Mejores partidos para salir de la crisis

La dirección del PSOE ha anunciado que planteará una reforma de la Ley de Partidos para regular su funcionamiento interno. Si el PSOE se propone elegir a sus líderes mediante primarias, es decir, aplicando el criterio de “un afiliado un voto”, un sistema claramente más participativo y con más capacidad movilizadora que el actual, que se aplique por ley a todos los partidos sin duda mejoría el funcionamiento de nuestro sistema democrático.

El PSOE tiene experiencia en primarias. En 2000, Almunia promovió la votación directa de los afiliados para elegir al candidato socialista a la presidencia del Gobierno. Ganó Borrell, quien poco después dimitió acosado por una estructura de partido que no estaba preparada para dos líderes y dos legitimidades; la del secretario general con el apoyo del aparato, y la del candidato que contaba únicamente con la simpatía de los afiliados que le habían votado. Almunia impulsó las primarias de forma táctica para afrontar unas difíciles elecciones generales y llenar el hueco que la dimisión de Felipe González había provocado en el PSOE. Tras la dimisión de Borrell, Almunia fue el cabeza de cartel y las elecciones se resolvieron con la primera mayoría absoluta del PP. El PSOE enterró las primarias.

Mucha gente piensa que Zapatero fue elegido en primarias, pero no es cierto. Su campaña frente a Bono generó la misma movilización y expectativas que unas primarias, pero en realidad se luchaba por el apoyo de los delegados que, contra todo pronóstico, eligieron a Zapatero secretario general por apenas nueve votos. Esto fue así gracias a otra innovación electoral: que los delegados presentes en el congreso votasen de forma individual y secreta, y no en representación de sus federaciones como marcaba la tradición.

Es algo demostrado que el sistema de elección determina en buena medida el perfil del ganador, por lo que motivos tienen quienes argumentan que Carme Chacón habría sido secretaria general si, en lugar de un congreso de delegados, su elección hubiera estado en manos de los afiliados.

Pero lo relevante para el futuro inmediato es que, tal como el PSOE plantea la reforma de la ley de partidos, ni siquiera parece un movimiento táctico sino una simple respuesta a un conflicto interno. El PSOE se ha visto obligado a abrir el debate sobre la elección del líder, cuando pretendía, no sin razón, centrar la atención del electorado en los errores del Gobierno. Por tanto, cabe preguntarse, si el PSOE aprovechará la ocasión para impulsar un cambio institucional en su propia organización que le vuelva a situar en vanguardia de las organizaciones políticas. Y digo vuelva, porque durante la transición los entonces jóvenes dirigentes socialistas supieron resolver la tensión entre la conservadora dirección en el exilio y unos líderes sociales que exigían cambios políticos para los que no estaba preparada la sociedad española. La respuesta en aquella ocasión no fue programática. Fue organizativa.

En 1982, año de la primera victoria socialista, no ganó el mejor programa, ni la organización más numerosa y con mejores cuadros (sin duda el PCE) sino una organización que, a base de no ser nada en media España, permitió a miles de activistas (hoy los llamaríamos así) utilizar un joven y a la vez, venerable partido, para dar expresión a su visión de España. Fue del partido socialdemócrata alemán de quien se aprendió a organizar campañas movilizando electores y esas innovaciones, electorales primero y orgánicas después, fueron imitadas por el resto de los partidos para poder competir con posibilidades. El PSOE que rompió con la clandestinidad era una organización tan débil, tenía tanto que aprender y necesitó a tanta gente, que aun a riesgo de traicionar los orígenes, permitió a varias generaciones hacer de ella una herramienta de cambio social.

Tienen razón los que dicen que, aun con la gravedad que supone la corrupción, el principal problema de España no es el funcionamiento de los partidos. Con uno de cada cuatro españoles que quieren trabajar en paro y con unas instituciones que han renunciado a dotar de seguridad, cohesión y sentido de futuro a la sociedad, quizás deberíamos centrarnos en resolver el funcionamiento de la economía, el sistema financiero y las instituciones. Es cierto que millones de familias esperan del Gobierno y de la oposición acuerdos sobre sus problemas. Pero si los partidos no funcionan no podremos arreglar ninguno de los graves problemas de nuestro país.

Y los partidos no funcionan porque, a diferencia de lo que ocurrió en la Transición, ya no sirven como instrumento de cambio para nadie, pese a que la sociedad española está hoy más preparada y dispone de más talento y capacidad para resolver esta crisis que en ninguna etapa anterior. El problema es que la progresiva transformación de los partidos en coaliciones de cargos electos ha hecho que ese talento esté bien lejos de la política. El problema es que los jóvenes están convencidos, sea cierto o no, de que su futuro no pasa por las decisiones que adopten las instituciones. El problema es que cualquier movimiento social, desde las plataformas antidesahucios, las mareas de defensa de la educación o la sanidad, u otras de signo contrario como las de defensa de la vida o los valores religiosos, no esperan de partidos e instituciones marcos de convivencia y cohesión razonables, sino excusas para la confrontación.

Lo que necesitamos para salir de la crisis no es menos política, sino mejor política y mejores partidos. Para lograrlo debemos reformar por ley su funcionamiento. El funcionamiento interno de los partidos no es un asunto privado, sino de calidad democrática como exige la Constitución sin que, en 35 años de democracia, ninguna Administración, incluida la de justicia, haya velado por su cumplimiento. Ni siquiera el uso de los fondos con los que los partidos se nutren, mayoritariamente públicos, ha estado sometido a inspección independiente alguna, haciendo posible los episodios de corrupción más vergonzantes.

Limitar el acceso individual o colectivo a la afiliación o a una participación política de calidad, es vulnerar un derecho constitucional que debería ser defendible en los tribunales. Los procedimientos de elección de líderes internos y, sobre todo, los procesos de selección de candidatos electorales cumplen una función social imprescindible para el funcionamiento democrático. Su organización no solo debería ser democrática y transparente, sino que debería estar sometida al control y la regulación pública, y no únicamente al arbitrio de quienes han sido elegidos o aspiran a serlo. Lo que ha funcionado en la Iglesia católica, aquello de que los cardenales eligen al papa y este a los cardenales, no siempre es bueno para la democracia.

No se sorprenderá el PSOE si encuentra escaso interés en el PP y en el resto de los partidos para impulsar estos cambios, incluso si encuentra escaso interés entre sus propios dirigentes. Ni en esta ni en la siguiente legislatura habrá una reforma significativa de la ley de partidos, salvo que los acontecimientos sociales se precipiten y nos encontremos en un proceso cuasi-constituyente.

Es mucho lo que está en juego. Cuando la política se bloquea, las derivas a la italiana aparecen, por lo que la incapacidad de los partidos de reformarse a sí mismos, lejos de un freno, debería suponer una oportunidad, una ventaja competitiva para los socialistas. De nuevo, el PSOE es una organización que tiene mucho que aprender y, como ya hizo tras abandonar la clandestinidad, debería innovar, transformar sus formas de organización y su tecnología, pero no solo para abrir sus puertas, sino para inventar otras nuevas, anticipándose a la ley y al resto de los partidos.

Joan Navarro es sociólogo y vicepresidente de asuntos públicos de Llorente&Cuenca.

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