Memoria y desmemoria del subinspector Torronteras

El 3 de abril de 2004, el subinspector Francisco Javier Torronteras, miembro del Grupo Especial de Operaciones (GEO) del Cuerpo Nacional de Policía, murió a consecuencia de la explosión suicida que siete de los yihadistas directamente implicados en los atentados del 11-M ocasionaron en un inmueble de Leganés. La Comisaría General de Información (CGI) había conseguido dar con su paradero tras una magnífica investigación que, todavía hoy, sigue sin recibir el debido reconocimiento público. Sin embargo, esa labor puso de manifiesto el alto nivel de profesionalidad de los funcionarios de la CGI que, a buen seguro, impidieron que los terroristas escondidos en Leganés ocasionaran más muertes en otros atentados que tenían previsto a partir del 4 de abril y para los cuales se habían fijado en nuevos blancos. Los especialistas del GEO que acudieron a la localidad madrileña no pudieron, pese a ello, evitar que uno de sus más prestigiosos integrantes falleciera en el curso de la actuación en que Serhane ben Abdelmajid Fakhet, Allekema Lamari y demás secuaces decidieron morir matando y destruyendo más de cuanto ya lo habían hecho.

Si obligada es la memoria del subinspector Torronteras como un policía que perdió su vida en acto de servicio y como una víctima del terrorismo, condición esta que corresponde también a la familia que se vio privada para siempre de su presencia, llamativa es, como mínimo, la desmemoria que existe en relación con lo ocurrido a sus restos mortales el 19 de abril de 2004, quince días después de haber sido inhumados en el Cementerio Sur de Madrid. En la madrugada de esa fecha, su tumba fue profanada, el ataúd trasladado, necesariamente por varias personas, a un lugar recóndito de dicho camposanto, entonces su cadáver brutalmente vejado y al fin quemado con saña. Al percatarse del humo y ver lo sucedido, unos vigilantes privados del recinto avisaron a la policía y ésta comunicó los hechos a las autoridades judiciales. El caso, abierto por profanación de cadáver, fue finalmente sobreseído, al no avanzarse lo suficiente en la identificación de los responsables, aunque hubiese razones, más allá de la mera intuición, para relacionar los hechos con los atentados del 11-M y el acto de terrorismo suicida de Leganés.

La profanación de la tumba del subinspector Torronteras y el ultraje deparado a su cadáver, lejos de suscitar cierta significativa revulsión en la opinión pública, pasaron tan socialmente inadvertidas que de lo sucedido aquel 19 de abril de 2004 son pocos los que se acuerdan. Aunque sus allegados y compañeros jamás hayan olvidado lo ocurrido ese día, que añadió una profunda indignación al vacío dejado por la muerte de un ser querido y de un profesional tan poco vanidoso como extraordinariamente riguroso en su trabajo. Quizá conmocionados aún por los atentados en los trenes de cercanías, acaso distraídos en medio de la polémica sobre su autoría, los españoles no reaccionamos como pienso que hubiera sido lógico esperar ante semejante vilipendio de un servidor público que perdió la vida cumpliendo con el deber gracias al cual es posible una convivencia en libertad propia de las sociedades abiertas. Ni tampoco reaccionamos como correspondía ante la más que verosímil vejación a una víctima del terrorismo, como lo era Francisco Javier Torronteras, y por añadidura a las víctimas del terrorismo que eran y son también sus familiares.

Estoy convencido de que lo acaecido de manera tan claramente premeditada con el cuerpo de Francisco Javier Torronteras fue una conducta punible de acuerdo con el artículo 578 del Código Penal vigente cuando se produjo. Dicha disposición castigaba y castiga a quienes participen en “la realización de actos que entrañen descrédito, menosprecio o humillación de las víctimas de los delitos de terroristas o de sus familiares”. Precisamente porque aquellos acontecimientos permanecen impunes y hasta olvidados, recordar el asesinato y posterior menoscabo del hasta entonces tantas veces condecorado subinspector Torronteras, este mes hace ocho años, es un imperativo derivado de la memoria, dignidad y justicia que debemos a las víctimas del terrorismo y a sus familiares. Además, debería contribuir a que los españoles miren hacia el 11-M y el 3 de abril con el respeto y la valoración que merecen las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado. Quizá también a reflexionar algo más sobre por qué los terroristas que perpetraron aquellos terribles atentados consiguieron dividirnos en la memoria pero no que coincidamos en la desmemoria.

Fernando Reinares es catedrático en la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la Universidad Rey Juan Carlos e investigador principal de Terrorismo Internacional en el Real Instituto Elcano.

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