Medicina y entorno cultural

Para Laura, Natalia, Jordi, Christian y Aarón, pronto excelentes médicos.

Sir William Osler (1849-1919) fue un insigne médico internista que floreció en Ontario y Oxford durante esa época dorada de la cultura occidental que fue el periodo entre los siglos XIX y XX. Osler fue insigne no solo por su categoría profesional y su reputación como clínico y observador (varios signos de diversas enfermedades reciben su nombre), sino también por su liderazgo educativo y su atención a materias relacionadas con las humanidades. Son célebres muchos de sus aforismos, pero el que más conviene a este artículo es aquel según el cual «el médico que solo sabe medicina no sabe ni medicina». Si esta opinión era defendida hace ya un siglo por un líder de la medicina de su época, ¿cómo no va a seguir siendo cierta en un entorno social y económico mucho más complejo como el actual? Y, pese a todo, las facultades de medicina permanecen sordas a la opinión de Osler y a las de tantos otros pensadores que a lo largo de las últimas décadas han insistido en la importancia de los aspectos culturales e interdisciplinares de la medicina: Illich, Payer, Morin, Moynihan, Lenzer, Ioannidis y un largo etcétera. ¿Por qué?

En primer lugar, porque el pensamiento dominante es que la medicina es una disciplina científica; este es un grave error. La medicina, hoy más que nunca, es un producto cultural en el que influyen múltiples condicionantes. Ciertamente, muchos de ellos son científicos, pero incluso estos, por su misma naturaleza, deben ser cuestionados, cuestionamiento que raramente se escucha en las aulas. Pero quizá aquellos que más me interesa resaltar aquí son los condicionantes económicos, los políticos y los relacionados con los valores sociales vigentes.

Los estudiosos de las variaciones de la práctica médica han realizado observaciones interesantes, como, por ejemplo, que la frecuencia de un cierto diagnóstico en un área geográfica concreta está relacionada con la densidad de especialistas para ese proceso en esa misma área. Otra observación intrigante es que los cirujanos tienden a indicar más intervenciones en pacientes genéricos que las que indicarían en sus familiares. Otro ejemplo: sobre el origen del cáncer se enseña mucha genética, pero se olvidan a menudo los factores culturales, como, por ejemplo, la relación con la maternidad tardía en el caso del cáncer de mama. Más: el pánico social al cáncer ha propiciado iniciativas impulsadas por políticos, industrias y profesionales interesados dirigidas a que los ciudadanos se sometan a pruebas de cribaje que se han mostrado repetidamente ineficaces para prolongar la esperanza de vida y potencialmente peligrosas para la salud física y mental (sobre la cuestión pueden leerse excelentes trabajos recientes en BMJ, Science o New England Journal of Medicine). Estos son solo algunos de los muchos ejemplos que podríamos citar de situaciones en las que solo la comprensión cultural de la medicina puede dar una explicación coherente. Curiosamente, estos temas raramente se abordan en los medios, por lo general mucho más atento s a supuestas noticias bomba -que jamás se comunican críticamente- que a promover la reflexión. Se echa mucho en falta un periodismo médico crítico y atento a los condicionantes sistémicos de la salud y a los modos en los que se ejerce la medicina.

En segundo lugar, porque la educación universitaria -y no solo por cuanto respecta a la medicina- ha dejado de ser tal para hacerse más escolar y superespecializada. Sin duda, ello es el resultado de una cultura cada vez más tecnocrática (tecnolátrica, de hecho) y que ofrece pocas oportunidades al conocimiento globalizador y a la visión periférica. Asistimos a un crecimiento abusivo de la educación técnico-científica en detrimento de la educación del pensamiento crítico. Los estudiantes son tratados como ocas sometidas a alimentación forzosa para obtener buenosfoies; reciben cada año dosis crecientes de conocimientos frente a los que apenas ofrecen resistencia crítica, para luego entregarlos en esta especie de autopsia intelectual en la que se ha convertido el examen MIR, que, ¡ojo!, no solo se utiliza en la actualidad como sistema de ranking para los aspirantes a la especialización (aquello para lo que fue diseñado) sino como un instrumento para establecer un ranking de las facultades (y academias ad hoc) de donde proceden los mejores respondedores de preguntas de elección múltiple.

Si Osler levantase la cabeza no daría crédito a lo poco que se han tenido en cuenta sus sabios aforismos. Espero que en el 2019 pueda celebrarse el centenario de su muerte con alguna iniciativa que oxigene el aire enrarecido de nuestras facultades gracias a un profesorado más abierto a la historia y a las influencias del entorno en la praxis médica, y de unos estudiantes algo más incisivos y preguntones.

Antonio Sitges-Serra, Catedrático de Cirugía (UAB).

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