Mejor equivocados que silenciados

Sólo puede calificarse de torpe la conducta del Partido Nacionalista Vasco y sus satélites en promover actos públicos y masivos de repulsa contra las decisiones adoptadas por el Tribunal Superior de Justicia al imputar al presidente del Gobierno vasco de un presunto delito de desobediencia por reunirse con Batasuna. Una cosa son las opiniones que nos merezca la actuación de dicho tribunal y su corrección en el plano jurídico, y otra cosa es lanzar afirmaciones tan groseras y equivocadas como las que podemos espigar estos días en la prensa. Por ejemplo, la del señor Sainz de la Maza, presidente de Eudel, quien afirma que «es de primero de Derecho saber que los actos de gobierno están fuera de la jurisdicción de los tribunales». Y uno se pregunta si este buen señor estudió Derecho allá por 1850, que es la época en que se podía sostener una doctrina así, que no distingue entre la jurisdicción contencioso administrativa y la penal, y recurre a la noción de 'acto de gobierno' o 'acto político' como ámbito exento de control judicial, algo que la Ley de 13 de julio de 1998 de la Jurisdicción Contenciosa arrumbó definitivamente por ser «inadmisible en un Estado de Derecho». ¿Considera este buen señor que el ministro Barrionuevo no podía ser juzgado, como de hecho lo fue, por organizar o tolerar los GAL? ¿O que fue una clamorosa aberración juzgar en Núremberg a los ministros del Gobierno alemán en 1946? ¿O que la alcaldesa de Marbella no puede ser juzgada por sus desmanes al frente del gobierno municipal? Por favor, a nuestros representantes públicos se les puede exigir un poco más de conocimiento cuando hablan, por mucho que les ciegue la pasión partidaria.

Otro ejemplo son las palabras de nuestra 'lehendakariordetza' al afirmar que la imputación judicial «contraviene a la democracia», puesto que (se pregunta retóricamente) «¿dónde se ha visto que un tribunal encause penalmente a un presidente de un país por ejercer sus funciones?». Sería fácil darle ejemplos variopintos de tal caso (hace pocas semanas que Dominique de Villepin compareció ante un juez en Francia), pero basta uno estremecedor: el del presidente Milosevic encausado por el Tribunal Penal Internacional para la ex Yugoslavia por los actos realizados en el ejercicio de sus funciones. O el de un general de nombre Pinochet, que también alegaba en Londres y Santiago su inmunidad soberana.

Pero es que son casos incomparables, dirá alguno, porque en los que usted cita existía un terrible delito. Claro que sí, y no pretendo comparar los hechos, sino el principio básico que hay detrás de ellos: es el tribunal el que determina si existe o no delito, y para ello investiga, imputa y procesa. Porque si partimos de la asunción apriorística de que el jefe de gobierno no puede delinquir al ejercer su actividad, estaremos creando un ámbito de impunidad o descontrol.

Puede parecer una contradicción democrática que un poder judicial (que además no es ni electo ni representativo, como le han recordado estos días) pueda enjuiciar y condenar al, precisamente, poder electo y representativo de los ciudadanos. Pero no es así. La actuación libre e independiente de los órganos judiciales nunca puede resultar contraria a las reglas de la democracia, a no ser que se tenga una idea equivocada de la democracia, que es lo que les sucede a nuestros nacionalistas. Por lo que quizás sea oportuno explicar, una vez más, en qué tipo de democracia vivimos en Occidente y, por tanto, en cuáles no vivimos. Porque toda la confusión intelectual en esta materia nace de confundir los dos hilos distintos que forman el ovillo aparentemente apelmazado y homogéneo de nuestros sistemas, como advierte G. Sartori. Habitamos en 'democracias liberales', las únicas que se han mostrado históricamente viables, en las cuales los elementos liberales -que son en el fondo plenamente antidemocráticos- pesan más que los propiamente democráticos (Ferrán Requejo). Esto puede sonar a herejía, pero es el abc de nuestros sistemas políticos.

Elementos estructurales básicos de nuestros complejos institucionales, tales como el Estado de Derecho, el sometimiento del poder a los tribunales, los derechos fundamentales inviolables, la separación de poderes o el gobierno mediante representantes no son democráticos 'stricto sensu'. Más bien resultan ser directamente antitéticos a la democracia tal como la entendieron los griegos. Si Pericles levantara la cabeza nos diría que, desde luego, lo nuestro no es una democracia. Y tendría razón. Porque todos aquellos elementos suponen una limitación estructural fortísima a lo que el pueblo puede decidir válidamente, así como a la gestión que el pueblo puede hacer a través de su gobierno. En una democracia sin apellidos, una que fuera realmente popular, directa, asamblearia, participativa (la que soñó Marx en la Comuna de París) nunca podría suceder que lo decidido por el pueblo o sus representantes electos fuera enjuiciado (¿e incluso castigado!) por unos jueces independientes que, para colmo, nadie ha elegido ni votado. Eso sería una contradicción en los términos. Pero es que no vivimos en esa clase de democracia sin apellido (y esto sí que lo sabe un estudiante de primero de Derecho del siglo XXI), sino en la liberal. Y en ella, le guste o no al PNV, los jueces pueden y deben controlar a quienes ejercen el poder. Ignorar este principio y defender que nuestro lehendakari está más allá de la justicia y sólo responde 'ante el pueblo', como les pasaba al duce y al caudillo (que sólo respondían 'ante Dios y ante la historia') es ignorarlo todo sobre la democracia real y sus reglas.

Algo parecido le ha debido de suceder a la presidenta del Parlamento vasco cuando proponía estos días encontrar un «poder o instancia arbitral para los conflictos entre los poderes legislativo y judicial». Porque, realmente, hace ya un par de siglos que tuvo vigencia la doctrina de los liberales doctrinarios del 'poder neutro, arbitral, moderador', pero ese poder era el monarca. ¿Volveremos a ella en Euskadi y volveremos a otorgar el poder arbitral al rey?

Como no puedo creer que nuestros nacionalistas sean de verdad tan ignorantes, sólo puedo achacar su desbarre en el tema a la pasión partidista que les ciega. Y, ciertamente, puedo entender esta pasión hasta cierto punto, dada la eficacia simbólica que tiene la imputación de Ibarretxe para alimentar el eterno victimismo que tan bien utilizan. Como dice el profesor Solozábal, «el nacionalismo es una ideología para tiempos de excepción que tolera mal la normalidad y el sosiego; parece que le es inherente la tendencia a la excitación y la tensión permanentes, y está siempre a la búsqueda de causas y estandartes para la movilización». Así es, y así debemos padecerlo. Pero, junto a ello, no parece demasiado pedir a los políticos nacionalistas un poco de reflexión serena sobre el daño que causan al sistema democrático que realmente tenemos, al que tenemos aquí y ahora (no al sistema ideal que cada uno lleve en su cabeza) con actuaciones como ésta. Que piensen que no deslegitiman a dos o tres jueces concretos con sus manifestaciones, que deslegitiman al sistema completo. Y que no tenemos otro disponible para cuando entre todos lo hayamos arruinado.

Creo que la actuación del Tribunal Superior de Justicia en este caso es equivocada. Lo he escrito. Creo que tarde o temprano será corregida por el propio Tribunal o por el Tribunal Supremo en vía de recurso, como estoy seguro que lo cree el letrado que defiende a Ibarretxe. Las decisiones de los jueces se corrigen por sus propios cauces y métodos, precisamente porque son los titulares de un poder independiente que está sometido sólo a la Ley, no a la decisión de los ciudadanos ni del pueblo, nos guste o no. Las decisiones de los jueces se pueden criticar, incluso acerbamente, faltaba más. Pero si se me pone en la alternativa de optar entre defender la independencia de los jueces (independencia incluso para equivocarse) o defender el principio de que un gobierno no puede delinquir porque está más allá de la ley, me coloco sin dudar del bando de los jueces. Nos va en ello nuestra democracia (liberal).

'Postscriptum': me llega noticia de que la mayoría parlamentaria en Madrid ha dado a luz una nueva y fértil doctrina, la del 'paternalismo sanitario', según la cual se puede silenciar a la minoría para evitar que los ciudadanos se crispen y aumente su tensión sanguínea. Me pregunto si podrá aplicarse también a los tribunales esta nueva versión del bozal parlamentario. Por si acaso, añado otro título: 'Mejor crispados que silenciados'.

J. M. Ruiz Soroa, abogado.