Meditación en el Museo del Prado

«El sueño de la utopía» -escribe J. L. Rodríguez García, en conclusión de ese último libro suyo, que tiene para los de su edad, que son los de la mía, valor de testamento-, ese sueño «que era un delirio liquidador y autoritario, ha muerto…» Todos los que fuimos jóvenes hace medio siglo sabemos ahora eso, con precisión que admite poca réplica: lo saben, al menos, aquellos que, entre nosotros, aún tratan de meditar sobre esos muchos tonos y matices de la desolación en que fueron quedando, al desertar nuestro paisaje ético, los muchos sueños y las demasiadas alucinaciones. Vuelve la vista atrás, el autor de esa otoñal Postutopía, antes de dibujar un leve gesto de adiós sobre el aire. Es el adiós silencioso que carga de gravedad la melancolía de quien de cosa alguna se arrepiente; de quien se sabe de todo responsable. Y sabe -es lo peor- que nada verdaderamente malo dice adiós para siempre. «Delirio liquidador», la utopía, ha escrito. Y se detiene: «…Acaso», sigue, «me haya expresado mal, porque tal delirio nos amenaza con la resurrección de líderes convincentes en las redes y googlelizados».

La verdad trascendente, de la cual eran utópicos paladines los profetas del «cielo al alcance» en el siglo XX, mostró su rostro a cielo abierto: y era horrible. La lepra que devoró las verdades angélicas de aquellas grandes utopías revolucionarias del siglo pasado es imposible de exhibir ahora sin provocar escalofrío. No será pues su verdad lo que vendrá en estos nuestros tiempos virtuales. Verdad y mentira nada juegan en este delirio metódico que es el universo de las redes, en donde no hay lugar para realidad externa. En el cual toda convicción, eso sí, puede ser configurada como verosímil: aun la más absurda. Porque, para saber que un enunciado es absurdo, está exigido saber leer. Y es la lectura lo que Internet y redes han borrado de las mentes humanas. Y, con ella, la condición humana de esas mentes. Lo que viene es un mundo que anhela amos. Absolutos.

Las palabras finales de Postutopía me vuelven a la memoria, absorto en un recodo de la galería central del Museo del Prado. Hermético al mundo exterior, en el cual los unos esgrimen acicates ofensivos frente los otros, los otros frente los unos. Una esquina silenciosa en un Museo no demasiado poblado: el Prado de estos días de pandemia puede ser buen remedo del paraíso. Una esquina. A mi izquierda el joven cardenal cuyo retrato pinta Raffaello Sanzio en 1510, y sobre cuya muceta roja, las acuosas irisaciones de muaré son un milagro que uno siente el sufrimiento de no poder tocar. Arrogante y lejano, a mi derecha, el frío desdén con el que Albrecht Dürer se retrata a sí mismo, en 1498, con, a su espalda, el geométrico caos de un mundo al cual él sabe imponer destino de matemática inapelable.

Hay otro cuadro más, que cierra el ciclo de mi mirada en este mediodía: un poco más a la izquierda del sosegado cardenal rafaelino. Sobre esa tabla de 64x103, atravesando una Laguna Estigia, placa negriazul de cuarzo arañado que corta como un vidrio roto el territorio de los hombres, un colosal Caronte se hace cargo de la mínima y desvalida alma a la cual su barca debe guiar hacia la orilla plácida del paraíso: el enigmático cuadro lo pintó Joachim Patinir, ya al final de su vida, en 1524: los súbitos fuegos de las lejanas hogueras, esas ciudades que arden de una llamarada en las colinas haciendo estallar lo oscuro, hablan de un mundo atroz que apenas vemos; pero el barquero boga con la indiferencia que el alma sabe sello de infinito. Y a mi me viene al recuerdo la música bien medida del Virgilio que anuncia cuán fácil es el descenso a los infiernos: Facilis descensus Averno. Y me parece oír, más allá de los gruesos muros del museo, el ruido destemplado de los hombres: el Congreso, a dos pasos. Recuerdo entonces la segunda parte del aviso que Caronte ha dado a Eneas y a los suyos. Sí, es muy fácil bajar a los infiernos. Salir de ellos, es ya cosa diferente.

Un azar inmerecido ha unido hoy en esta esquina esos dos retratos que son mis favoritos del Prado. Y la tabla de un místico flamenco, la sobriedad de cuyo espejo del misterio me sobrecogió, desde que yo guardo memoria, en mis visitas de infancia a este museo. Sé que hay ruido en la calle. Los delirantes. Y ese ruido no me llega. Sé, de sobra, que está el estruendo en las almas de las gentes que anhelan anacronismos a cuyo través estrellarse. No me importa. Ni un átomo de España hay ni en los unos ni en los otros. Tan sólo ese feroz deseo intemporal, al que Goya da imagen en su «Duelo a garrotazos». España no está en ese erial sobre cuyo fango se aprestan ruidosos garrotes. España, yo lo sé, está aquí, en esta esquina silenciosa en la cual la pintura da luz a todas las líricas que atraviesan la mente humana. Está en este rincón de la galería central de un Museo infinito: aquí, donde se cruzan los destinos de un pintor de Urbino y un pintor de Núremberg, a dos pasos de un místico de Amberes. El universo.

Y, en su cruce imprevisto en la galería central del bello edificio que concibió Juan de Villanueva, todos ellos -y todos sus iguales en el arte y en el Museo, que es su templo- son España: la que pudo ser habitable, la que el Prado hubiera debido trocar en paraíso. Pero el ruido sigue fuera. Y la patria -ese silencio- se desparrama en palabrería. Y sé que «el sueño de la utopía», ese «delirio liquidador y arbitrario» que evoca Rodríguez García, «ha muerto», sí. Pero el coro de entusiastas sacamuelas, que todo lo embarulla, sigue vivo. Y su amenaza es más que nunca convincente, en la resignación de un mundo embrutecido, en la pesadez de un mundo analfabeto. Esa muerta retórica nos pesa. Nunca pudo pesar tanto un vacío.

Gabriel Albiac es filósofo.

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