Memoria liberticida

«Un país que no dispone de capacidad revolucionaria, un pueblo que tarda en reaccionar políticamente, y una nación que, cuando cambia, lo hace en bloque, conforma sin lugar a dudas una realidad constitutivamente gubernamental». Con estas palabras de estirpe orteguiana sintetiza José Miguel Ortí Bordás en su último libro la recurrente invertebración de la sociedad española. Lejos de los tópicos al uso de «montaraces» y «resistentes», los españoles constituiríamos así un colectivo sistemáticamente obediente al poder político. De hecho, «Las revoluciones imaginarias» (Editorial Encuentro) alerta sobre la posibilidad de que quiebre el ejemplar proyecto de convivencia alumbrado por nuestra Transición democrática ante la arraigada pasividad ciudadana. La obra apareció pocas semanas antes de la presentación de la proposición de ley del Grupo Socialista para la reforma de la ley de Memoria Histórica de 2007, textos ambos que representan una tan insidiosa como formidable carga de profundidad contra el espíritu de reconciliación consagrado por nuestro cambio democrático; y su principal resultado, la vigente Constitución de 1978. El carácter «sectario y liberticida» de la iniciativa, presentada a las Cortes por la portavoz Margarita Robles, ha sido denunciado en una magistral Tercera por Alfonso Bullón de Mendoza. A ella nos remitimos por resultar demasiado prolija una crítica a su articulado.

Ahora bien, nos detendremos en algún pasaje de la «Exposición de motivos» de la proposición, que elogia el informe de 22 de julio de 2014 del relator especial de las Naciones Unidas «para la promoción de la verdad, la justicia, la reparación y las garantías de no repetición». El citado Pablo de Greiff, un jurista colombiano graduado en Yale, se desplazó a España a principios de aquel año para confeccionar su memoria sobre las víctimas del franquismo. Resulta significativo que entonces lo entrevistara el diario que había abanderado la amnistía desde su nacimiento en mayo de 1976. De Greiff, en la entrevista, incurría en la contradicción de sugerir el carácter nada modélico de una transición, la española, que, sin embargo y como reconocía expresamente, aún trataban de imitar numerosos países. En este sentido, proponía la expeditiva derogación de la ley de Amnistía de octubre de 1977 por considerarla «una ley de punto final», asimilable a las «autoamnistías» que se concedían a sí mismos «los generales» (sic).

Paradójicamente, la cabecera que recogía sus palabras había defendido en su momento el texto como «necesario borrón y cuenta nueva de acontecimientos tan cruentos y dolorosos para un pueblo como es una guerra civil –una guerra entre hermanos– y una larga dictadura». Ahora, sin embargo, prestaba un altavoz a quien ponía como ejemplo de «una buena política de Estado» la acometida por Argentina, país no precisamente conocido por su respeto al democrático principio de la división de poderes. Y su entrevistadora, por último, equiparaba a las víctimas del franquismo con las de la banda terrorista ETA, un tercio de cuyos crímenes, por cierto, está todavía pendiente de dilucidarse. La comparación hace recordar que en el tardofranquismo una parte significativa de la prensa, de raíz democristiana o socialista, mostraba «comprensión» ante los atentados etarras, que entendía una respuesta a la «violencia estructural» del Estado.

Pues bien, no se hace necesaria ninguna «comisión de la verdad» (sic) como la que establece la proposición de ley. La ley de Amnistía fue debatida por un Parlamento plenamente democrático. El texto salió adelante tras la vibrante defensa del sindicalista Marcelino Camacho («los comunistas, que tantas heridas tenemos, que tanto hemos sufrido, hemos enterrado nuestros muertos y nuestros rencores»). Su aprobación escenificó en las Cortes un «emocionante acto de reconciliación nacional y de afirmación de democracia» (fueron palabras del hoy «periódico global» y entonces «diario independiente de la mañana»). Aquello significó, en suma, un episodio central de nuestra Transición en cuanto a perdón mutuo entre españoles y explícito deseo de no repetir un pasado ignominioso. Y su aplicación benefició, sobre todo, a terroristas etarras con probados delitos de sangre que serían excarcelados en medio de las protestas de unos presos comunes que se sintieron discriminados. ¿Les asistiría ahora a los familiares de las víctimas de los primeros el derecho a dejar la ley del 77 sin efectos?

La sectaria proposición de ley socialista encaja, en todo caso, con el nuevo modelo de partido auspiciado recientemente por Pedro Sánchez. El modelo en cuestión, sin duda de un cesarismo huero y posmoderno, presta mayor atención a la militancia, esa minoría ideologizada e inasequible al desaliento que lo ha aupado y que, en lo sucesivo, será la única que estatutariamente pueda removerle. Y olvida al grueso de los votantes socialdemócratas, un centro-izquierda que constituye, a tenor de los últimos barómetros del CIS, la opción mayoritaria del pueblo español. No debería preocupar tanto que una parte significativa de los votantes socialistas vean más futuro en el proyecto de Ciudadanos que en el del PSOE. Es preocupante que el partido de Ferraz arroje la brújula por la borda y se entregue al sectarismo incivil que quiso abrogar nuestra ejemplar Transición democrática. Y, sobre todo, que pueda quebrar nuestro sugestivo proyecto colectivo de vida en común a causa de la falta de reacción ciudadana.

Álvaro de Diego, profesor de la UDIMA.

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