Medidas contra la crisis que nunca existió

Como también ocurría en 1977, durante una de las peores crisis que hemos padecido en épocas recientes, la economía española técnicamente no ha entrado todavía en recesión pero se encuentra de nuevo ante otra grave crisis como, sin nombrarla, acaba de admitir por fin el presidente del Gobierno. Los precios disparados del petróleo y de materias primas esenciales son, otra vez, el telón de fondo de esa crisis internacional que, además, se acrecienta con novedades tales como una fuerte escasez de algunos alimentos básicos y con tensiones financieras sin precedentes por el impago masivo de las hipotecas subprime y de sus productos derivados.

En España la crisis ha coincidido con una situación que venía deteriorándose ya por una productividad decreciente -y, por tanto, por una incapacidad cada vez mayor para vender fuera nuestros productos-, con una estructura productiva descoyuntada por la «exhuberancia irracional» de la construcción residencial y con unas necesidades de financiación exterior que, en términos relativos, son de las más altas del planeta, lo que ha situado a nuestras entidades financieras en posición de fuerte endeudamiento exterior, precisamente cuando desaparecía la abundante liquidez de tiempos anteriores. Todo ello está pasando una pesada factura a nuestra economía, que ha visto como en pocos meses su situación empeoraba drásticamente. Precisamente en eso consiste una crisis, en un cambio radical de tendencia que puede terminar en fuerte recesión si no se le pone urgente remedio.

Producida la crisis -que, como siempre, quizá podría haberse atenuado actuando a tiempo- no habrá, desde luego, política económica que nos libre de algunas de sus más importantes consecuencias. Pero algunas decisiones de las autoridades podrían paliar sus daños que, además, serían mucho menores si tuviésemos una economía con fuerte dinamismo y con un sector público en superávit que dispusiera de un sistema tributario flexible. Quizá ya no sea ésa la economía española de hoy. Para empezar, la flexibilidad de nuestros impuestos ha disminuido por la reivindicativa reforma del IRPF en 2006, que ha alterado muchos de los instrumentos que le dotaban de una mayor flexibilidad, entre ellos los mínimos de exención y el gravamen de los rendimientos del capital mobiliario. Además, nuestro superávit público se ha diluido por la acción combinada de reducciones fiscales masivas y atolondradas (400 euros) y por un inmoderado crecimiento de la actividad pública, que todavía se atrinchera en ideologías impropias de esta época y de un país desarrollado.

Ahora que llegan las vacas flacas resulta que el sector público se ha comido su anterior capacidad de maniobra en unos meses y sin apenas resultados gracias a esos aumentos de gasto y a tales reducciones de ingresos. Mientras, el anterior dinamismo de nuestra economía se está agotando debido a la inflación desbocada, al hundimiento de la construcción residencial, a la caída de precios de inmuebles y valores -con sus negativos «efectos riqueza» sobre el consumo, como acaba de recordar el Banco de España- y, muy especialmente, a las tensiones de liquidez que atenazan a bancos, cajas, empresas y familias.

Por eso el primer frente de esas medidas debería consistir en reducir tales tensiones, pues resultará muy difícil que consumidores y empresas puedan mantener sus demandas de bienes y servicios mientras soporten fuertes restricciones crediticias. Para ello tendrían que despejarse las dudas que existen en los mercados internacionales respecto a la calidad de los activos de nuestras entidades financieras, dotando de respaldo público a los créditos suscritos con consumidores finales de viviendas terminadas y vendidas, aunque no fuesen de protección oficial y hasta su actual valor de mercado, ya que, incluso incurriendo en algún pequeño retraso en los pagos, esos créditos se pagarán en casi todas las ocasiones. O quizá tendría que ser el Estado y sus organismos especializados quienes, en esta difícil coyuntura, se encargasen de recabar liquidez en el exterior con destino a nuestras entidades financieras. Las nuevas líneas de financiación de Pymes, de viviendas de protección oficial y de renovación de vehículos que el Gobierno pretende poner en marcha están bien, pero son poca cosa frente al problema de liquidez que nos afectará en estos meses y cuyas consecuencias inmediatas serán más restricciones y encarecimiento de los créditos. Mal ambiente para una recuperación rápida.

El segundo frente al que una política económica eficiente debería atender sería el del sostenimiento de la demanda global pero evitando que, como está ocurriendo ahora, la necesidad de una mayor renta disponible cristalice en reivindicaciones salariales que afectan aún más a los precios. No se evitarán tales reivindicaciones ocultando con eufemismos inútiles la grave situación por la que estamos pasando. Pero, además de llamar a las cosas por su nombre y exigir una concertación salarial responsable a empresarios y trabajadores en este peligroso contexto, habrá que aumentar la renta disponible de los trabajadores de más bajo nivel reduciendo el IRPF que recae sobre los perceptores de rendimientos del trabajo de baja cuantía para mantener el consumo sin afectar, vía salarios, a costes de producción y precios. Como deberá preservarse también el equilibrio presupuestario, resultará necesario igualmente recortar muchos gastos públicos perfectamente prescindibles y no sólo la oferta de empleo del próximo año y los sueldos de los cada día más numerosos altos cargos existentes gracias a la prodigalidad del Gobierno.

El tercer frente debería consistir en la reestructuración profunda de nuestra oferta global. Para empezar habría que evitar lo que se venía evitando desde 1992 y que se destruyó con la reforma del IRPF de 2006: la doble imposición de los dividendos. Esa doble imposición, al penalizar fiscalmente que las empresas se financien mediante capitales propios, estrecha sustancialmente las alternativas de financiación y, con ellas, las inversiones empresariales. Si no se quiere volver al complejo sistema anterior de desgravación de dividendos en el IRPF, redúzcase sustancialmente el impuesto de sociedades que corresponda a los beneficios distribuidos como dividendos, con lo que, además, internacionalmente ganaríamos mucho en competitividad. En segundo término, habría que impulsar fuertemente la inversión de las empresas pero sin recurrir para ello ni al gasto público ni a las reducciones especiales de impuestos, sino mediante una política de concesiones administrativas amplia, inteligente, limpia y transparente. Autopistas, puertos, aeropuertos y ferrocarriles, redes de distribución racional del agua, se llamen o no trasvases, centrales nucleares que abaraten el coste de la energía y otras muchas actividades similares, ofrecerían importantes oportunidades a la iniciativa privada que podrían servir, además, para reconvertir la alicaída construcción y emplear sus excedentes humanos. De algunas de ellas parece que por fin se va a ocupar el Gobierno, aunque no de otras muchas que tampoco deberían olvidarse.

Pero, sobre todo, resultaría necesaria una fortísima liberalización de nuestra economía. Los mercados tienen que ser libres para ser eficientes y en España falta libertad de mercado, maltratada de siempre por nuestra tradicional concepción gremialista de la actividad económica y maniatada hoy, además, por una multitud de confusas regulaciones autonómicas y locales. Terminar con las restricciones a la libertad que no respondan a una auténtica defensa del consumidor o que limiten la competencia, debería constituir también tarea prioritaria.

El cuarto frente sobre el que se debería actuar con urgencia es en el de la inmigración. Según el avance del padrón municipal, nuestra población ha aumentado durante 2007 en 862.774 habitantes, de los que 701.023 son extranjeros. Ese aumento representa una tasa de crecimiento del 1,9% anual, muy superior a las habituales en los países de nuestro entorno. Si a principios de este año ya sobrepasábamos los 46 millones de habitantes, cuando a primeros del 2000 nos situábamos en algo más de 40, quizá en cinco o seis años más terminemos por sobrepasar los 50 millones. Demasiados habitantes para repartir una producción que va a crecer mucho menos en esos años y para atenderlos con adecuados servicios públicos. Contener la inmigración y, a cambio, buscar el necesario aumento de nuestra población activa en mayores tasas de empleo de las mujeres fuera del hogar, deberían ser también tareas prioritarias para la política económica española en los próximos tiempos.

Las medidas del Gobierno apuntan en buena dirección, pero son muy cortas para lo que se nos está viniendo encima. Es natural que así sea. No se olvide que son medidas contra la crisis que nunca existió.

Manuel Lagares, catedrático de Hacienda Pública y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO.