Médicos contra pasteleros

El sistema sanitario español, como el de casi todo Occidente, ha experimentado un profundísimo cambio en el último medio siglo. Los avances tecnológicos han revolucionado el diagnóstico, la terapéutica y, en general, todos los aspectos de la medicina. Así, hoy no importa tanto lo que dicen el paciente o el médico, sino los aparatos; la relación médico-paciente está cada vez más mediatizada por terceros; la burocracia sanitaria se ha hipertrofiado; la frontera entre la salud y la enfermedad se ha desdibujado, y la fe en el poder de la tecnología ha llevado a creer que pueden curarse no sólo las enfermedades, sino también las molestias cotidianas. En otras palabras, la sociedad se ha medicalizado, disparándose el consumo de recursos sanitarios, especialmente cuando no existe freno. Sin embargo, esta importante realidad se suele obviar en los análisis sobre crecimiento del gasto sanitario, siempre centrados en la demografía, consumo de fármacos y gastos de personal. Y todo ello teniendo muy presente que la sanidad pública es un elemento básico de justicia social.

Por otra parte, los seguros de asistencia sanitaria han crecido enormemente. Hoy la cobertura pública en España es universal y gratuita (excluyendo el copago de los trabajadores activos por los fármacos prescritos fuera del hospital). De régimen parecido gozan los 50 millones de turistas que nos visitan cada año, lo que ha hecho de nuestro país uno de los destinos favoritos del turismo médico encubierto. A su vez, el sector privado asegura a ocho millones de personas que disfrutan de una doble cobertura.

Por último, la inversión pública (y privada) en sanidad ha aumentado de manera llamativa en todos los países. En España, dicho gasto público no llegaba al 1% del PIB en 1960, mientras que hoy roza el 7% y supera los 66.000 millones de euros.

Con frecuencia se oye que la deuda de la sanidad se debe a la crisis, como si no estuviéramos ante un problema crónico que viene de muy lejos, y que nunca nadie ha querido afrontar. En gran medida, la utopía ha justificado muchas de las prestaciones de nuestro Estado de Bienestar y las ha elevado a derechos indiscutibles. Para este fin, el poder político ha contado con cuatro grandes aliados: la capacidad de endeudarse sin límite, el retraso en el pago a proveedores, el crecimiento económico y la posibilidad de retorcer las normas contables. La crisis sólo ha servido para aflorar el déficit de más de 15.000 millones de euros de la sanidad.

Esta situación se ha visto fortalecida por la rampante intromisión de los poderes públicos en la vida de los ciudadanos, hasta el punto de hacerles creer, por ejemplo, que la educación de sus hijos o el cuidado de su salud no es una corresponsabilidad, sino responsabilidad exclusiva del Estado. Así se entiende que tantos individuos lo perciban como un ente benéfico cuya razón de ser es proveerles de lo que necesitan, de manera gratuita, inmediata y sin salir de su barrio. Para muchos ésta ha sido una de las grandes aportaciones del Estado de las autonomías: haber puesto todo lo que el ciudadano precisa al alcance de su mano, pero como si fuera un don de la naturaleza. Lo que explica que no haya que justificar un servicio de AVE para nueve pasajeros al día, ni debatir por qué hay que sostener las televisiones autonómicas, ni plantearse la posibilidad de corresponsabilizar en el mantenimiento de los beneficios sociales a quienes los disfrutan.

Se infantiliza a los ciudadanos cuando se les priva de responsabilidades. Ya nos advirtió Platón en su Gorgias que los niños, o los hombres que se comportan como niños, están más a gusto con el pastelero que con el médico, porque aquél persigue el placer sin buscar el bien. Se entiende así el poco éxito de aquellos políticos que recuerdan más al médico que al pastelero.

Por otro lado, el recorte del gasto público en Cataluña no debe ocultarnos la realidad, pues sólo se ha adelantado unos meses al que va a producirse en otras comunidades autónomas. Recordemos que en 2010 ya hubo un copago velado al reducirse el salario de los empleados públicos, congelarse las pensiones y recortarse la factura a las empresas farmacéuticas.

Sin duda, todos deseamos lo mismo: preservar nuestro sistema sanitario. Por fortuna, la España actual no es la de hace 40 años, con grandes bolsas de pobreza. Por lo tanto, ni en sanidad ni en otros temas vale la consigna de todo gratis y para todos, sencillamente porque ya no hay, ni va a haber, dinero para ello. Si queremos garantizar que cuando suframos una enfermedad podamos recibir la asistencia que necesitemos, tendremos que contribuir de alguna manera en función de nuestra renta. Siempre será más sensato confiar en las matemáticas que en la magia.

Así, este nuevo contrato social que se avecina, que debe partir de unos números bien hechos y de un cambio de actitud de los ciudadanos, es incompatible con 17 sistemas sanitarios y sus respectivas burocracias; con individuos que consumen el tiempo de las consultas para obtener fármacos en demasiados casos prescindibles, o con urgencias colapsadas por usuarios a los que no va bien el horario de su Centro de Salud. Ejemplos, entre otros, que explican por qué el número de visitas médicas en España multiplica por ocho la media europea.

En suma, el déficit crónico de la sanidad no debe achacarse sólo a la crisis, sino también a la actitud de los ciudadanos y sus representantes con relación a las prestaciones sociales. Si seguimos así podemos llegar a la situación paradójica en la que la sanidad pública acabe actuando como un seguro de automóvil que arreglara con diligencia los pinchazos, pero no pudiera afrontar la reparación de un costoso choque frontal. El Estado del Bienestar tiene un límite, que está donde su peso empieza a hundir los cimientos que lo sostienen. Y es que, como escribió Vargas Llosa, «las utopías sólo son aceptables en la literatura».

José Luis Puerta y Santiago Prieto, médicos.

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