Memoria familiar de la guerra

La guerra civil está en nuestras raíces y ha quedado en nuestra memoria. Afectó en todos los planos a las personas y al buen nombre de las familias. El recuerdo biográfico implica un esfuerzo por ordenar aspectos inconexos pero también exige una operación de limpieza, de distanciamiento con el relato familiar. Una operación encubierta en el caso de los historiadores que, a pesar de todo, no amortigua en nada su dureza. Sabemos lo que pasó o hemos logrado ordenarlo casi todo, pero demostrar cómo fue interiorizado y cómo ha sido transmitido a nivel familiar sigue siendo una tarea pendiente. Es la búsqueda del grial, si se mantienen la metodología y la pretensión de objetividad, pero, sobre todo, por las mutaciones e implicaciones que han sufrido la historia y la memoria de nuestro pasado reciente. En este aspecto seguimos a la zaga de la historiografía internacional, especialmente de la anglosajona y la francesa que desde hace tiempo usan un acercamiento más introspectivo y personal en la comprensión de los problemas de las sociedades actuales. A pesar de las diferencias lingüísticas o culturales, hemos logrado convivir con una propensión al cambio acelerado que contrasta con una inmutable capacidad para el recuerdo colectivo. La cuestión radica en la atribución de las culpas, representada por el caso alemán durante muchos años pero también en la dificultad por asumir aspectos de esos recuerdos no compartidos o enfrentados que, como tratamos de explicar aquí, forman parte del caso español.

La reconstrucción del conocimiento histórico a través del material biográfico no puede aislarse del dolor de las enfermedades mentales, del recuerdo y del trauma que las alimentan. Todavía hay plantas enteras de hospitales con personas mayores de esa generación, muchas veces en estancias largas en las que terminan siendo desahuciadas; son los espacios predilectos de esa memoria, degenerada y medicalizada, en los que suelen revelar con extraordinaria lucidez sus experiencias primeras y más dolorosas. Aún recuerdo, como si fuera ayer, a una mujer gritar horas llamando a sus hijos y pedir socorro, a otras llamar a sus madres o hablar de los bombardeos y de la guerra sin venir a cuento, sin posibilidad alguna de separar el recuerdo de lo que oyeron o vivieron en la infancia para silenciarlo inmediatamente después. La primera imposición, la del olvido, se manifiesta hoy en el predominio de la memoria corta, que obligó a la larga a sobrevivir en el sustrato familiar. Esta paradoja es la que mejor representa la forma en la que mi familia, como muchas otras, se desprendió de la memoria para vivir el presente. Entre medias, hay una serie de libros, figuras literarias e imágenes que, de forma aleatoria y desordenada, han marcado el interés de varias generaciones por el pasado reciente. Una obsesión que tiene detrás aspectos que apenas han salido a la luz. Uno de los significados de la guerra civil más compartidos, precisamente, incide en esa enorme ruptura política y social, pero hay que seguir trabajando y ahondando en cómo, ya desde su comienzo, también se forzó a reinventar un pasado familiar que aún no ha revelado su verdadero rostro.Memoria familiar de la guerra

Esa historia ha llegado hasta nosotros, los descendientes, a través de la transmisión de un relato heredado, estereotipado y compartido. Un relato que refleja la forma en la que se construyó pero que realmente no llegamos a comprender. La experiencia de la guerra y de la posguerra en la población todavía están detrás de un gran vacío colectivo. Su alcance masivo, su prolongación en el tiempo y su potencial destructivo de la personalidad sirvieron como un aglutinante de desgracias compartidas, que se ha mantenido a través de cierto pesimismo histórico. Eso y todo lo que la gente tuvo que hacer para sobrevivir, fue silenciado por sus propios protagonistas, por culpa, por vergüenza y, por muchas razones de otra índole, no solo las económicas aunque estas fueran las determinantes. Ese silencio, el familiar y el impuesto por la dictadura después, tienen una serie de características y un sinfín de connotaciones que apenas hemos empezado a explorar desde la historia. Es una condición terrible que afecta forzosamente a la memoria y nos separa de otros casos traumáticos coetáneos. La literatura los engloba dentro del mismo espectro europeo o latinoamericano, pero históricamente tiene un encaje distinto. Esa es una labor pendiente, otra más, desandar y comprender el camino por el que la memoria larga deja sin resolver las incógnitas personales.

La memoria de los niños y niñas de entonces no ha salido de ese mismo laberinto en el que se encontraba hace ya más de medio siglo. La cuestión, entonces, pasa por saber cuál es su uso y su transmisión actual. El silencio con el que se vio obligada a convivir la sociedad española se inició, precisamente, a comienzos de la guerra. Y este es un punto crucial para entender por qué la memoria oficial se distancia de la familiar. Es en el amplio repertorio de violencias, cuyo despliegue inicial no solo fue muy temprano sino que situó a la población civil en un actor principal, donde aún resuenan los sonidos del silencio. Su rápida y enorme extensión se impuso por todas las vías que garantizaran la cohesión de la población civil propia al tiempo que se la arrebataran al enemigo. Era la antesala de la guerra total. Sacar del olvido esa parte, con los materiales de archivo que disponemos, nos lleva prácticamente a renunciar a comprender cómo se estableció esa relación. Si no entendemos esto nunca sabremos cómo se empezó a transmitir y se fue adecuando a las pautas, políticas, sociales y culturales, que no siempre se sincronizaron con la recuperación de la democracia. Hay un eslabón perdido, reconstruido con lo que había a mano en cada momento, testimonios orales, fotos, cartas, recuerdos… y archivos, por eso son tan necesarios, para mantener la exigencia de recobrar una historia a la que ya no podemos llegar.

Sus restos siguen en un presente que agita aún sus claves emocionales. De este modo, y como si fueran los mismos bandos de entonces, se reutiliza un lenguaje agresivo cargado de imágenes hirientes, despectivas, de los muertos y sus familias. El efecto es devastador porque les devuelven allí mentalmente, se quedan paralizados, sin poder asumir su identificación con crímenes o criminales, la misma que sufrieron en sus familias y en su infancia. Estas y otras acusaciones similares han llevado el asunto a una agenda de polarización política y a una gigantesca operación de confusión que aleja la posibilidad de que las generaciones más jóvenes construyan un nuevo relato, con su lenguaje y sus propias claves. La Ley de Memoria Democrática puede impulsar, desde esa condición familiar en la que habitan los recuerdos propios a veces no compartidos, un reconocimiento oficial a las víctimas de ese largo proceso de olvido y apropiación, desactivando así su utilización en la batalla por el relato que nada tiene que ver con ellas ni con su historia. De este modo, el conocido deber de memoria se integra en el conocimiento de nuestro pasado reciente y su difícil proceso de articulación. A pesar de que una gran parte de la guerra y del franquismo sigan siendo materia reservada, se ha mejorado mucho su análisis y comprensión. Aún queda mucho camino por recorrer, con la desclasificación, catalogación y apertura de archivos, con el desarrollo de la historia comparada, pero necesitamos también la incorporación de las memorias familiares en la forma de concebir e interpretar el siglo veinte español. Tampoco de cualquier forma; es necesario tratar de contrastarlas, porque los hechos se mezclan y recomponen con el paso del tiempo. Todo aquello desordenado, confuso y oculto, abre las puertas del pasado. Otra cosa bien distinta es que nos guste o no lo que encontremos allí.

Gutmaro Gómez Bravo es historiador y director del Grupo de Investigación Complutense de la Guerra Civil y el Franquismo.

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