Mejores que nosotros

Por José María Guelbenzu, escritor (EL PAÍS, 06/03/03):

El hombre que miraba a los seis supervivientes subsaharianos de la patera perdida en el mar durante 14 días, tirados en el suelo, consumidos, se acercó a uno de ellos, el que parecía en condiciones de abrir los ojos y balbucir algo. En sus ojos vio el terror y de sus labios escuchó las dos primeras frases que balbucían aquellos desdichados; algo parecido a: "¿Dónde estoy?", y, acto seguido, al alcanzar la primera capa de su conciencia: "No expulsión, no expulsión". El hambre, el castigo, la cárcel, el viaje azaroso eran miedos de segundo orden ante el gran miedo, el que lo aniquilaba como persona: ser expulsado.

Uno se pregunta cómo se llega a colocar ese miedo por encima de cualquier otra amenaza, incluida la muerte física que acabó con tantos en mitad del mar, que es el final de todo, y hay una respuesta que es tan antigua como la raza humana. Cuando uno de estos inmigrantes se pone en marcha, se pone en marcha mucho más que su persona; se pone en marcha una familia entera hipotecada hasta sus últimos recursos para enviar al más sano, valiente o audaz de sus miembros con la misión de empezar a salvarlos a todos de la miseria; el del que salta a la patera no es un proyecto vital personal, sino el de toda una familia, un grupo, un clan. Y la vuelta al origen es el fracaso no de una intentona, de una simple aventura, sino de toda una vida y de todo un futuro, porque tras ese hombre o mujer que se embarca a ciegas, con el solo equipaje de su valor personal y la deuda adquirida por el resto de los miembros de su grupo, está el futuro de todo un clan familiar, y si el nombrado salvador falla, es el desastre de todos, no sólo el suyo. Por eso resisten como resisten. Catorce días perdidos en el mar, si hace falta, y arrojando día a día por la borda cadáveres de compañeros. Es preferible morir que regresar; es preferible morir que ser expulsado. La expulsión es peor que la muerte. No sé si nos damos cuenta cabal de lo que esto significa.

Ahora sabemos que las nuevas leyes acerca de la inmigración dictadas por el Gobierno incluyen eso que se llama expulsión a las cuatro faltas cometidas. Veamos el escenario: un inmigrante llega, consigue o no papeles -más bien no-, busca un trabajo como sea, se siente en tierra hostil o insegura, intenta ser un fantasma o no llamar la atención, su esperanza es un día a día... y sabe que, si es denunciado por alguna de las tipificadas faltas, en cuanto sume cuatro es expulsado. ¿Eso es vivir? ¿Eso deja algún margen de confianza? Armar ruido y ser denunciado es una falta. Madrid, por ejemplo, es un hervidero de ruidosas terrazas y bares de copas que impide descansar a numerosos vecindarios, pero conseguir el cierre o reajuste de alguno de esos locales es una labor ímproba. En cambio, denunciar a unos inmigrantes que han conseguido a duras penas que alguien les alquile un piso porque hacen ruido es muy sencillo. Los inmigrantes tienen que divertirse en silencio, tienen que pasar desapercibidos, en este ejemplo y en otros muchos, si no quieren ser denunciados. Un simple altercado en la calle que siga a una mala contestación puede ser denunciado; una protesta por un caso de explotación laboral falta de toda garantía puede acabar en denuncia; un español achulado, por el simple hecho de ser ambas cosas, puede empezar a provocar la cadena de faltas que terminan en la expulsión de alguien que ha venido a salir de la miseria porque a él no se le sube nadie a las barbas, y menos un indio de ésos.

Entretanto, no se sabe por qué arte de magia, cualquier extranjero perteneciente a alguno de los cientos de bandas u organizaciones criminales que tenemos por aquí de un tiempo a esta parte, entran y salen como quieren, disponen de casas, pisos, coches, empresas-tapadera, pasaportes falsos, armas, etc. Ésos no parecen tener problemas con el vigoroso filtro que el Gobierno establece para los que vienen por trabajo. Estos últimos han de esconderse, tragar con lo que sea, disimularse para no ser vistos... Y, sin embargo, la mayoría de ellos lo único que desea es integrarse, que sus hijos estudien, que vayan más guays que nadie, que no se les note el acento, que enraicen de algún modo y sigan aquí, en la tierra prometida. Porque si la experiencia humana sirve de algo, ésta dice que aquellos que pisan el suelo incierto de un espacio ajeno y hostil en el que tienen que intentar sobrevivir por ellos y por sus familias, lo que mayormente desean es integrarse en ese espacio, no aislarse, sino integrarse; el aislamiento comienza cuando son rechazados y se ven obligados a refugiarse entre otros como ellos; pero ellos no quieren ser extranjeros ni refugiados, quieren ser españoles y no hay español más español ni americano más americano que aquel que consigue ser admitido en la nueva tierra. Es lo que se llamaba antes la fe del converso. Pero, claro, para eso hay que ocuparse de integrarlos.

Pero es que, además, los inmigrantes no son rentables para los políticos porque no votan, así que integrarlos es dinero tirado sin fruto inmediato. Eso no quita para que en España deba de haber al menos cien mil inmigrantes que trabajan clandestinamente y no cotizan a la Seguridad Social: ¿qué explicación política tiene este hecho demencial? Los políticos, tanto unos como otros, aunque sean más machos que el hombre lobo, están enzarzados en una carrera de gestos amistosos hacia los homosexuales, por ejemplo. ¿Por qué? ¿A cuento de qué si ayer mismo los despreciaban de la peor manera? Porque son españoles, tienen DNI y votan. Los inmigrantes no votan, no tienen acceso a ese pequeño papel plastificado. Si lo tuvieran, ya veríamos cómo cambiaban las cosas. Lo tremendo del caso es que éste, que ha sido un país de emigrantes, ahora lo es de inmigrantes y no sabemos hacer frente a un asunto que antaño fue el futuro de tantos y tantos españoles acuciados por el hambre. Se ve que con la riqueza y el confort lo primero que se atonta es la conciencia.

Lo que va calando con todo esto en nuestra sociedad es la idea de que los inmigrantes son "otra clase de personas" a las que una ley de higiénica apariencia, pero injusta, miope y arbitraria, las condena a una especie de pena de muerte civil si no se someten a nuestro satisfecho modo de vida. Y como sustraer la individualidad del otro es lo que te permite generalizarlos y despreciarlos, el ahondamiento en la diferencia va a más. ¿Qué político se atrevería ahora, pregunto, a ofrecer un plan de integración social del inmigrante en su campaña electoral? Demasiado riesgo para lo caros que están los votos de los españoles. Y así vamos avanzando por la senda de la demonización del otro. Hasta que un día te encuentras con un subsahariano o un centroamericano por la calle y le miras a los ojos. No soy candoroso ni padezco de humanitarismo indiscriminado ni los considero angelicales, sino simplemente lo que son: gente que busca salir de la miseria y es rechazada, antes que por cualquier otra causa, por ser distinto y pobre.

Lo que exigimos al que viene a buscarse un trabajo no lo cumplimos ni nosotros mismos en esta sociedad del bienestar patrio que nos hemos montado. Y llenos de la buena conciencia del que exige a los demás que lo tomen como modelo, aceptamos unas leyes que sólo admitan a quienes sean mejores que nosotros y lo aplicamos a gentes que bastante tienen con ser supervivientes. Nada de echarles una mano: o mejores que nosotros o que se vuelvan a su pueblo. Primero que aprendan, se eduquen, se formen, cononozcan nuestro idioma, nuestras leyes y nuestra manera de vivir. (Eso sí: si traen dinero, que pasen y que olviden las exigencias anteriores). En fin: mejores que nosotros. Lo que desde luego son, ya de entrada, es mejores que nuestra miserable memoria y más fuertes que la ceguera social que los rechaza.

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