Mejorar la democracia

Últimamente, es difícil abrir las páginas de un periódico sin encontrar propuestas dirigidas a regenerar la democracia. No dudo que nuestra democracia esté aquejada de algunos males. Ahora bien, tampoco cabe descartar que ciertas dolencias denunciadas sean, más bien, dolores reflejos originados por el mal funcionamiento de otras piezas del entramado constitucional. Antes de curar, pues, es conveniente realizar un buen diagnóstico, no vaya a ser que la precipitación en la medicina, lejos de mejorar, empeore la salud del paciente.

Lo que sigue ni son propuestas concretas ni axiomas, sino, más bien, puntos de partida. Se los presento al lector como meros postulados, más basados en el sentido común que en razones teóricas, con mera finalidad de centrar la búsqueda de soluciones.

Primer postulado: distinguir lo que es democracia de lo que no lo es. Aunque este enunciado parece muy especulativo, lo que propone tiene un carácter muy práctico. No se trata, pues, de entrar a dilucidar si la democracia es más que mero procedimiento electoral o de debatir sobre las ventajas e inconvenientes de la democracia directa. Creo que estos temas son importantes, pero es más urgente distinguir las deficiencias que afectan a nuestra democracia de los problemas que inciden en otros elementos de nuestro sistema constitucional, como son la división de poderes o el Estado de Derecho.

El excesivo uso del decreto-ley en esta legislatura está propiciado, sin duda, por la mayoría absoluta del partido en el Gobierno. Pero esta invasión del ejecutivo sobre el legislativo también habría sido posible con un Gobierno de coalición, por lo que no es un problema de resultados electorales. Deriva, más bien, de los retrasos del Tribunal Constitucional a la hora de dictar sentencia y de su generosa interpretación de la “extraordinaria y urgente necesidad” que el art. 86.1 la Constitución presupone para que el Gobierno haga uso de un poder cuyo titular natural es el Parlamento.

Plantear los casos de corrupción como problemas de la democracia también me parece un error de óptica que puede tener consecuencias severas. Cualquier cargo público puede caer en la tentación de conductas intolerables, como cobrar comisiones o apropiarse de fondos. Pero sólo podrá hacerlo si el Estado de Derecho no funciona, esto es, si las normas dejan resquicios para esas prácticas, si el control previo de la intervención no es operativo y si los órganos de fiscalización externa, como el Tribunal de Cuentas, carecen de medios para perseguir estas conductas. Para enfocar la corrupción, pues, no hay que modificar nuestra democracia, sino perfeccionar el ordenamiento y robustecer el control jurídico para prevenir y sancionar las infracciones. Y esto no es democracia, sino Estado de Derecho.

Segundo postulado: para regenerar la democracia, el mejor camino es confiar en ella. Algunas de las propuestas que se están barajando, lejos de favorecer la democracia, parecen destinadas a ponerla todavía más en entredicho. Quizá muchas de ellas estén hechas de buena fe, pero las buenas intenciones no bastan, sobre todo cuando dichas medidas provienen de personas con gran capacidad de influencia, sean del Gobierno o de la oposición.

Algo se dirá después de la reforma del sistema electoral. Ahora conviene resaltar que no es bueno para la democracia culpabilizar de los males que la aquejan a las únicas instituciones elegidas por todos los ciudadanos y en la que están presentes no sólo la mayoría sino también la minoría, esto es, los parlamentos. Seamos sinceros, las críticas a las retribuciones y privilegios de los parlamentarios o a su lento funcionamiento no siempre son desinteresadas. Cuanto menos prestigio tenga el parlamento, menos control de la oposición y más poder para la mayoría y para el Gobierno que se sustenta en ella.

Y, con respecto a las propuestas de miembros para órganos constitucionales, creo conveniente subrayar que los responsables últimos de la “repartija”, en un expresivo término peruano, no son los parlamentos sino los partidos políticos, que pueden dominar cualquier otro comité, por muy de expertos que pretenda ser. Más que cambiar los sistemas de designación, la solución está en que los partidos tengan altura de miras y, al designar cargos para las instituciones, piensen más en el interés general que en los próximos resultados electorales.

Tercer postulado: para mejorar la democracia, lo más efectivo es reformar los partidos políticos y acrecentar la responsabilidad (política y social) de los cargos públicos. No estamos en la mejor democracia posible, eso está claro y, desde luego, creo que sería preciso mejorar la elección de representantes o incorporar nuevas instituciones de democracia participativa. Pero no creo que estas deficiencias hayan originado la crisis en la que nos encontramos.

Los partidos políticos siguen siendo los nervios del sistema democrático, pero están perdiendo capacidad para llevar la opinión de los ciudadanos a la vida del Estado. Se impone, pues, incrementar su permeabilidad a nuevas personas e ideas, abriendo cauces que no vayan del partido a la sociedad sino de la sociedad al partido, como son las elecciones primarias abiertas o la incorporación de formas de participación a través de Internet. Y en ese ámbito los experimentos no son tan arriesgados como en otras esferas de lo público, porque los partidos sólo ejercen poder directo sobre los ciudadanos a través de las instituciones.

Por último, me parece imprescindible hacer efectiva la responsabilidad de los poderes públicos proclamada en el art. 9.3 de la Constitución. En un sistema democrático, los gobernantes no sólo responden ante el parlamento, sino también ante la opinión pública, porque son los ciudadanos quienes votan y mantienen con sus impuestos a todos los poderes públicos. Es, pues, inaceptable que los partidos políticos toleren la permanencia en el cargo de personas cuyas conductas, aunque no sean antijurídicas, son éticamente intolerables para la mayoría de los ciudadanos.

Nuestra democracia es representativa, pero eso no significa que quienes desempeñan cargos públicos puedan utilizar mal el poder que se les ha atribuido. Desde luego, los grandes teóricos de la representación descartaban esa impunidad.

Benjamin Constant, en su famoso Discurso sobre la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos, dictado en 1819, afirma que “los pueblos, que con el fin de gozar de la libertad que les conviene, recurren al sistema representativo, deben ejercer una vigilancia activa y constante sobre sus representantes y reservarse, en épocas que no estén separadas por intervalos demasiado largos, el derecho de apartarles si han equivocado sus votos y de revocar los poderes de los que han abusado”.

Paloma Biglino Campos es catedrática de Derecho Constitucional en la Universidad de Valladolid.

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