Memoria frente a historia

Hace algunos años, Enric Sopena, que entonces ejercía de asesor de Pasqual Maragall, convocó a varios periodistas de Madrid para que participáramos en un desayuno informal con el alcalde en el Hotel Ritz. Entre otros, Fernando Jáuregui y yo. Hablamos de asuntos diversos, pero el dirigente socialista se entretuvo en un proyecto que le rondaba desde hacía tiempo: el de que se llegara a un acuerdo Catalunya-Madrid para reescribir la historia. Se trataba de juntar buenas cabezas a ambos lados del puente aéreo que fueran capaces de construir un relato no ofensivo, en positivo, de España que incluyera la visión catalana. Eso tendría un beneficioso efecto para el futuro.

Como siempre, el asunto desembocó en la imposibilidad de llegar a un acuerdo. A mí me tocó defender la herencia ilustrada y liberal, borrada por Franco, del tenue nacionalismo progresista español, y a Maragall reivindicar el obligado romanticismo que late bajo el difuso nacionalismo catalán. Fue un fracaso diluido, eso sí, en el cariño y la simpatía mutuos. Pero un fracaso.

No podía ser de otra manera. Al calor de la educada discusión, brotó un argumento que a mí me sigue pareciendo decisivo, el de que es imposible escribir un solo relato, una sola historia que dé cuenta de la verdad absoluta, lo que acaba por producir, de forma inevitable, una verdad impuesta. A lo más que puede llegar un proyecto semejante es a producir un relato educado, sin aristas, condicionado por la necesidad de no ofender, de unir voluntades en función de la pacificación, evitando la puesta en cuestión de los mitos fundacionales de cada una de las tendencias que están en el ruedo.
En cierta (bastante) manera, un proyecto semejante podría servir para establecer un territorio de consenso falseado, en el que sería imposible la crítica. Una tierra de nadie pactada para recoger los heridos que dejara el otro combate, el que sostienen los partidarios de las historias beligerantes, marcadas no por la búsqueda de la verdad sino por la búsqueda de la movilización y el rearme intelectual de los distintos nacionalismos. Al fin, una historia inofensiva, escrita para formar ciudadanos indefensos.

La intención del propósito era buena, constructiva: de una vez por todas había que acabar con los argumentos unilaterales que tienden a socavar el diálogo entre Barcelona y Madrid (por buscar los símbolos geográficos reconocibles). La tentación de contar las cosas de esa manera está muy extendida en España. Aunque demasiado a menudo con intenciones menos bondadosas. No es preciso hablar de los residuos franquistas en la historiografía, porque se descalifican por sí solos. Es una historiografía que hunde sus raíces en juicios sumarísimos de carácter militar de los años 40 o en prédicas episcopales de la primera mitad del siglo pasado. Pero sí es importante tomárselo en serio cuando hablamos de iniciativas beligerantes que pretenden servir de sustento a reivindicaciones particulares de todo signo, y se acogen a una nueva militancia que las engloba bajo el hermoso eslogan de la Memoria Histórica. Siempre progresistas, ¿no?

Casi todas ellas parten de considerar una falacia como un hecho contrastado: el presunto pacto de silencio de la transición. Denunciado este, se identifica el interés en la ocultación que han compartido tantos políticos, periodistas e historiadores, y se escribe cualquier cosa que llene de sentido a afirmaciones y propósitos dispares apoyados por colectivos enérgicos. Da lo mismo que intenten certificar que la primera ciudad en sufrir bombardeos sistemáticos en toda la historia fuera Barcelona, o demostrar que detrás del pudor de una familia por evitar el uso mediático de los restos de Lorca se ocultan intereses inconfesables.
Estos dos ejemplos son cristalinos. Uno potencia la idea de que la guerra civil tuvo como objetivo el de que España, y no Franco, acabara con las libertades catalanas; el otro, que en esa España no hay coraje para saber la verdad.
Es obvio que unos intentan robustecer la idea del imposible encaje de Catalunya dentro de España; y los otros, apropiarse del cadáver del poeta con el argumento de que sus huesos son de la Humanidad, o sea, de una asociación de carácter privado y de algún historiador avispado.

Las causas que envuelven esas corrientes de la Memoria (no de la Historia) provocan una confusión: identifican sus propósitos con los absolutamente nobles de otras personas o asociaciones que pretenden dar una sepultura digna a personas represaliadas por el franquismo. Y no es lo mismo.
Los historiadores que en España están produciendo obras que ponen en cuestión el relato perezoso, inerte, políticamente correcto, del pasado, y los periodistas que tienen espíritu crítico han de poner coto a tanto disparate. Si no, habrá algún osado que intente traerse desde Montauban el cadáver de Manuel Azaña con cargo al Estado. O sucederá que un hipotético presidente de Gobierno con pocos estudios pida, en nombre de España, perdón al Ayuntamiento de Gernika por el bombardeo de 1937.
Eso nos puede llegar a pasar.

Jorge M. Reverte, periodista.