Memoria histórica

Por Juan Pablo Fusi (ABC, 27/06/06):

O la memoria histórica es el estudio de las representaciones que una sociedad se hace de su propio pasado (símbolos oficiales, monumentos, conmemoraciones, narrativas nacionales, historia oral...) o es una expresión necesariamente equívoca. Primero, porque memoria (en su doble acepción: capacidad de recordar; aquello que se recuerda) es en principio una facultad individual, y por ello puede ser completa o fragmentaria, exacta o imprecisa, buena o mala, permanente o efímera, simplificada o compleja. Segundo, porque en su dimensión social -memoria colectiva o cultural: lo que se recuerda en una sociedad-tiene, como tal, obvios problemas intrínsecos: su carácter asistemático y no científico, su dimensión emocional asociada casi siempre a mitos, leyendas y creencias difusas y vagas, y el hecho de ser por definición memoria plural, y muchas veces memoria dividida.Y lo que importa más; la idea de memoria histórica tiene un formidable problema extrínseco: el uso político que de ella se hace o puede hacerse; el problema, en suma, de ser muchas veces memoria construida, rehecha, reinventada y reimplantada desde el poder.

Incluso, por tanto, en la única acepción en que se nos antoja plenamente aceptable -como estudio, decía, de las huellas dejadas en la memoria colectiva por los acontecimientos, los hombres, los lugares y los símbolos del pasado-, el concepto de memoria histórica se enfrenta al triple y considerable problema de su autenticidad, de su validez y de su significación. Memoria es huellas, presencias, percepciones, impresiones, noticias, mitos, experiencias, leyendas. Todo eso es fascinante. Pero no constituye, ni puede hacerlo, un cuerpo sustantivo y duradero de conocimiento. Que es exactamente lo que es la historia, aunque esté abierta a interpretaciones y rectificaciones y aunque la objetividad y la verdad históricas sean siempre incompletas y perspectivistas. Podrán los pueblos tener o no memoria (buena, mala, precisa, inexacta: es igual); lo que tienen que tener es historia, entre otras razones porque desde Dilthey y Ortega sabemos que el hombre es un ser histórico, que no tiene naturaleza sino que sólo tiene historia.

En materia de memoria histórica, por tanto, lo único que el poder político debería hacer es... promover el estudio de la historia. Al poder podrán corresponderle en casos flagrantes -el Holocausto, la esclavización en el pasado de la población africana, las víctimas del comunismo en la Europa del este o del apartheid en Suráfrica o del franquismo en España (o del terrorismo del IRA y ETA)- políticas de reconocimiento y compensación del sufrimiento padecido por determinados grupos humanos en la historia. Lo que no cabe aceptar es el uso dirigista del pasado desde el poder, la utilización política de la memoria. La propaganda la escriben los vencedores; la historia la escriben los historiadores.

Es precisamente historia, y no propaganda, lo que se ha hecho, y con competencia y rigor, en España desde 1975, bien al hilo de la propia labor de los historiadores, bien a través de la política de conmemoraciones de gobiernos, medios de comunicación, universidades y fundaciones públicas y privadas. Recuerdo algunos ejemplos: 1981, 50º aniversario de la II República, regreso del «Guernica» y exposición «La guerra civil» de la Dirección General de Bellas Artes con «éxito abrumador»; monumentos en Madrid a Pablo Iglesias, Besteiro, Prieto y Largo Caballero; 1983, año de Ortega y serie «Memoria de España» en Televisión Española; 1984, congreso en Oviedo sobre la Revolución de octubre de 1934, y año Madariaga; 1985, congreso «España bajo el franquismo» en Valencia, y Europalia-85 en Bruselas; 1986, «Valencia, capital de la República», año Unamuno y 50º aniversario de la Guerra Civil (grandes congresos en Granada y Salamanca, cursos de verano, serie de Televisión asesorada por Tuñón de Lara y otros conocidos historiadores...); 1987, congreso «Gernika, 50 años después», filme «Lorca, muerte de un poeta», de Bardem, en televisión; 1988, bicentenario de Carlos III; 1990, año Azaña (exposición en el Palacio de Cristal de Madrid, congreso en Alcalá, biografías decisivas sobre su personalidad, reedición de sus obras) y exposición de Velázquez en el Prado. Y luego, ya en los noventa: conmemoraciones de Carlos V y Felipe II, del 98 y la generación del 98, centenarios de Lorca, Cernuda, Alberti y Buñuel, exposiciones sobre Cánovas, Sagasta y el liberalismo y Maura y el regeneracionismo, de fotografías de Capa sobre la Guerra Civil y un larguísimo etcétera. La Guerra Civil, el hecho que más podría dividir la memoria y la conciencia de los españoles, produjo durante la transición miles de publicaciones de todo tipo (libros, ensayos, artículos), centenares de novelas y algunas obras de teatro, y un considerable número de películas, series de televisión y fascículos de prensa. El resurgimiento de las culturas, e historia, de las comunidades autónomas que siguió al restablecimiento de la democracia a partir de 1975 y a la creación del Estado de las Autonomías impulsó una nueva idea de España basada en el reconocimiento de su pluralidad cultural y lingüística. Con la entrada en Europa en 1985, España pudo contemplarse finalmente como una variable europea.

Dicho de otra forma; sin que desde el poder se violentara la realidad histórica española, entre 1975 y 2005 España se refundó como nación, integrando críticamente en su nueva identidad etapas y hechos señeros de su pasado (el camino de Santiago; El Greco, Velázquez, Goya; el Quijote; Carlos V, Felipe II; Carlos III, la Ilustración), con la historia política contemporánea (Cánovas y la Restauración; Pablo Iglesias y la tradición socialista; Azaña y la II República; la Guerra Civil), las identidades particulares de nacionalidades y regiones, la tradición intelectual liberal (Jovellanos, Giner, Unamuno, Ortega, Marañón), la espléndida plenitud cultural que vivió entre 1898 y 1936 (la generación del 98, Juan Ramón, Lorca, Dalí, Miró, Picasso), la cultura del antifranquismo (Goytisolo, Aranguren) y del exilio (María Zambrano, Ayala), la misma Transición y la última modernidad estética del país (Tapiès, Oteiza, Chillida, Arroyo, Calatrava, Moneo...).

Precisamente, esa aproximación a la vez intensa y abierta a su historia -incluida la memoria de la Guerra Civil- fue un factor esencial en la cristalización del clima moral de reconciliación y consenso que hizo posible la Transición. Fue, además, un giro cultural decisivo. La España descrita más arriba contiene realidades, posibilidades e incitaciones culturales de interés y enjundia suficientes como para protagonizar y promover los debates sustantivos que en torno a nuestra realidad histórica y a nuestras posibilidades y responsabilidades inmediatas aún habremos de librar nosotros y las generaciones sucesivas.

No hagamos un uso parcial y equívoco de la memoria histórica. Entremos de lleno, por el contrario, en todo nuestro pasado. Es además inútil no hacerlo. El pasado, dijo Faulkner, no está muerto; ni siquiera -añadía- es el pasado.