Memoria de Melchor de Palau

Es curioso cómo el azar actúa a veces para dejar en tu mesa de trabajo –o, por qué no, en tu corazón– un nombre, una figura de ayer, olvidada de tantos, pero bien perfilada y relevante en sus días más claros y vividos. Acaba de ocurrirme con Melchor de Palau, que en la segunda mitad del siglo XIX señoreó nuestros círculos intelectuales con nobleza y gallardía, y fue desdibujándose en las décadas siguientes, hasta casi borrarse allí donde brillara.

Generoso, el doctor José Mª Aguilar, biznieto del conde de las Navas (quien fuera Bibliotecario Mayor de Alfonso XIII y miembro de la Real Academia Española), me regaló una postal autógrafa de Palau, dirigida al conde, y conservada en sus archivos, en verdad propicia. La postal, de la Unión Postal Universal, con la advertencia de que «En este lado se escribe solamente la dirección», lleva en su otra cara un grabado en el que se ve a una muchacha de espaldas, contemplando lo que parece ser un playerío. El poeta catalán (Catalá era también su segundo apellido) se inspiró en ella, manuscribió uno de sus cantares y la envió al conde el 30 de enero de 1903, según registra su claro matasellos: «Sentada frente a la mar/ iba contando sus penas;/ y al preguntarle que cuántas/ me señaló las arenas».

Tres días después de ese regalo, un familiar mío, sin saber de ello, me obsequia con una joya bibliográfica: la edición de 1909 del poemario capital de Palau: «El Libro de los Cantares», publicado por F. Granada y Cª Editores. El volumen recoge los «Cantares» (1866), «Cantares religiosos» (1877), «Nuevos Cantares» (1893) y «Últimos Cantares» (1908). Luce un prólogo del académico Manuel Cañete, y un epílogo con juicios críticos de José Selgas, Eusebio Blasco, Benito Pérez Galdós y Alejandro Pidal y Mon. La flor y nata de las letras de entonces. En su texto, Blasco se pregunta «¿Qué es un cantar?»; y él mismo apunta la respuesta: «En pura plata, es una composición de cuatro versos que sirve para expresar del modo más sencillo un afecto del alma. En pura verdad, es un quejido que se canta».

¿Cuántas estrofas de este tipo hilvanó Palau a lo largo de cuarenta años? No me atrevería a señalar «las arenas», como la triste muchacha de su postal, pero sí decir que sumaron un corpus respetable (Galdós habla de «doscientas estrofas heroicas o epigramáticas»), de las que este libro que manejo es paradigma señero.

Poemillas breves, veloces, ingeniosos, relampagueantes como sentencias, con los que el autor glosa –la frase que sigue es de Antonio Comas– «anécdotas y situaciones de las que extrae la típica moraleja tan característica del didactismo de la literatura española de la época». (¿Cabría en este punto recordar a Campoamor?).

Melchor de Palau (Mataró, octubre de 1843-Madrid, marzo de 1910) era ingeniero de Caminos y profesor de la Escuela madrileña de su especialidad, miembro de la RAE y de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, crítico («Acontecimientos Literarios», 1895), y, sobre todo, poeta; probó acercarse a la poesía científica, a los descubrimientos de su tiempo («Verdades poéticas», 1879), pero donde realmente halló eco y fama fue en sus «Cantares». En este libro, rondando ya el final de su vida, resultan premonitorios no sólo los octosílabos últimos («Voy a echar mi despedida,/ rogad, oyentes, por mí;/ quizás sea lo del cisne/ que canta antes de morir»), sino también la estremecedora dedicatoria a su madre, que acaba de fallecer: «A la señora doña Francisca Catalá de Palau, madre mía: Próximo a publicarse este libro, te ha arrebatado la muerte de la tierra al cielo. No hay distancias para el amor, ni vallas para el cariño filial. A ti pensaba dedicar estos humildes cantares, a ti los dedica tu hijo que de corazón te adora. Melchor».

Este catalán con nombre de rey mago, que amó por igual a Cataluña y a España, ingresó en la Real Academia Española en 1908, cuando su vida estaba casi cumplida, con un discurso sobre «La ciencia como fuente de investigación poética», tema que le atrajo siempre, como lo prueba su libro más arriba citado, «Verdades poéticas». Contestó a su discurso Alejandro Pidal y Mon, cuyas palabras, leídas más de un siglo después, parecen estar escritas en nuestros días: «El nombre de Melchor de Palau para la Academia Española es, como lo fueron los de Balmes, Torres Amat, Campmany, Aribau, Coll y Vehí y Milá y Fontanals, que escribieron en castellano sus obras más importantes, un vivo ejemplo de la armónica unidad con que Dios ha fundido dos cosas que en mal hora querrían separar los hombres: la familia patriarcal y la familia política, el solar paterno y la bandera nacional que lo cobija y lo defiende».

Las «Poesies Catalanes» de Palau fueron editadas póstumamente (1914) y el pasado año se hicieron (sin eco, que yo sepa) centenarias. Él tradujo por vez primera al castellano «La Atlántida» de Jacinto Verdaguer, y gozó de su bilingüismo sin reticencias ni veleidades. Válganos su ejemplo.

Carlos Murciano, escritor.

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