquietante aún. Hablo del que lleva a ciertas personas a arriesgar la propia vida y, con no poca frecuencia, también la de los demás.

Las autoridades conocen bien dicho fenómeno. ¿Saben ustedes cuál es el número de personas que se suicidan en nuestro país? Casi diez por día, muchas más que las que mueren en accidente de tráfico. Sin embargo, nunca se habla en los medios de comunicación de este tipo de fallecimientos, porque está comprobado que cuando se produce un suicidio automáticamente ocurren más. Al fenómeno imitación se deben también hechos tan terribles y fútiles como cuando se pone de moda entre los adolescentes tumbarse en las vías del tren y grabar la escena para colgarla en internet. O heroicos y desesperados como inmolaciones en pos de un ideal o como signo de protesta. Es curioso señalar, por ejemplo, cómo apenas una semana después de que un muchacho se quemara a lo bonzo en Túnez desencadenando una gran revuelta popular (revuelta que ha generado, por cierto, otras en casi todos los países de su entorno) ya se habían producido diez inmolaciones idénticas, cuando quemarse a lo bonzo es algo que nos retrotrae a la década de los setenta.

¿Qué hace que un ser humano imite a otro repitiendo, incluso, patrones de comportamiento extremos? ¿Es posible que un hecho luctuoso y terrible inspire hasta ese punto? Y dicho esto, sabiendo que la imitación es un fenómeno que existe y está estudiado, ¿no sería mejor dar menos publicidad a ciertos hechos tal como se hace con los casos de suicidio? La disyuntiva moral no es sencilla porque afecta a otros fenómenos que son tan actuales como dolorosos. Me refiero a la violencia machista y también a la inmigración ilegal, en concreto a aquella que llega por vía marítima. Para mencionar en primer término esta última, creo que cabría preguntarse, por ejemplo, si es deseable dar tanta cobertura mediática a la llegada de mujeres embarazadas o con niños de corta edad. Y lo mismo ocurre con las víctimas de la violencia machista. Porque no hace falta recurrir a las estadísticas para darse cuenta de que cuando se produce una muerte al día siguiente tenemos que lamentar otra. Ya sé que los puristas se llevarán las manos a la cabeza ante la mera posibilidad de no dar publicidad a casos tan desgraciados.

El derecho a la información es sagrado, dirán sin tomarse la molestia de pensar exactamente qué se persigue con esa poderosísima arma que son los medios. Se persigue, es evidente, crear opinión, dar cobertura a hechos relevantes de todo tipo y, por supuesto, evitar abusos e injusticias, y denunciar conductas delictivas. Pero también se persigue, supongo yo, evitar que sucedan más hechos lamentables. Existe en la sociedad actual la curiosa idea de que uno es bueno y compasivo por el mero hecho de sentarse ante la televisión, ver la desgracia ajena, menear la cabeza con pesadumbre y decir «qué horror, qué horror». Yo, en cambio, pienso que el fin último que se persigue con los medios no es solo comunicar ese horror, sino también evitar que se produzca. ¿De qué sirve, por ejemplo, y, sobre todo, de qué demonios «informa» la difusión en la tele de un vídeo grabado por tres imbéciles que deciden jugarse la vida tumbándose entre las vías del tren para que el convoy les pase por encima? Y en el caso de las mujeres subsaharianas que arriesgan su vida y la de sus bebés embarcándose en una patera en pos de un sueño no siempre realista, ¿cuántas más deben morir para que alguien acabe por considerar que tal vez sea mejor omitir su gesta para salvar a otras muchas que se disponen a emularlas? Sé que las preguntas que planteo no son fáciles ni políticamente correctas, pero pienso que merecen, al menos, una mínima reflexión. Una serena que no se deje influir por histerismos simplistas que reducen toda discusión a repetir que «el derecho a la información es sagrado y está por encima de todo, caiga quien caiga». Porque, a mi modo de ver, no se trata de coartarlo ni cercenarlo en forma alguna, sino, simplemente, de ponerlo al servicio del más elemental sentido común.

Por Carmen Posadas, escritora.

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