Medir y gravar la riqueza extrema puede ayudar a la paz social en México

Las propuestas reformistas de centroizquierda del presidente mexicano, Andrés Manuel López Obrador (AMLO), están en serio riesgo de no contar con los fondos suficientes para llevarse a cabo.

La oferta obradorista de cambio, autodenominada Cuarta Transformación, ha sido impactada —como el mundo entero— por la crisis de COVID-19 con consecuencias económicas muy preocupantes: el Consejo Nacional para la Evaluación de la Política de Desarrollo Social ha calculado que hasta 10.7 millones de personas podrían caer en pobreza laboral al cierre del segundo trimestre de 2020.

Ante ello, el gobierno está apostando por una triturante política de austeridad que considera, incluso, la supresión de fideicomisos y programas de interés social. También está explorando caminos que signifiquen mayor disponibilidad de recursos económicos, pero sin recurrir al endeudamiento público, la creación de impuestos o el aumento de los existentes.

El sistema mexicano está ensamblado históricamente para propiciar complicidades gananciosas entre las élites de políticos y empresarios, y se encamina a una crisis —acelerada por la irrupción del COVID-19— que puede multiplicar la violencia. No solo en el terreno desbordado del crimen organizado, sino incluso por desempleo, hambre y desesperación generalizada, volviendo inviables los cada vez menos probables cambios positivos por las vías graduales y pacíficas.

Del cajón de piezas que podrían encajar en el complejo rompecabezas que busca armar el presidente de México para evitar esta situación, saltó una propuesta de Morena, el partido que le llevó al poder y que es una organización hecha a la medida de las necesidades de su creador: un movimiento en busca de la regeneración nacional, que no ha cuajado como partido pero tampoco ha dejado su condición de frente amplio.

El presidente formal de Morena, Alfonso Ramírez Cuéllar, llegó al cargo de manera provisional en medio de crecientes protestas contra su antecesora y como puente para convocar a la próxima elección de un dirigente definitivo. La semana pasada dio a conocer un comunicado en el que, en pocas palabras, convocó a medir en México no solo la pobreza extrema —sumamente estudiada y documentada— sino, en especial, la riqueza extrema, con la explícita intención de imponerle más gravámenes.

Ramírez Cuéllar, quien tomó licencia como legislador federal y presidente de la estratégica Comisión de Presupuesto de la Cámara de Diputados, planteó que en México hay “miles de millones de dólares que constituyen una riqueza totalmente inobservada”, por lo cual “ahora se demanda, con urgencia, medir también la desigualdad y la concentración de la riqueza”.

Para ello propuso reformas legales: el Instituto Nacional de Geografía y Estadística (INEGI, un organismo público autónomo) “debe entrar, sin ningún impedimento legal, a revisar el patrimonio inmobiliario y financiero de todas las personas. Cada dos años debe de dar cuenta de los resultados que arroja la totalidad de los activos con los que cuenta cada mexicano. El INEGI también debe tener acceso a las cuentas del Servicio de Administración Tributaria y a toda la información financiera y bursátil de las personas”.

El plan de Ramírez Cuéllar, quien fue líder de una asociación de deudores bancarios que impidió embargos mediante movilizaciones, recibió de inmediato la repulsa de parte de los adversarios de AMLO. Sobre todo, a partir del uso del verbo “entrar”, que impulsó una campaña de miedo al interpretarlo como la irrupción de inspectores a las casas para verificar datos y, eventualmente, propiciar de manera generalizada mayores cobros de impuestos.

Aunque Ramírez Cuéllar precisó que la propuesta no implicaba el ingreso a domicilios particulares, el escándalo hizo que el propio AMLO se desmarcara de estos supuestos acosos caseros y la difusión pública de la situación patrimonial de cada ciudadano.

Sin embargo, los temas de la riqueza extrema y de la necesidad de progresividad fiscal ya están en la mesa de la discusión pública. Según Ramírez Cuéllar, 140 mil mexicanos —de un total de más de 127 millones— son dueños de la mitad de la riqueza nacional y muchos de los multimillonarios ejercen una agresiva “planeación fiscal” que les permite pagar entre 3 y 11% de impuestos sobre sus ingresos, contra 30 o 34% de los contribuyentes comunes y corrientes.

La llegada de AMLO a la presidencia de México ha sido un dique para la irritación social que han provocado durante décadas los gobiernos de los partidos Revolucionario Institucional (PRI) y Acción Nacional (PAN), que han permitido o propiciado corrupción, injusticia, impunidad y una terrible desigualdad social.

El ejemplo extremo es Carlos Slim, uno de los hombres más ricos del mundo y el mayor de México, cuya concentración de riqueza contrasta con los más de 52 millones de mexicanos que viven en condición de pobreza. Además de Slim, hay un puñado de personajes que dan cuenta de esa casi subversiva desigualdad socioeconómica.

Ante la crisis económica y un posible aumento de la violencia, los beneficiarios de décadas de acumulación extrema de riqueza deberían considerar, ya sea por un pragmatismo extremo o una especie de autocorrección obligada, la necesidad de atemperar las terribles distancias socioeconómicas y asumir —como en Suecia, Bélgica o Finlandia, países sin proclividad alguna al fantasma del socialismo o el comunismo— la viabilidad de la progresividad fiscal.

Julio Astillero es periodista. Es columnista del diario ‘La Jornada’ y conduce en redes sociales los programas ‘Videocharlas Astilladas’ y ‘Astillero Informa’.

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