Memoria tapa memoria

Enfrascados como estamos en España con la excavación de fosas apenas somos capaces de mirar a nuestro alrededor y ver cómo en Europa se dirimen, a cuenta de otras memorias, cuestiones que pueden tener consecuencias de gran envergadura. Lo de España es una minucia al lado de lo que se vive en el resto del continente. Un buen aviso ha sido el chantaje del Gobierno checo de Václav Klaus, quien ha conseguido una excepción para evitar las posibles reclamaciones de los alemanes expulsados de los Sudetes al final de la II Guerra Mundial. La memoria de su expulsión quedará sepultada por la memoria de la anexión hitleriana en 1938. Algo similar ha sucedido en Polonia.

Los ejemplos se multiplican. Porque a las acciones de la memoria siempre les siguen acciones en la política que acaban marcando el rumbo de cada país. Y los intereses son muchos. Tantos y tan dispares que pueden provocar una seria alteración de la idea de Europa que los países más occidentales compartían. Una idea que se comienza a ver manchada por las herencias de los odios étnicos, de las heridas sin cicatrizar y de las acciones ruines de unos y de otros.

En Polonia, un gran cineasta, Andrej Wajda, ha estrenado su película dedicada a la matanza de Katyn, donde fue asesinado su padre. En ese bosque fronterizo, las tropas soviéticas de la NKVD exterminaron en abril de 1941 a la flor y nata del Ejército polaco. Más de 15.000 oficiales fueron asesinados, uno a uno, mediante el tiro en la nuca por soldados de Stalin. Durante décadas, la versión oficial del régimen socialista polaco se apuntó a la manipulación de que la matanza la habían realizado tropas nazis. La Rusia de Putin sigue sin reconocer la responsabilidad de Stalin en aquella atrocidad.

Wajda ha conseguido devolver a Polonia ese pedazo de verdad que faltaba, oscurecido por una brutal política de simulación.

Pero Polonia no está aún libre de los fantasmas de aquella guerra. Todavía no ha asumido, todavía no ha recuperado la memoria de otras atrocidades. Cuando las tropas alemanas invadieron la Unión Soviética en junio de 1941, se desató una matanza sistemática de judíos en el país. La versión oficial durante años fue que aquello era responsabilidad de los nazis. Y todos tranquilos. Pero las investigaciones de historiadores han demostrado que los asesinatos masivos comenzaron a ser cometidos por ciudadanos polacos con métodos similares a los del genocidio ruandés: palos, cuchillos, azadones, barras de hierro fueron los instrumentos con los que enardecidos campesinos dieron muertes atroces a niños, mujeres y hombres sin distinción.

Hay un pueblo, Jedwabne, sobre el que el historiador americano Jan T. Gross investigó. Allí, en 24 horas, los 1.500 gentiles que lo habitaban mataron a los 1.500 judíos que habían sido sus vecinos durante siglos. En muchas localidades polacas se produjeron hechos similares. Y durante decenas de años esta terrible verdad, esta terrible memoria, siguió sin ser recuperada. En esta ocasión no se debió sólo a la acción de un gobierno autoritario, sino a la complicidad de un pueblo que no podía soportar su responsabilidad en una atrocidad semejante. La verdad fue restablecida por gentes como Gross, pero esa verdad está adormecida en la memoria polaca de la guerra.

No es muy distinta la historia de las Repúblicas Bálticas, de Lituania, Estonia y Letonia. En 1940, como consecuencia del pacto Molotov-Ribbentrop, los soviéticos invadieron los tres países y los anexionaron a la URSS. Y repoblaron en parte con campesinos de origen soviético las nuevas repúblicas. Cuando las tropas de la Wermacht atacaron a la Unión Soviética, muchos patriotas de estas repúblicas recibieron a las tropas nazis con entusiasmo, y se incorporaron a sus unidades de combate contra la URSS. A las de combate y a las de exterminio. No fueron sólo los nazis de los grupos de acción, los Einsatzgruppen, los encargados de ejecutar de forma masiva y primitiva (a balazos o golpes de cuchillo) a los judíos que habitaban estos países. Fuerzas policiales y patriotas autóctonos formaron parte de los grupos asesinos que acabaron con 140.000 judíos lituanos (el 85% de los existentes), 70.000 letones (casi el 80%) y 2.000 estonios (el 45%). Los cálculos han sido realizados por historiadores tan serios como Timothy Snyder.

La memoria que prefigura la política en estas repúblicas atribuye estas matanzas a las tropas nazis, olvida la participación de sus ciudadanos, y achaca a la presunta ideología comunista de los judíos el odio que sirvió para acabar con ellos.

Lo grave de la situación actual de la polémica no es sólo que se está construyendo una enorme falsificación histórica, sino que simplifica los hechos hasta el punto de que debilita algo tan importante como la conciencia sobre el racismo. Si los asesinatos masivos cometidos en los países del Este de Europa fueron causados en exclusiva por la locura genocida del nazismo, deja de haber problema. Si, por el contrario, se analizan los hechos de forma rigurosa, el problema crece, porque estaremos dejando desguarnecida la frontera contra el racismo que anida en muchos otros lugares fuera de los textos de Hitler. En Letonia, un 15% de la población es de origen ruso. Son más de 300.000 personas a las que se ha privado de nacionalidad porque sus padres fueron instalados allí por Stalin. Esto sucede en Europa.

En Letonia dejó de haber problema judío hace tiempo, porque los mataron los nazis. Hay un problema de una minoría externa, que no comparte su cultura con los autóctonos y que acabaron allí por la imposición del régimen comunista de Stalin. Un régimen contra el que lucharon los patriotas letones... apuntados a las unidades de las SS.

Si nos acercamos a un país que ya va teniendo solera en la Unión Europea, Rumania, las cosas no van mucho mejor. Rumania, gobernada por el mariscal Ion Antonescu, fue durante la II Guerra Mundial el más firme aliado de la Alemania nazi. En aquellos tiempos convulsos, miles de civiles rumanos participaron en pogromos que causaron cientos de víctimas entre los judíos. Con la entrada en la guerra contra la Unión Soviética, las tropas rumanas adquirieron un destacado papel en la eliminación sistemática de 300.000 judíos. Rumanos, pero también de Ucrania y otros países. Hoy la memoria en Rumania elude con suavidad este capítulo de la historia, como lo hace igualmente con la deportación masiva de su población gitana. Judío, para Antonescu, significaba comunista. Y ser patriota consistía, sobre todo, en ser anticomunista. Una buena forma de justificar el exterminio de grupos humanos completos para conseguir la recuperación de territorios como Besarabia. La memoria de la ocupación soviética en Rumania ha tapado la memoria de los vergonzosos episodios de matanzas masivas que fueron realizadas con el beneplácito de la población civil, entusiasmada con la construcción de la Gran Rumania, su gran sueño nacionalista, que aún pervive en muchos corazones. Si se mira a Hungría, se puede ver cómo la memoria de la opresión comunista ha tapado la de la entusiasta colaboración civil contra los judíos.

El gran proyecto de una Europa democrática, lugar de las libertades y de las fronteras rotas, cuenta con enemigos internos. Los nacionalismos, apuntalados en falsificaciones de la memoria, en memorias que tapan otras memorias porque son más cómodas y digeribles, porque salvan la pureza de las actuaciones de los patriotas.

El problema en Occidente es mucho menor. Los franceses no parecen decididos a emprender un camino de chovinismo al saber que los bombardeos ingleses durante el desembarco de Normandía mataron a más civiles franceses que soldados alemanes, como ha mostrado Antony Beevor. La memoria de la liberación ha tapado la de la matanza. Como la memoria de la frágil resistencia antinazi tapó la del colaboracionismo de Vichy.

En España estamos mejor. Aunque, si insistimos en el camino emprendido, no. ¿La memoria de Badajoz tiene que tapar la de Paracuellos? ¿La de Gernika tiene que tapar la del exterminio de curas en Cataluña o Castilla-La Mancha? ¿Seremos capaces de abrir la fosa de Lorca sin decir que Muñoz Seca se lo merecía?

Hay tantos aspectos oscuros en la historia que sólo la Historia puede reconciliarnos con las distintas memorias. Y hacer de Europa un sitio habitable para muchos años. Un sitio no de la memoria, sino de la verdad.

Jorge Martínez Reverte, periodista y escritor. Su último libro es el El arte de matar, RBA.