Mejor un rescate democrático

No hacía falta que una multitud rodeara el Congreso para advertir que algo va mal en nuestro sistema democrático. Pero ahora han saltado las alarmas. Mientras se alarga la tensa espera para que el Gobierno solicite formalmente el rescate, se agrava cada día la salud de nuestro sistema democrático. La crisis del euro está resultando ser un test de vida o muerte. Pero ¿cuáles son los síntomas del paciente?

A nivel doméstico el Gobierno de Rajoy tiene una legitimidad de origen rotunda para llevar a cabo sus políticas: la victoria electoral de su partido con mayoría absoluta. Sin embargo, en cuanto a la legitimidad en ejercicio, aquella que identifica las políticas adoptadas con la aceptación de la mayoría, Rajoy tiene un suspenso. Las políticas de recortes de gasto y subidas de impuestos no solo son impopulares, sino que no fueron contempladas en el programa electoral del PP y algunas -como la subida del IVA- fueron expresamente descartadas.

A nivel europeo, la crisis ha agudizado el tradicional déficit democrático de la UE. Históricamente, para compensar el aumento de competencias cedidas a Bruselas se optó por aumentar el poder del Parlamento Europeo, única institución europea elegida directamente por los ciudadanos. Así, desde la aprobación del Acta Única Europea de 1986 hasta el reciente Tratado de Lisboa el Parlamento se ha convertido en auténtico ganador y trata de tú a tú al Consejo y a la Comisión.

Pero la crisis ha demostrado las limitaciones de este esquema. El Consejo, gran protagonista de las ya famosas cumbres para salvar el euro, ha abducido al Parlamento, que tiene debates vivos sobre la crisis pero influye poco. El Consejo, por otro lado, ha quedado a las órdenes de Berlín. La Comisión tiene todavía pendiente explicar a los europeos un plan que impulse y complete el mercado único, al estilo del libro blanco de Jacques Delors de los años 80. Por último, el Banco Central Europeo, cuya seña de identidad es su independencia, no goza, claro, de ninguna legitimidad directa.

Como resultante de este esquema, en España nos pasamos el tiempo pendientes de decisiones providenciales tomadas por líderes que en algunos casos han sido elegidos por otros ciudadanos (alemanes en el caso de Merkel) o por dirigentes que, sencillamente, no lo han sido (Mario Draghi). Y sin embargo, los españoles, impotentes, solo tienen a su alcance para protestar a quienes les representan en el Congreso.

La reciente decisión de Draghi de comprar bonos produjo cierto alivio en nuestra economía, pero no debe ocultar una pregunta: ¿para qué elegimos a presidentes de Gobierno si al final nuestro futuro viene dictado por agentes externos? Si Rajoy confiesa que hace lo que no querría hacer porque la realidad dicta sus decisiones, ¿qué sentido tiene que los ciudadanos le voten?

Nuestro salvador Draghi nos pondrá, además, condiciones aún por descubrir. La escenificación de los hombres de negro visitando capitales de países en dificultades es una imagen especialmente cruel para este deterioro democrático. Llegan a su destino, analizan los presupuestos y después se marchan para emitir un dictamen desde la distancia, al margen de la opinión y con absoluto desinterés por las consecuencias sociales de sus recetas. La troika tiene una sensibilidad para el drama social a prueba de bombas.

Por si estos males fueran pocos, se suma también otro genuinamente español. Hay una mancha de tinta negra que se extiende por nuestro sistema cuyo epicentro son las cajas de ahorros. Algunas, en quiebra tras una mala gestión acompañada de desorbitadas remuneraciones e indemnizaciones para sus directivos. Y otras, con respiración asistida facilitada por préstamos públicos. Comienzan a faltar camas en algunos hospitales, pero a los banqueros siempre se les da una segunda oportunidad.

Ante el sonrojo ciudadano, los partidos deben hacer todo lo posible por denunciar esos abusos, pero -como ha quedado patente en la comisión del Congreso que investiga a Bankia- su interés es limitado. El dilema al que se enfrentan no es fácil: para salvar la cara al sistema deben hacer limpieza, pero para lograrlo saldrán aún más dañados. Su inacción es, en todo caso, la peor de las estrategias: les consolida como parte del sistema que está en caída libre y, siguiendo con la imagen del Congreso, les atrapa dentro sin poder salir a mezclarse con una sociedad indignada.

El coste de salvar el euro y mantener a España dentro supone un sufrimiento social considerable y también un deterioro democrático peligroso. Por nuestros esfuerzos quizá lo logremos, pero, de seguir así las cosas, se hundirá todo lo demás.

Carlos Carnicero Urabayen, Politólogo. Máster en Relaciones Internacionales de la UE, London School of Economics.

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