Me preocupa China

En abril de 1989 me encontraba en Pekín con profesores y estudiantes de filosofía de la Academia de Ciencias Sociales. Aunque ya conocía China y había enseñado allí alguna vez, entonces no observé nada excepcional. Desde la detención de la camarilla maoísta en 1976 y la vuelta al poder de Deng Xiaoping, al que, en Occidente se consideraba moderado, el clima político mejoraba y la economía por fin despegaba. China parecía destinada a unirse al bando de las sociedades abiertas, y a abandonar las utopías revolucionarias y los horrores totalitarios. Aquel día mis interlocutores me abrieron los ojos: el Partido Comunista seguía siendo represivo, la libertad se mantenía a raya y la prosperidad estaba reservada a los dirigentes del partido, reconvertidos en empresarios. En esa misma época, con la URSS en vías de disolución, sin violencia, los estudiantes de Pekín también soñaban con una perestroika china. Aquellos de sus profesores que habían sobrevivido a las purgas y las revoluciones culturales apenas compartían el optimismo de los más jóvenes; ellos conocían la naturaleza feroz del poder comunista. Y tenían razón, como se descubrió al cabo de algunas semanas. La rebelión estudiantil de la Plaza de Tiananmen fue aplastada por el Ejército a las órdenes de Deng, «el reformador». En China, el Partido jamás comparte sus poderes, sus privilegios, o su fortuna.

¿Cómo no recordar este episodio ante el levantamiento de la juventud de Hong Kong? Su lucha es muy sencilla. Vive en una sociedad abierta, a la que ve cerrarse. No tiene más alternativa que la rebelión visible y, lamentablemente, pocas posibilidades de que salga bien. El Gobierno de Pekín, por naturaleza, es incapaz de tolerar la menor forma de disidencia en el mundo chino. Para sus dirigentes, la democracia y la libertad de expresión no son valores chinos, sino una contaminación procedente del liberalismo occidental que debe ser suprimida. Lo único importante para este Gobierno central son el método y el calendario. En 1989, en Pekín, el recurso al Ejército parecía el método más expeditivo. En Hong Kong es más complicado, porque el territorio solo pertenecerá por completo a China en 2047. Por eso habrá que actuar con astucia y paciencia, pero el fin sigue siendo el mismo: aplastar a los rebeldes. ¿Y Taiwán? Aún más complejo y más lento. Los dirigentes de Pekín son pacientes, pero su objetivo no varía nunca. Taiwán puede resistir por medio de la fuerza, de modo que hay que esperar. ¿Y en Hong Kong? Aquí el riesgo es económico, ya que la represión podría provocar la caída de la bolsa, en la que se financian las grandes empresas del continente. El sector inmobiliario también podría derrumbarse y numerosos oligarcas comunistas han invertido en él, de modo que prudencia y paciencia. Si la rebelión de Hong Kong llegara a contaminar el continente, ya no habría lugar para la paciencia y la prudencia. Mientras la juventud de Hong Kong se alborote sola, el Ejército chino no intervendrá.

¿Con qué apoyos puede contar la rebelión hongkonesa? Me temo que con ninguno. Es un movimiento de los jóvenes, como el de China en 1989; preocupa a los adultos, pero no los moviliza. En el continente nadie simpatiza con estos hongkoneses. «Juegan con fuego, son niños mimados, no saben a quién se enfrentan», son algunos de los comentarios mordaces que se oyen en Pekín. En Taiwán es un poco diferente; el partido en el poder es solidario, pero sin excesos. En Taiwán también hay un partido favorable a Pekín, medios de comunicación a sueldo del Partido Comunista y grupos de presión empresariales muy apegados a su statu quo. ¿Y en Occidente? En 1989, Europa y Estados Unidos se conmovieron realmente porque las imágenes eran insoportables. Todo el mundo recuerda a aquel joven con camisa blanca que intentaba detener un tanque con los brazos abiertos. Se le llamará eternamente Tankman, y su verdadero nombre y su destino seguirán siendo desconocidos por siempre. De esta época subsiste todavía un embargo occidental a las armas de China cuyos efectos concretos apenas son visibles. La China de 1989 era una potencia débil a la que Occidente opuso una resistencia débil. En caso de represión violenta en Hong Kong, apostamos a que Occidente opondrá una resistencia aún más débil frente a una potencia que ahora ya es fuerte.

Desde 1989 China ha cambiado, y Occidente aún más. Con el impulso de la perestroika, la revuelta de Tiananmen y la caída del muro de Berlín, en Europa y en Estados Unidos se creía en la universalidad de los derechos del hombre, en la democracia como «fin de la historia». A esta optimista inclinación por los derechos humanos le sucedió una nueva fe en la vuelta a las identidades nacionales, una ideología basada en la identidad: cada uno en su casa, y los chinos en la suya. Creo que la realidad es más compleja. El universalismo partidario de los derechos humanos no muere nunca; en estos momentos, se manifiesta en Hong Kong, en Argelia, en Kartum y en Skopje. Pero la ideología de la identidad tampoco muere en Washington, Roma, Londres o Pekín. Esos dos movimientos, más significativos que la distinción entre derecha e izquierda, son inherentes a las sociedades humanas, y se encuentran en todas las civilizaciones. Lo que ocurre en Hong Kong, por lo tanto, es universal y de cualquier época, un movimiento peligroso en el eterno conflicto entre sociedad abierta y sociedad cerrada. Adivinen por qué lado van mis simpatías.

Guy Sorman

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