Medvédev y los enigmas rusos

Desde que actúa como heredero y protegido de Putin, el presidente de Rusia, Dmitri Medvédev, protagoniza una intensa actividad diplomática que aclara sus prioridades, sus temores y esperanzas. La primera visita fue a Pekín, cortesía imprescindible para preservar la calma en la frontera oriental, ahora que se agita en la opinión la añeja inquietud por el espectacular desarrollo chino y su presión demográfica y estratégica. El aparatoso declive de la población rusa, además de coartar el desarrollo, alimenta las pulsiones xenófobas e hincha las velas de la nostalgia.

Luego se trasladó a Berlín, terreno amistoso desde antes de la caída del muro, cuando Brandt practicó el entendimiento con Brezhnev, la famosa Ostpolitik, pese a los rigores de la guerra fría, combinando las urgencias tecnológicas de Rusia con la fiebre exportadora alemana o la fruc- tífera conexión del gasoducto del Báltico.

Como advierte Der Spiegel, los estrechos vínculos con Moscú, que los germanos llaman "asociación para la modernización", no solo causan recelos en Bruselas y Washington, sino también en el espacio postsoviético. El último negocio es un acuerdo para que Alemania ayude a destruir un masivo y peligroso depósito de armas químicas.

El tercer acto se celebró en San Petersburgo con motivo de un foro económico internacional en el que Medvédev, que limó las aristas retóricas de Putin, estuvo arropado por los jefes de las grandes petroleras y la élite del capitalismo mundial. Halagó a los europeos, mientras criticaba a EEUU, y conectó con el espí- ritu de occidentalización que simboliza la capital que Pedro el Grande erigió hace tres siglos junto al golfo de Finlandia, convertida hoy en un anacrónico parque temático para turistas: el legado imperial se mezcla con el recuerdo bolchevique del crucero Aurora, que sigue anclado en el Neva.

Medvedev encandiló a sus oyentes con una clara percepción de los ingentes problemas del país y de la pesada losa de 70 años de socialismo real: la ilusión ener- gética, el retraso tecnológico, la regresión demográfica, el bajo nivel de vida y el ogro burocrático de una Administración pletórica e ineficaz, cuando no corrupta. Rusia protagonizó uno de los éxitos económicos mundiales durante la presidencia de Putin, con un crecimiento medio del 7% anual, pero aún debe superar el pernicioso autoritarismo político y sus corolarios: la inseguridad jurídica y las disfunciones hirientes del sistema judicial.

El despotismo político hace inviable o de ardua concreción el juicio crítico y comparativo de los servicios estatales, las pensiones de miseria o la opresión de las necesidades. Ni el régimen de Yeltsin era una democracia ni Putin sitúa al país en el camino de retorno de la dictadura, pero la sociedad civil es una entelequia y los rusos están poco interesados en las libertades públicas porque falla, como apunta el exprimer ministro Anatoli Chubais, "un mecanismo político verdaderamente competitivo", una oposición capaz de movilizar a la opinión y con probabilidades de llegar al poder. El sistema legal se sigue usando impunemente contra los adversarios políticos.

Los servicios públicos desprenden un tufillo de antiguo régimen que alarma al turista que cae en manos de agencias y guías, trenes, hoteles y aviones que evocan los de la extinta Inturist, la agencia soviética encargada de esos menesteres, una mediocridad que contrasta con la trepidante megalópolis moscovita, gigantesco escaparate de bienes extranjeros para el consumo desenfrenado, aunque solo esté al alcance de una élite egoísta o de algunos sectores de la clase media balbuciente incapaces de fraguar una alternativa.

El éxito económico se basa en la exportación de las materias primas para responder a la bulimia occidental, pero no existe un plan de desarrollo que canalice los excedentes y estimule la producción, por lo que proliferan los augurios sobre un estallido social acéfalo. Putin proclamó en el 2000 que Rusia tardaría 15 años en alcanzar la renta por cabeza de Portugal, pero la distancia entre ambos países ha disminuido solo mil dólares (de 12.000 a 11.000). El país inabarcable sigue en vías de un desarrollo incierto dependiente de la exportación de hidrocarburos.

De las librerías han desaparecido los libros en lenguas extranjeras que promovía el espurio internacionalismo, pero con el nacionalismo se esfuma el interés por Occidente y por el Estado de derecho. Para sofocar la nostalgia y aclarar el futuro, Gorbachov propone el gesto simbólico de enterrar a Lenin, cuya momia sigue en el mausoleo de la plaza Roja que quiebra la más bella perspectiva de Moscú. Parecidas razones aconsejan demoler el siniestro mastodonte de la sede del KGB (hoy SFS) en la plaza de la Lubianka, en cuya fachada sigue el medallón conmemorativo de Yuri Andropov.

Como subraya Iván Krastev, "el Kremlin no piensa en los derechos de los ciudadanos, sino en las necesidades del pueblo", esencia del despotismo. Cuando Medvédev sitúa los derechos humanos entre sus prioridades, admite que hay que liberar al país del recuerdo del terror estalinista y de la economía burocrática que lo paralizaron durante decenios y explican el subdesarrollo. Pero no será fácil acabar con la insidiosa censura, asumir que la libertad es imprescindible para el progreso y honrar la memoria de los 14 periodistas asesinados desde el 2000.

Mateo Madridejos, periodista e historiador.