Memoria histórica y concordia

Por Carmen Iglesias, de las Reales Academias Española y de la Historia, y catedrática de Historia de las Ideas Políticas y Morales (ABC, 18/09/06):

COMO bien señalan distintos historiadores, «nunca hay ganancias absolutas en la historia»: se solucionan unos problemas y se abren otros retos o se derivan consecuencias no previstas que desvían toda planificación programada -y a veces eso es catastrófico o a veces supone la esperanza de que las cosas no perduran como creen los planificadores-. «No hay ganancias absolutas en la historia», decía, o también, dicho de otra manera, en frase de un ilustre hispanista, «el éxito nunca es definitivo». Naturalmente, tampoco el fracaso, y de ello creo que hemos sido muy conscientes la mayoría de los españoles en estos treinta años de Monarquía parlamentaria y estabilidad constitucional. Parecía que los dos defectos que habían lastrado nuestra historia contemporánea: el «común irrespeto a la ley» y el «débil sentido de comunidad» (Jover, 1991) habían sido superados por el pacto constitucional de 1978 y por la liberalidad del Estado de las Autonomías. Frente al esencialismo que atribuye las desgracias históricas de los españoles a un supuesto «carácter nacional» o a un determinismo histórico más o menos cainita e irremediable, a una suerte de «destino» repetitivo de ciclos históricos catastróficos, estas tres últimas décadas nos han proporcionado la seguridad suficiente para empezar a dejar de proyectar la guerra civil del 36, es decir, la ruptura de «las dos Españas», sobre el conjunto de todo el pasado español y, por supuesto, sobre el futuro. Es decir, habíamos reaprendido socialmente -no solo por parte de los historiadores- a matizar, a aceptar las razones del otro, a no ver en el discrepante a un enemigo -en el sentido radical de la teoría de Carl Schmitt, desgraciadamente muy presente- sino a un adversario. La concordia, como quería Aristóteles en uno de los textos fundacionales del concepto «concordia», se manifestaba en los hechos, en la propia realidad (exceptuando, claro, el irredentismo fundamentalista y terrorista de ETA y su entorno nacionalista, pero este parecía un cáncer que se podría controlar antes de que contaminase al resto del país).

«La concordia -había insistido y definido ya el filósofo griego- se aplica siempre a actos y entre estos actos a los que tienen importancia y que pueden ser igualmente útiles a las dos partes y hasta a todos los ciudadanos (...) La concordia... se convierte así en cierta manera en una amistad civil (...) porque comprende entonces los intereses comunes y todas las necesidades de la vida social» (Aristóteles. Ética a Nicómaco, IX,6). No hay que confundirla con uniformidad de opiniones -sigue diciendo-; al contrario, pero sí implica «corazones sanos», voluntad de amistad y justicia, guiadas por el bien común.

De la concordia establecida con la Constitución de 1978 respecto a los intereses generales y, por tanto, al punto capital de la estructuración del Estado en democracia y libertad, en igualdad de todos los ciudadanos ante la ley (todo eso significó la Constitución), se ha recorrido un tortuoso camino hasta la discordia que se manifiesta casi todos los días en la actualidad, en la política y en los medios de comunicación más que en la sociedad y en la vida diaria de los ciudadanos (al menos de momento). Con ello, parecería que estamos sufriendo uno de esos inicios de vaivén histórico que, como marca de identidad política, se atribuye a la historia de los españoles a lo largo de los siglos XIX y XX. De nuevo, parecería que la puesta en cuestión de la estabilidad constitucional, a través de la sospecha de unos orígenes espurios que ponen en cuestión la legitimidad de origen de la modélica transición de 1975-1978 -y de nostalgias de otros momentos históricos-, amenaza con la ruptura de la concordia. Pues esa puesta en cuestión de la legitimidad de origen se paga al precio de simplificar y tergiversar la historia y de suplantar la tarea de los historiadores (que trabajan siempre a medio-largo plazo) por la de los ideólogos del poder político (siempre a corto plazo).

Señalaba hace poco el Prof. Ucelay-DaCal cómo en España se tiende a «discutir la legitimidad de manera monomaníaca...», de forma que en «la política española» parece no perseguirse «la estabilidad como un bien en sí mismo, sino que se la cuestiona para percibirla como un aprovechamiento del enemigo». Y proseguía: «Desde la oposición de los liberales a Fernando VII hasta la actuación de ETA, siempre ha habido quien se ha creído víctima de un tremendo abuso de poder. Con tal perspectiva, preferir la estabilidad al cambio es (se considera) una traición. Esta peculiar visión del orden político es un lamentable legado español, como demuestra la historia contemporánea de cualquier República hispanoamericana» (Revista Clío. Abril 2006). Y ahora -añadiría yo- en nuestro propio país, en el Estado de las Autonomías, por el que recorre aceleradamente el «sentimiento de agravio», el victimismo más equívoco, la perversión del lenguaje que denunciaban Hanna Arendt y Agnes Heller, siguiendo a Kant; cuando políticos e ideólogos encubren la realidad con la polisemia de las palabras, justificando «los instintos de odio y envidia», a los que transforman en políticamente respetables y eliminando todo sentimiento de culpa individual, que recae siempre en «los otros» y nunca en los que toman las decisiones de la acción concreta y las ejecutan. El pensamiento de grupo que se ha adueñado del país resulta realmente confortable para sus usuarios, que por definición suelen actuar con vocación omnicomprensiva o, cuando menos, intervencionista.
Con asombro y perplejidad han constatado ilustres hispanistas la tendencia en España a la «fracasomanía» o complejo de fracaso, según la definición de Albert Hirschmann, que tiene entre nosotros fervorosos partidarios; el «todo o nada» parece prender con facilidad en ciertas corrientes políticas españolas. La creencia errónea en que todo juego es un juego de «suma cero» parece estar latente en los esquemas conceptuales y en las decisiones de buena parte de la clase política y -afortunadamente de forma más débil- en sectores de la sociedad española.

Pero no nos engañemos, esa puesta en cuestión de la legitimidad de origen que parece repetirse casi cíclicamente y conduce generalmente a crisis de estabilidad y a situaciones de discordia no responde a esencialismos del pueblo español, de los ciudadanos españoles, sino a situaciones concretas de grupos y sectores en la lucha por el poder. La historia es siempre singular, y, aunque parezca lo mismo, no es así. La historia -en todas partes- está llena de estructuras y fenómenos recurrentes, ha señalado Koselleck, pero eso no significa un destino fatal; el juego entre singularidades y elementos repetitivos es mucho más complejo y depende, en último término, de las elecciones y reacciones de los protagonistas concretos en cada situación. Por ello, de acuerdo con lo que en alguna ocasión dijo ya Fernando Savater, «el problema no es lo que nos pasa, sino qué hacemos con lo que nos pasa». Y desde luego cada uno es responsable de sus decisiones y de sus actos; de sus elecciones y de sus alianzas, de dónde y cómo y con quiénes estuvo en cada momento.