Mediterráneo, continente líquido

El mar Mediterráneo visto desde el barco de rescate de migrantes ‘Alan Kurdi’, de la ONG alemana Sea-Eye, en aguas internacionales de Malta. REUTERS
El mar Mediterráneo visto desde el barco de rescate de migrantes ‘Alan Kurdi’, de la ONG alemana Sea-Eye, en aguas internacionales de Malta. REUTERS

La imagen no es de Zygmunt Bauman. Precede a la licuación de todo, que el autor polaco británico puso de moda en los primeros años 2000 con sus reflexiones sobre cómo –parafraseando uno de sus títulos más conocidos– vivimos «tiempos líquidos», «una era de incertidumbre». Pero qué duda cabe, esta «era de incertidumbre» se manifiesta de forma superlativa en este bestial cruce de caminos que es el Mediterráneo. Tampoco es su origen el polifacético Jean Cocteau, como a menudo se lee. Yo se la debo a una conversación allá por los años noventa –cuando España ya recababa en Bruselas atención al Sur– con el polifacético André Azoulay, conocido como consejero del rey Mohamed VI, después de haberlo sido de su padre Hassan II. «Sin perjuicio de que los hallazgos felices como éste tienen muchos padres», me señaló que él la había rastreado hasta una publicación de 1935 (Jeunesse de la Méditerranée de Gabriel Audisio) «aunque la idea está incardinada en la propia voz romana». Nuestro viejo Mediterráneo: continente –aún a costa de forzar el oxímoron– líquido y quebrado. Foco de incertidumbres. Auténtico polvorín cuya estabilidad no cabe confiar al árbitro de un retornado EEUU. Así, aunque muchos de sus miembros –y sus opiniones públicas– no lo hayan interiorizado todavía, el proyecto europeo se juega su destino en el Mediterráneo como en ninguna otra geografía.

Esta aseveración requiere explicación. En primer lugar, porque la construcción europea no se puede desvincular de la Guerra Fría. Y por tanto, del Este. Del sueño –luego aspiración y hoy realidad– que confortó desde los inicios de esta aventura a la República Federal Alemana amputada en su mitad. El «Europe whole and free» («Europa entera y libre») formulado por Washington. Pero reconocer esta realidad, participar de esta razón de ser, no puede opacar la centralidad del Mediterráneo, ni condonar la estrechez de miras –cuando no falta de visión, ceguera incluso– que caracteriza demasiado frecuentemente las intervenciones y tomas de posición en Bruselas. Son décadas batallando. Desde que se establecieran, como corolario al proceso de desintegración de la órbita comunista, del Pacto de Varsovia en particular, los instrumentos financieros PHARE destinados a los hoy miembros de Europa Central y Oriental; y TACIS de apoyo a los procesos de reforma económica y desarrollo de los 11 estados del CIS –la «Commonwealth» inspirada por Rusia a partir de la antigua Unión Soviética– y Georgia. Ambos programas enjundiosamente dotados. Los mediterráneos del Norte, liderados por España, argumentaron que esa lluvia de millones debía –también– alcanzar al Sur. Se consiguió un magro equilibrio en el «Proceso de Barcelona» firmado en 1995. Pero desde su nacimiento, la política de vecindad del Sur ha sido –sigue siendo– un afterthought, un apaño, un parche-pegote. La UE asume de forma natural que las amenazas e inestabilidades al Este nos incumben a todos. Le cuesta similar entendimiento cuando mira al Sur.

Tres ejemplos, tomados del área crítica –con ramificaciones en la cohesión de nuestras sociedades y nuestra seguridad– que es la cuestión migratoria, ilustran esta dinámica: España firmó desde 2002 acuerdos bilaterales de readmisión de inmigrantes «ilegales» o «irregulares» con distintos países africanos, bajo la indiferencia porque «no incumbía al proyecto común» –cuando no incomprensión– de socios e instituciones; y es preciso esperar hasta 2016 para que Bruselas los erija en ejemplo de actuación. Algo similar le ocurrió al primer ministro italiano Enrico Letta; ante la tragedia y número de los cadáveres varados en sus playas, propuso en el otoño de 2013 una actuación conjunta de rescate marino; «asunto bilateral» fue la respuesta comunitaria (también hubo quien la descalificó por «efecto llamada»); Italia puso en pie y sufragó (nueve millones mensuales) la iniciativa en solitario, hasta que más de un año después Frontex tomara el relevo (con un tercio de presupuesto). Finalmente, en 2016, la canciller Merkel negoció personalmente con el presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, el trato para enfrentar y regular los flujos de migrantes, en su mayoría huidos de la terrible guerra que asolaba Siria, que desbordaron desde Europa Central hacia Alemania en el verano–otoño de 2015. Este pacto –de la Unión en su conjunto desde el primer momento– con envergadura de 6.000 millones de euros acarrea un desequilibrio de fondo y de percepción (asunto relevante) con el ultimado en 2018 con Marruecos; no solo en términos de monto actual –140 millones– sino en términos de futuro.

Una segunda reflexión pertinente se refiere al poder –o más exactamente a su ausencia–. No es casualidad que la inestabilidad –cuando no el caos– que aflige al Mediterráneo en la última década coincida con la retirada de EEUU de la región: sin alharacas en tiempo de Barack Obama y con redoble de tambores en la Presidencia de Donald Trump. El vacío creado y el éxito del apoyo de Moscú al régimen de Bashar Asad en Siria, se interpretó por algunos como el alumbramiento de un área de influencia rusa, sin tener en cuenta que Putin está volcado en la desestabilización más que en planteamientos asertivos. Lo que se consolida es un entramado de ambiciones que embrolla, junto con Rusia, a los Estados del Golfo, Irán y Turquía. La UE está virtualmente ausente o, como en el caso de Libia, sus miembros (paradigmática es Francia) actúan sin implicar a las instituciones. Mientras, un envalentonado Erdogan prodiga actuaciones y declaraciones de confrontación (la campaña contra Emmanuel Macron es una buena ilustración).

La situación bordea el descontrol. Se necesita presencia estructurada. Colmar el vacío. Con Joe Biden muchos conciudadanos esperan recuperar el liderazgo de EEUU. Que se producirá –«America is back» ha sido uno de los primeros mensajes del ganador de las elecciones–, pero que no entraña una vuelta al pasado. Veremos un liderazgo distinto, aglutinador, de fomento de coaliciones multilaterales. Bajen a la realidad quienes proyectan un retorno triunfal de la Sexta Flota entre las prioridades de la nueva administración. Antony Blinken, el nominado para ocupar la cartera de «State» –Exteriores– lo ha expresado claramente: a la vista de los múltiples retos que aguardan al nuevo gobierno, EEUU «dispondrá de menos tiempo y recursos» para Oriente Próximo. Y Jake Sullivan, designado como «National Security Advisor», tiene publicada su apuesta por un diálogo estratégico regional que involucre e integre a actores de la zona.

Así pues, nos toca a los europeos. Últimamente, el debate sobre el significado de la «autonomía estratégica» copa espacio intelectual. ¿No deberíamos empezar por reflexionar sobre la necesidad –y alcance– de la proyección de la Unión en nuestro entorno más conflictivo? Ha llegado el momento de mostrar que podemos aportar estabilidad. De evidenciar nuestra presencia. Y nuestro interés (no sólo en la prosperidad sino también) en la seguridad regional. No podemos seguir contemplando pasivamente cómo se provocan incendios que más pronto que tarde nos alcanzan. Hemos de asumir que el amigo americano no está por la labor. El Mediterráneo nos incumbe. A todos. De Vilna a Lisboa, de Roma a Budapest.

Ana Palacio

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