Memoria de la Memoria

Muchos de los lectores de esta pieza, quizá la mayoría, llevarán encima pequeños ingenios capaces de refrescar y ampliar en cuestión de segundos sus referencias sobre los personajes y autores que van a ser citados: Ioan Culianu, Arthur C. Clarke, Giordano Bruno, Frances Yates, Ernst Gombrich, Sandro Botticelli, Marsilio Ficino, Lorenzo de Pierafrancesco de Médicis y Simónides de Ceos.

La digitalización y la hipertextualidad coronan un proceso de siglos que principia con la aparición de la imprenta y que culmina con la materialización de prodigios similares a la magia, en el sentido profundo que le otorgan estudiosos del Renacimiento como Ioan Culianu (Eros y magia en el Renacimiento), y también en el sentido al que alude Arthur C. Clarke, autor de 2001: Una odisea en el espacio. Reza la llamada Tercera ley de Clarke: «Cualquier tecnología lo bastante avanzada es indistinguible de la magia».

Entre el fin de la magia del Renacimiento, arte ultimada por la Reforma y la Contrarreforma, y la consumación de la magia digital masiva se podría tender un puente que atravesara medio milenio. Ambos estribos descansarían sobre la memoria artificial, como veremos. Pero un puente entre los siglos XVI y XXI desafía equívocos quizá insuperables. Examinaremos uno:

Para el moderno conocimiento convencional, el Renacimiento es una explosión de racionalidad; rompe con las edades oscuras y empuja a la ciencia hacia su sentido actual, empírico y metodológico. La Iglesia se habría empeñado en acabar con todo eso, en regresar a la oscuridad, manteniendo un pulso de siglos con el pensamiento científico, con el pensamiento crítico, con las luces. La figura de Giordano Bruno sería paradigmática: el astrónomo que, enfrentado a la ortodoxia eclesiástica, acaba en la hoguera.

Sin embargo, para la historiadora y erudita del Renacimiento Frances A. Yates, «mirar a Bruno como un filósofo del Renacimiento, en el sentido de alguien que se rebelaba contra el medievalismo en nombre de la ciencia moderna, es posiblemente una distorsión de su verdadero lugar en la historia del pensamiento». (Ensayos sobre Giordano Bruno en Inglaterra). Por su parte, escribe Culianu: «Por un extraño error óptico, se vio en Giordano Bruno el paladín del futuro, de la Europa franc-masona y liberal, mientras que este monje napolitano exclaustrado no fue más que uno de los últimos defensores encarnizados de la cultura de la edad fantástica».

La mayor parte de la obra de Bruno se ignora. Digamos que estudió con profusión la magia, estableciendo su taxonomía. Muchos entienden que en la hoguera romana donde fue quemado vivo ardió la razón. Eminentes historiadores creen que fue la magia la que ardió. Bruno dejó un Arte de la memoria tributario de la tradición hermética. Tomó el zodíaco y cambió los animales por símbolos abstractos. Insuflar una gran carga de sentido a imágenes simbólicas que operan sobre la memoria y los afectos del hombre es una preocupación típicamente renacentista.

Ernst Gombrich, acaso el mayor historiador del arte, redactó su Imágenes simbólicas marcándose como objetivo la rehabilitación de una «vieja idea de sentido común: una obra significa lo que su autor pretendió que significase». Y definió su propia misión (la del historiador) en términos inequívocos: «Determinar el significado preciso de los símbolos utilizados por el artista». Y vaya si lo hizo. Al punto de explicar La primavera de Sandro Botticelli como una obra ajustada de forma minuciosa al programa elaborado por Marsilio Ficino. Laprimavera se pintó para el jovencísimo Lorenzo de Pierafrancesco de M édicis. Ficino encarga el cuadro a Botticelli mientras guía en su adecuada exégesis a Lorenzo en cartas repletas de claves astrológicas. Crípticamente, está seguro de mover a Lorenzo hacia la virtud a través del enamoramiento, de la fascinación por la belleza femenina que plasmará Botticelli.

Las imágenes simbólicas son consustanciales al arte de la memoria, de la mnemotecnia, de la memoria artificial, denominación que preexiste en mucho a las connotaciones tecnológicas que hoy suscita. En el hombre completo, no es posible separar el ejercicio de la memoria del desarrollo de sus otros atributos. Sin memoria no hay integridad. Al crecimiento artificial de la memoria le convienen los símbolos, pero estos invaden con su significado las otras facultades del alma.

Alguna razón habrá para que la memoria artificial (en su acepción pretecnológica: la memoria vigorizada mediante ejercicios mnemotécnicos) haya ocupado a tantos pensadores durante tanto tiempo. La reflexión es relevante dado el desprestigio contemporáneo de lo memorístico, resultado en parte de las visiones pedagógicas imperantes (hijas del mayo del 68, pero con abuelos), y consecuencia sin duda de la gran paradoja: la ciencia oculta que trabajaba con y desde la memoria, hoy trocada en una tecnología que permite mantener dormida a la madre de las musas. Mnemósine vive en la nube.

¿Cómo tratar esta malévola facilidad que lo pone todo a nuestro alcance mientras nos vacía? Hay un largo y frondoso debate sobre el descrédito de la educación memorística, pero en él no se rozan siquiera las implicaciones trascendentales. A nadie se le ocurre relacionar la moral con la memoria, por ejemplo. No estemos tan seguros de que tal conexión no exista; la escolástica veía en la memoria una parte fundamental de la prudencia, virtud cardinal. Volviendo a Yates: «En la época anterior a la imprenta, el adiestramiento de la memoria era de extraordinaria importancia; y, por otro lado, la manipulación de imágenes en la memoria ha de involucrar, en cierta medida, a la psique como un todo».

¿Recordará el lector esta página? Hace dos mil quinientos años, Simónides de Ceos inventó la mnemotecnia con ocasión de la tragedia sucedida en un banquete. Durante siglos, el arte de la memoria fue ubicado en el campo de la retórica. Más tarde, a rastras de las figuraciones (lugares evocados, imágenes poderosas, símbolos) que la técnica exigía, la memoria se entrelazó con las artes, la magia, el hermetismo. Hoy día —ahora mismo— podemos hallar sin levantarnos del asiento centenares de estudios sobre las obras aquí citadas. Incluso alguna de esas obras íntegra. Como siempre estarán a mano, pueden esperar. ¿Y nosotros?

Juan Carlos Girauta, periodista.

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