Memoria histórica y consolidación democrática

En julio de 1936 estalló en este país una rebelión militar contra las instituciones legítimas. Aquella rebelión era abiertamente ilegal, y sumió el país en una lucha cruel y fratricida, al cabo de la cual se instaló una dictadura. Aquella dictadura nacía con la mancha original de sus orígenes y además practicó durante otros 36 años la negación institucional sistemática de los derechos humanos. A mi entender, cualquier ley que aspire a dar reparación a las víctimas de la Guerra Civil y de la dictadura debe empezar por declarar la ilegalidad e ilegitimidad de la rebelión militar de 1936 y de la dictadura que esa rebelión implantó en España. Y, por derivación, debe establecer la nulidad de todos los actos jurídicos emanados de aquel régimen.

Durante la transición se pasó de puntillas -hubo razones para hacerlo- sobre las responsabilidades pasadas. Hoy, 31 años después de la muerte del dictador, abstenerse de condenar el golpe de Estado y la dictadura sería un paso en falso. Necesitamos que la legislación deje muy claro, como se hace con el terrorismo, que la rebelión militar no puede ser en ningún caso un mecanismo legítimo de intervención política. Éste sería el acto de reparación histórica que a mí, como represaliado por la dictadura, mayor satisfacción me daría.

Además de condenar el golpe de Estado, se debería condenar y dejar sin efecto los actos jurídicos emanados de la jurisdicción política o ideológica de la dictadura que conculcan los derechos humanos. Tenemos el precedente de Alemania, donde se declaró la nulidad general de los actos de la jurisdicción nazi. Una vez declarada la nulidad general, se pueden arbitrar procedimientos que permitan a los particulares que lo deseen obtener una resolución judicial para su caso concreto. Juristas competentes han sostenido públicamente que esto es perfectamente factible, y además recomendable.

Las agrupaciones de represaliados y las entidades que reivindican la memoria democrática han dado ya opiniones muy acertadas, que el Gobierno conoce pero no quiere asumir. No hace falta repetirlas. Creo interpretar la opinión de las restantes víctimas de la represión franquista al decir que ninguno de nosotros deseamos venganza ni castigos ejemplares. No queremos resucitar viejas rencillas y odios. Al contrario. A lo que aspiramos es a un reconocimiento oficial de la injusticia, y lo queremos para que nunca más se repita. Las víctimas no necesitamos ninguna "Declaración de reparación y reconocimiento" de ninguna Comisión del Congreso, como la prevista en el artículo 3 del proyecto de ley, que equivale a un humillante "certificado de buena conducta" de ominoso recuerdo. No conozco a ninguna víctima del franquismo que no se sienta orgullosa de haber merecido la represión franquista, y que no se haya sentido rodeada del reconocimiento de sus familiares, amigos y conocidos. Estamos ya reivindicados por nuestros entornos sociales. En realidad, hoy y aquí una ley de reconocimiento de las víctimas tiene más valor para el Estado que para las víctimas. Es el Estado el que se reivindicaría a sí mismo como representación del pueblo al condenar el golpe de Estado y sus efectos político-jurídicos.

Otro aspecto inaceptable del proyecto de ley es la equiparación entre los alzados en armas y los defensores del orden constitucional. En su artículo 2 se habla de "las condenas, sanciones y cualquier forma de violencia personal producidas, por razones políticas o ideológicas, durante la Guerra Civil, cualquiera que fuera el bando o zona en que se encontraran quienes las padecieron, así como las sufridas por las mismas causas durante la Dictadura que, a su término, se prolongó hasta 1975". La historia de la Guerra Civil se rescribe como un brote de barbarie entre las dos Españas. Esto tiene por efecto escamotear las responsabilidades de los alzados. En las guerras siempre se cometen abusos en ambos bandos contendientes, pero la responsabilidad principal recae en quien rompe la baraja, porque quiebra los muros de contención que mantienen embridadas las pasiones destructivas latentes en la sociedad. Es evidente que en España se cometieron abusos inaceptables en uno y otro bando, pero quienes realmente destruyeron la legalidad fueron los generales alzados en 1936, no el general Sanjurjo en 1932 ni el movimiento obrero asturiano en 1934. Lo que cuenta no son las intenciones, sino los actos y sus consecuencias reales.

Si las condiciones mencionadas más arriba no se cumplen, más vale retirar el proyecto de ley. Y esperar que una generación posterior entierre definitivamente el hacha de guerra admitiendo que en 1936 se produjo un golpe de Estado ilegal y una guerra civil de exterminio por obra de militares fascistas y sus aliados civiles.

Al enjuiciar el Holocausto -cuya memoria se ha celebrado el 27 de enero en el mundo- no se toma en consideración las humillaciones sufridas por los alemanes por el Tratado de Versalles de 1918, ni el clima de inseguridad de la República de Weimar ni si los aliados se excedieron al bombardear Dresde y otras ciudades alemanas hasta los cimientos. En cualquier caso, fue Hitler quien desencadenó la guerra y llevó a efecto el Holocausto, y la opinión generalmente compartida es que debe condenarse como un crimen de lesa humanidad. El actual Gobierno alemán (de Gran Coalición) lo reconoce con tanta vehemencia que incluso está impulsando una iniciativa europea para prohibir por ley el negacionismo. Mientras tanto, ¿qué hacemos los españoles? ¿Dar cobertura a quienes quieran sentirse aún herederos del franquismo? ¿Asumir sin crítica un episodio bochornoso de nuestra historia reciente?

Entre tanto, el PP -que está contra la ley por razones opuestas- está lanzando a la opinión pública un claro mensaje de cobertura a los herederos del franquismo y conserva y alimenta el fuego del odio cainita que tanto daño nos ha hecho. Los dirigentes del PP no son hoy capaces de hacerlo, pero deberían considerar que la condena legal del golpe militar y de la dictadura sería un procedimiento elegante -y no humillante para nadie- de cerrar esta herida con una reafirmación democrática inequívoca. ¿Acaso no se llaman a sí mismos demócratas? Y eso mismo deberían considerar los dirigentes del PSOE.

Joaquim Sempere, profesor de Sociología de la Universidad de Barcelona. Fue condenado en 1962 por "rebelión militar por equiparación" a cuatro años de prisión en Consejo de Guerra sumarísimo por haber pintado en las paredes interiores de la Universidad de Barcelona las palabras: "Llibertat", "Amnistia" y "Fora Franco".