Medvédev: recelemos de las certezas

Sabido es que en las elecciones presidenciales rusas que acaban de celebrarse todo el pescado estaba vendido. Las únicas incógnitas, menores, que había que despejar afectaban a dos cuestiones. Si la primera era la relativa a los porcentajes de voto de los candidatos 'opositores' -un 18% para el del Partido Comunista y un 10% para el del Liberal Demócrata-, la segunda, más enjundiosa, nos obligaba a preguntarnos por los niveles de abstención. Limitémonos a reseñar al respecto de esta última que los datos son poco concluyentes, en la medida en que tanto puede decirse que esa tercera parte de abstencionistas refleja el malestar de una parte significada de la sociedad como invocar la presunta desidia, a la hora de acudir a los colegios electorales, de muchos ciudadanos que sabían que el resultado de las presidenciales estaba cantado desde mucho tiempo atrás. Bien es cierto que el hecho de que Ziugánov, el representante comunista, haya obtenido un resultado moderadamente digno invita a concluir que, habida cuenta de que en su caso sí se ha hecho valer una oposición férrea al actual establishment político, las señales de descontento no son menores.

Balances aparte, parece razonable aducir que el hecho de que el candidato triunfador haya arrasado en esta primera y única vuelta -ha alcanzado, no se olvide, cerca de un 70% de los votos- poco bueno dice de la salud democrática de Rusia. Y ello es así tanto más cuanto que, por enésima vez, hemos tenido que asistir al espectáculo de unas autoridades que, pese a estar las cosas muy claras, se han mostrado bien poco magnánimas con una oposición -ésta ha pagado también, y por su cuenta, sus pecados- a la que han condenado a galeras. El delirio hipercontrolador, y en su caso represivo, carece, sin más, de explicaciones racionales.

Sobre el papel, y en otro orden de cosas, el triunfo de Dmitri Medvédev nos emplaza -lo dicen todos los analistas- ante un horizonte de estricto continuismo. Conviene guardar las distancias, con todo, ante las certezas, abrumadoras, que suelen acompañar a ese diagnóstico. Hay quien dirá, por lo pronto, que también se auguró un franco continuismo de todas las políticas cuando Yeltsin, hace ocho años, designó a Putin como sucesor in pectore. Claro es que el escenario es hoy muy diferente y aconseja recelar, también, de la comparación: mientras las reglas del juego se hallaban precariamente formalizadas en 1999, hoy no puede decirse lo mismo, toda vez que el esquema de intereses que opera por detrás de Putin se ha consolidado con rotundidad a lo largo de sus dos mandatos presidenciales.

Otra fuente de controversias lo es, inequívocamente, el tablero en el que se apresta a desenvolver la relación entre el nuevo presidente, Medvédev, y quien, si todos los pronósticos se confirman, ejercerá de primer ministro, Putin. Hay quien ha descrito el nuevo escenario con la metáfora de un conductor, el mentado primer ministro, que guiará el automóvil desde el asiento de atrás. Que el juego puede tener sus atrancos parece, sin embargo, evidente, y ello por mucho que los analistas ya hayan anunciado qué es lo que cabe esperar: una redistribución de atribuciones en virtud de la cual la presidencia, rebajada en adelante a una condición representativo-ceremonial, perderá potestades en provecho del jefe de gobierno, quien pasará a detentar en plenitud el poder ejecutivo. No está fuera de lugar recordar al respecto que Rusia es un país en el que las normas que rigen estas cosas beben más de hábitos de largo aliento que de la letra recogida en una Constitución, la que está en vigor desde 1993, por lo demás muy maleable.

Tampoco estamos obligados a aceptar, sin más, que Medvédev se comportará en adelante como un dócil empleado de Putin. Aunque lo ocurrido los últimos años, y la propia decisión de este último en provecho del nuevo presidente, alimentan esa interpretación, una vez más la prudencia es aconsejable. Es verdad que Medvédev se nos presenta como un dirigente, ante todo un gestor de perfil tecnocrático, menos entregado a la confrontación y poco amigo, por rescatar un dato, de sonoras declaraciones de contestación de unas u otras políticas occidentales. Pero no es menos cierto que el puesto que el nuevo presidente ha desempeñado hasta ahora en cabeza de Gazprom, el cuasi monopolio del gas natural, emplazaba a nuestro hombre lejos de las trifulcas políticas al uso y, también, del terreno propio de unas a menudo tensas relaciones internacionales. Digámoslo de otra manera: para saber quién es Medvédev en este ámbito habrá que aguardar a verlo ejercer como presidente efectivo del país.

Forzado parece agregar una apreciación más: los escasos problemas que se anuncian en la relación de Putin y Medvédev pueden dejar de serlo cuando se haga evidente -y esto acabará por ocurrir pese al balón de oxígeno que proporcionan los precios del petróleo y pese al bloque informativo que padecen los rusos- que el primero no ha sido tan eficiente en su gestión como se suele pensar entre nosotros. Ahí están, para demostrarlo, un maltrecho Estado federal, unos oligarcas que campan por sus respetos, una abusiva dependencia de la economía con respecto a las materias primas energéticas, una situación social que sigue presentando perfiles muy delicados, ese agujero negro llamado Chechenia o, en fin, una política exterior repleta de contenciosos sin cerrar (en su mayoría creados, bien es cierto, por la prepotencia y la agresividad de Estados Unidos).

Importa, y mucho, subrayar, con todo, que nada sería más equivocado que concluir que Putin y Medvédev, Medvédev y Putin, están solos. Y no pienso ahora en el notable apoyo popular que han recibido, sino en los tramados intereses que han creado -o que les han sido impuestos- en los últimos años.

Carlos Taibo