Memoria histórica

Por Octavio Ruiz-Manjón. Catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad Complutense (ABC, 30/01/06):

El recurso a la memoria histórica está siendo utilizado estos días como expediente para una revisión de nuestro pasado en la que hay un fuerte elemento de oportunismo político, a la vez que se ofrece como una supuesta panacea frente a una «conjura de silencio» en torno a nuestra guerra civil. La misma idea de esa conjura, parece una pesada broma cuando se trata de la guerra civil española, que ha suscitado tanta atención como la segunda guerra mundial o la revolución francesa. No se puede decir que no se haya escrito nada. Otra cosa es que se haya escrito mal -en el sentido de que sea una literatura poco atractiva-, pero, la más de las veces, lo que de verdad ocurre es que no se ha leído. Ni a los historiadores de ahora ni a los testigos de entonces.

A mediados de abril ha tenido lugar, en Colegio de España de París, un coloquio sobre el exilio político español en Francia. Una penosa realidad que tiene orígenes muy remotos, pero que se incrementó durante los últimos dos siglos hasta alcanzar carácter de catástrofe con los centenares de miles de personas que atravesaron la frontera catalana en los primeros meses de 1939. Uno de los más conocidos de aquella riada humana del treinta y nueve fue, desde luego, Manuel Azaña Díaz, el presidente de aquella República derrotada, que llegó a Francia en los primeros días de febrero y se instaló, inicialmente, en Collonges-sous-Salève, cerca de la frontera y de Ginebra. El desencadenamiento de la guerra mundial, sin embargo, haría poco adecuado aquel lugar y, a finales de noviembre de aquel mismo año, se trasladaría a Pyla-sur-mer, en la costa atlántica.

La caída de París, en junio de 1940, le obligó, de nuevo a un traslado, esta vez a Montauban, en donde encontró la hospitalidad de su alcalde. La decisión se demostró prudente porque, poco después de abandonar la casa de Pyla-sur-Mer, algunos policías de Franco, en connivencia con las autoridades alemanas, saquearon la casa y se llevaron a España a su cuñado, Cipriano Rivas Cherif. Los papeles procedentes de aquel saqueo aparecerían en España en 1984. Como es bien sabido, Azaña moriría en Montauban en los primeros días de noviembre de 1940.

Las ideas del Azaña exiliado nos son conocidas, fundamentalmente, por las cartas que escribió entonces y que, en su mayoría fueron editadas por Juan Marichal. Destaca, entre ellas, una larguísima que escribiera a Ángel Osorio y Gallardo entre mayo y junio de 1939, en la que le contaba, pormenorizadamente las circunstancias de su salida de España. Posteriormente, con ocasión del centenario de su nacimiento, se dieron a la luz nuevas cartas y, entre ellas, las dirigidas desde el exilio francés al poeta Juan José Domenchina, que fue su secretario personal.

Hace un par de años, además, se han publicado casi ochenta cartas que Azaña dirigió al periodista alicantino Carlos Esplá, que fue subsecretario de la Presidencia con Azaña y ministro de Propaganda con Largo Caballero. Este epistolario ha permitido un avance decisivo para conocer el pensamiento de Azaña durante el exilio.

De las cartas de aquellos meses queda bastante clara su voluntad de renunciar al liderazgo político, que le llevaría a la renuncia a su cargo de presidente en cuanto consideró que el reconocimiento de Franco por parte de Francia e Inglaterra le privaba de la representación jurídica internacional para hacerse oír. Fue una decisión criticada por muchos pero de la que se negó a dar explicaciones a la vez que consideraba que había recobrado el derecho a exponer en público su libre opinión.

Por eso no se recataría de exponer sus razones cuando se negó a suscribir el manifiesto de una Asociación republicana de amigos de Francia, que le presentó Augusto Barcia, en el que se ponía en pie de igualdad a los representantes republicanos españoles, con los de los catalanes y los vascos. «En primer término -escribía al razonar su negativa a estampar la firma-, porque esa Asociación está dividida en tres secciones, española, catalana y vasca, y sus respectivos presidentes (Companys, presidente de Cataluña, Aguirre, presidente de Euskadi) firman con esa calidad. En este texto del mensaje se habla de españoles, catalanes y vascos, etcétera. Le he dicho a Barcia que yo no paso por eso, y aunque no tuviera otras razones (que las tengo) para abstenerme, me bastaría esa división inadmisible para negarme a firmar. Si catalanes y vascos quieren continuar en la emigración los costosísimos dislates que han cometido durante la guerra, allá ellos; si piensan recobrar la República y la posibilidad de hacer la burra nuevamente sobre la base de las nacionalidades y dels pobles iberiques están lucidos». (Carta a Esplá, del 25-4-1939). Dos meses después le remacharía al mismo interlocutor: «Estos catalanes se tienen muy merecido lo que les pasa. Lo malo es que su locura ha dañado a todos».

La guerra había sido, en definitiva, un profundo fracaso colectivo de la convivencia política, en el que resultaban inútiles los planteamientos maniqueos que trataran de encontrar la culpabilidad en uno solo de los bandos porque, como le comentaba Azaña a Esplá a mediados de junio de 1939, «también nosotros hemos tenido nuestros mentecatos, nuestros esquizofrénicos, nuestros visionarios... y nuestros memos. A los mitos idiotas de Burgos se le pueden oponer otros mitos de Barcelona o Valencia no menos risibles. Unos y otros son, a los frutos de la inteligencia, lo que las fallas de su país de usted son a la estatuaria. Lo mejor sería hacer una hoguera con unos y otros».

Una postura que, desde luego, carecía de horizonte viable en aquel sombrío verano de 1939, pero que prefiguraba la voluntad de pasar página que tomó cuerpo con la transición política a la democracia, que se vivió en España tras la muerte del general Franco.

Son, en cualquier caso, las opiniones de un experto y de un espectador privilegiado del naufragio de la convivencia política que se había experimentado en España durante la década de los treinta. Convendría muy mucho no perderlas de vista.