Memoria de las víctimas

El historiador Tony Judt, a partir de una referencia del poeta Heinrich Heine a la necesidad de pasar por el bautismo para incorporarse de pleno derecho al horizonte cultural europeo, afirma que, tras los crímenes del régimen nazi, el reconocimiento del holocausto es la puerta de entrada en el horizonte cultural europeo. Según el historiador inglés no se puede ser europeo de pleno derecho, no se puede ser culturalmente europeo, no se puede ser demócrata en su radical sentido si no es a través del reconocimiento de lo que significa políticamente el holocausto: le negación de la humanidad del diferente, la negación de su dignidad de ser humano. Por esta razón, el valor constitucional principal de la República Federal Alemana no es el respeto a la vida, sino la inviolabilidad de la dignidad humana de cada ciudadano.

Con todas las distancias debidas, la Ley vasca de Víctimas de 19 de junio de 2008 afirma en uno de los párrafos de su Exposición de Motivos lo siguiente: «Porque el significado político de las víctimas transciende el hecho mismo de ser víctimas… Es ETA la que con su pretensión de imponer su proyecto totalitario y excluyente confiere a las víctimas su significado político, en tanto en cuanto con su eliminación les está negando no solo su derecho a la vida, sino su derecho a la ciudadanía. La restauración de una ciudadanía plena, el reestablecimiento de un orden democrático radical para la sociedad vasca pasa por la negación del proyecto político que instituyó más de 800 razones que lo deslegitiman».

El tiempo va pasando. Los asesinados siguen muertos. Y los verdugos siguen negándose a reconocer la maldad de la historia de terror de ETA, la radical equivocación democrática de su proyecto político. En esta situación, las víctimas se encuentran obligadas a mantener su presencia pública para denunciar que, en una sociedad en la que se hubiera producido una reflexión crítica para asumir su responsabilidad en lo sucedido mientras ETA mataba y aterrorizaba a grupos concretos de la población a quienes consideraba no vascos por definición, sería impensable que los verdugos se atrevieran ni siquiera a celebrar la salida de la cárcel de los presos asesinos como si fueran héroes. Al faltar la reflexión crítica de la mayoría de la sociedad que prefiere aferrarse al fin de la banda como permiso para ignorar lo sucedido durante más de 50 años, los verdugos siguen presentes en las instituciones vascas, son socios de partidos que se llaman democráticos, e incluso algunos creen poder pactar con ellos el futuro político de la sociedad vasca en línea con el proyecto político que exigió más de 800 asesinados.

Las víctimas molestan porque son testimonio viviente, con su reclamación de memoria, dignidad y justicia, del significado político de las víctimas asesinadas. Son testimonio vivo y público de que el futuro político de la sociedad vasca no se puede edificar sobre las líneas maestras del proyecto político que exigió y legitimó todos los asesinatos de ETA. Mientras la sociedad vasca y sus instituciones públicas no sean coherentes en sus hechos con ese testimonio de las víctimas de ETA, éstas no tienen más remedio que estar presentes en el espacio público como recordatorio de lo que no puedes servir de fundamento para el futuro político de la sociedad vasca, la exclusión del diferente, la identidad obligatoria, la negación del ser vasco de todo el que no se someta a la normatividad nacionalista radical.

Las víctimas tienen derecho a dar el paso a laborar en privado su duelo para así poder ir cerrando el círculo del sufrimiento y poder descansar. Pero ese paso requiere como condición fundamental que la mayoría de la sociedad vasca asuma su culpa, su responsabilidad en la historia de terror de ETA. Si es cierto que lo que hacía diferente al terror de ETA era su apoyo en capas mayoritarias de la sociedad vasca, esa responsabilidad no ha podido desaparecer como por arte de magia ahora que ETA ya no mata y afirma que se ha disuelto. La parte de la sociedad vasca que miró a otro lado, que no quiso darse por enterada de lo que sucedía delante de sus narices, no quiso dejarse estropear ni sus fiestas ni sus celebraciones, la parte de la sociedad vasca que sí vio lo que sucedía y lo comprendió o incluso lo apoyó, todos ellos no pueden pasar de mirarse en el espejo de las víctimas y preguntarse: ¿dónde estuve yo mientras todo esto sucedía? ¿qué hacía yo mientras los otros morían, mientras los otros estaban amenazados, mientras los otros tenían que huir, mientras los otros, otros igual de vascos en la misma sociedad vasca pero estigmatizados por el nacionalismo radical, vivían bajo el miedo de ser posible objeto de atentado mortal?

Mientras este proceso de reflexión, este proceso de duelo personal y colectivo no se lleve a cabo en la sociedad vasca, mientras continúe la huida hacia nuestro tan propio, especial y querido bienestar económico-financiero como, en opinión del matrimonio de médicos y psicoanalistas Mitscherlich, hicieron colectivamente los alemanes tras la derrota del régimen nazi; mientras esta huida al éxito de una situación privilegiada de bienestar venga acompañada por una conciencia social anestesiada incapaz de ningún pensamiento crítico respecto a los poderes propios, incapacidad de reflexión crítica ante las verdades dogmáticas suavemente autoritarias que impregnan el pensamiento público –y privado– de la mayoría de la sociedad vasca; las víctimas están condenadas a seguir estando en la palestra pública para seguir molestando al poder establecido y a la opinión hegemónica para recordarles que no todo es posible, que en cada asesinado está instituida también la prohibición de que el motivo de su asesinato, un proyecto nacionalista radical, pueda ser la base del futuro político de Euskadi. Y las víctimas no podrán cerrar el círculo de su duelo, no podrán descansar de su memoria dolorosa y sufriente. Porque todo esto no es cuestión ni de perdones ni de reconciliaciones, no es cuestión de ética o de moral, sino de exigencia democrática radical, de profundizar en la exigencia del respeto a la libertad de conciencia, de la libertad de identidad, de la libertad de sentimiento de pertenencia, exigencias democráticas acrecentadas por la experiencia de la historia de terror de ETA.

Todo lo contrario es lo que está sucediendo a nivel institucional en Euskadi. Partidos políticos y grupos parlamentarios discutiendo sobre la reforma del Estatuto, sobre un nuevo estatus de relación del País Vasco con España buscando una base de más autogobierno hasta llegar al blindaje total de las competencias propias y el establecimiento de una relación confederal con el Estado –relaciones de igual a igual, España Estado nacional, Euskadi Estado nacional–, sin que a nadie se le ocurra ni de lejos pensar qué puede significar todo esto ante las consecuencias del significado político de las víctimas asesinadas, sin que nadie recurra a la memoria de la historia de terror de ETA para iluminar el futuro, para tener presente el contexto en el que debiera estar ubicado todo el proceso de reforma del Estatuto de Gernika.

Esta indiferencia respecto a la historia de terror de ETA a la hora de pensar el futuro político de Euskadi por parte de los partidos políticos y de las instituciones vascas se corresponde perfectamente a la situación de conciencia anestesiada de la mayoría de la sociedad vasca. Un ciego que conduce a otro ciego hasta que ambos caen en la misma zanja. Lo malo de este desarrollo que estamos viviendo con nuestros propios ojos es que ambos, la sociedad vasca con su conciencia anestesiada, y las instituciones vascas con su creencia de que todo es posible después de la historia de terror de ETA como si dicha historia no nos impusiera límites que no podemos traspasar en ningún caso, van caminando en la conciencia de ser la punta de lanza de la democracia mundial, el colmo de la tolerancia y del progresismo, y la satisfacción de encontrarse en el lado correcto de la historia, de la verdad y la moral. Un autoengaño de grandes dimensiones, basado en un olvido efectivo del significado político de las víctimas asesinadas.

No es cuestión de moral o de ética, no es cuestión de equilibrios entre memorias, no es cuestión de avanzar hacia el futuro sin ataduras con el pasado, no es cuestión de tolerancia ante los refugiados, sino de la exigencia de democracia radical en cuanto respeto de la inviolabilidad de la dignidad humana, como respeto de la libertad de conciencia, derecho a ser diferente sin merma de los derechos de ciudadanía, democracia radical como libertad de identidad, como libertad de sentimiento de pertenencia, porque la libertad de conciencia se limita a sí misma en la medida en que no puede subsistir sin reconocer la del otro, un límite que surge desde dentro mismo del principio y no como límite impuesto desde el exterior.

De estas ideas depende la democracia de nuestro futuro, no del mayor o menor número de competencias o de su blindaje, de una autopista más o menos. Lo que está en juego es la base radical de nuestra democracia y el facilitar a las víctimas poder dar el paso a su duelo privado.

Joseba Arregi, ex consejero del Gobierno Vasco, es ensayista.

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