EL Viernes Santo la Iglesia enmudece todos los años ante la Cruz del Señor. Hoy la liturgia se centra en el símbolo por excelencia de la pasión y muerte de Jesús, el Hijo eterno de Dios. En la adoración de la Cruz, seguida de la comunión, converge, en nuestros templos, la proclamación dialogada de la pasión según San Juan y la oración universal de la Iglesia por el mundo entero. La piedad popular vibra también hoy por toda España en las silenciosas procesiones que acompañan por las calles de pueblos y ciudades las imponentes tallas de los Crucificados de Gregorio Fernández, Juan Martínez Montañés o de otras muchas gubias más recientes y de nuestros días. En la liturgia y en la piedad, el Pueblo de Dios no se cansa de hacer memoria de la Pasión del Señor, muerto en la deshonra del suplicio más infame ideado por los hombres. «¡Una muerte de Cruz!», exclama con admiración un himno litúrgico de los primerísimos años, recogido por San Pablo en su Carta a los Filipenses.
La Cruz es infame y gloriosa a la vez. Es infame para el mundo, que querría verla desaparecer. Es gloriosa para la Iglesia, que la rememora sin cesar. El mundo desprecia el dolor que él mismo ha causado. La Iglesia venera la compasión de Dios con el sufrimiento de sus hijos.
El mundo que rechaza la cruz es el misterioso adversario de Dios. La bella creación del Omnipotente, en cambio, acoge la Cruz con alegría, junto con la Iglesia. El mundo yace bajo el poder del « padre de la mentira » , que ha hecho creer a la Humanidad que Dios tiene envidia de ella. Es un juicio falso que lleva consigo el orgullo satánico de ponerse por encima del Creador. ¡Qué ridícula resulta, en el fondo, la soberbia que llama a juicio al mismo Dios! Pero más que risible es en realidad trágico ese misterioso orgullo que, por estar en el origen del pecado y de la muerte, ha tratado de convertir a la historia en un valle de lágrimas.
La Cruz que adora la Iglesia y de la que se alegra la Humanidad entera es, en cambio, la última prueba del verdadero poder de Dios. El Omnipotente es ciertamente impasible, pero está muy lejos de ser incompasible. El Creador puede y quiere padecer con sus criaturas. ¡Dios, en la carne! ¡Este sí es un gran misterio, el Misterio santo, oculto en la eternidad y revelado por Jesucristo en el tiempo de la Iglesia! Sí, Dios previó desde siempre que Él mismo, sin confundirse con el hombre, se iba a unir personal e indisolublemente con él, en la persona del Hijo eterno, asumiendo en plenitud la condición humana –la carne– con el consentimiento de María, la Virgen, la nueva Eva. Ese fue el designio eterno de creación y redención, a un tiempo.
Rechazar y ocultar la Cruz de Cristo no sólo es cerrar la puerta al conocimiento y a la veneración de Dios como el Amor omnipotente, es también abrir el campo a tantas y tantas falsedades que, puestas en el lugar de la verdad de Dios, se convierten en ídolos que esclavizan a los hombres y los llevan a lo absurdo de un vivir y de un morir sin sentido. Hacer memoria de la Pasión es, en cambio, abrir la puerta de la libertad y de la esperanza, gracias a la superación del pecado y de la muerte que Dios mismo nos ofrece por ese medio.
Este precisamente fue el punto focal de los Ejercicios Espirituales que el cardenal Bergoglio, hoy Papa Francisco, nos dio a los obispos en Madrid, en enero de 2006. Él ha tenido la bondad de permitir la publicación de aquellas meditaciones, que, para provecho de todos, acaban de ver la luz como libro, bajo el título de En Él solo la esperanza.
«¡Ay de los pastores que evitan la cruz!», nos decía entonces el cardenal a los ejercitantes. ¡Ay de ellos!, porque se amoldarán a los pensamientos y a los modos de vida mundanos. Huirán de «la bandera de la Cruz», es decir, se apegarán a sus riquezas, materiales o espirituales; buscarán por encima de todo, sutil o abiertamente, el aplauso y la fama; y siempre, en el fondo, alimentarán el yo orgulloso, del que proceden todos los vicios y pecados. En cambio, los que se abrazan a la Cruz, hallan en ella el criterio seguro de discernimiento de la autenticidad de su vida cristiana y de su libertad espiritual. Son criterios duros de oír para el mundo: pobreza, desprecios y humildad. Pero son los que corresponden al camino de la compasión de Dios y de la omnipotencia de su Amor.
Hacer memoria de la Pasión del Señor es el oficio más alto de la Iglesia: es la Eucaristía. Es la cumbre de su Liturgia. La pasión culmina hoy, Viernes Santo, en la Cruz del Calvario. Su gloria se manifestará el Domingo de Pascua, cuando el Crucificado se levante del sepulcro para nunca más morir. Es la victoria definitiva de la Vida. Pero no es el olvido de la Cruz. ¡Es su triunfo!
Algunos han hecho filosofía acerca de un «Viernes Santo especulativo» en el que, reconducido a su supuesto contenido meramente humano, se encerraría el verdadero sentido del antiguo mito del dios que muere y resucita, cuya última versión sería el «Viernes Santo histórico» del Calvario. En realidad, tales filosofías son una versión más del antiguo orgullo de la razón, del que – según el mismo Hegel– hace gala precisamente aquel que se obceca en «no permitir» que el verdaderamente Infinito se revele allí donde Él mismo quiere hacerlo: en la carne crucificada y gloriosa del Señor.
Hacer memoria de la Pasión es permitir que la razón sea redimida de su orgullo y liberada para ejercitar toda su potencia de conocer la verdad especulativa y práctica. El Viernes Santo histórico, teológicamente comprendido y vivido, es el único que, en medio de las desolaciones de este mundo, ha abierto y abre a los hijos de Eva el camino de la Luz, de la Esperanza y del Amor.
Antonio María Rouco Varela, cardenal-arzobispo de Madrid-
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