"No creo que la sociedad entienda lo que sucede cuando todo está disponible, listo para ser conocido y almacenado indefinidamente", dijo Eric Schmidt, consejero delegado de Google, en una entrevista concedida a The Wall Street Journal el pasado 14 de agosto. Y también predijo que los jóvenes que hoy hacen un intenso uso de las redes sociales podrían un día no muy lejano exigir el derecho a cambiar sus nombres para escapar de su pasado en Internet.
Cambiar de nombre parece complicado, pero no tanto cuando lo que está en juego es más complejo que un simple episodio embarazoso del pasado. Vean el ejemplo de Andrew Feldmar, un psicoterapeuta canadiense, que hace tres años se dirigía a recoger a un amigo en el aeropuerto de Seattle y se topó con un guardia fronterizo al que se le ocurrió buscar su nombre en Internet. Se enteró así de que Feldmar había escrito un artículo (en primera persona) sobre el uso del LSD en la década de los sesenta. El artículo, publicado en una oscura revista interdisciplinaria, le costó a Feldmar su entrada al país donde trabajaba, en el que vivían sus dos hijos, etcétera. Cada vez son más frecuentes estos casos en los que una simple búsqueda en la Red se convierte en requisito no superado. ¿Cómo impedir que Internet recuerde algo que queremos olvidar? Y sobre todo, ¿cómo hacerlo ahora que Google, Yahoo o Microsoft pueden almacenar todas nuestras búsquedas, hasta el punto de recordar nuestra vida mejor que nosotros mismos? La banalización de lo privado que acompaña el auge de las redes sociales podría ser uno de los efectos colaterales de nuestra falta de control sobre algo que nos ha pertenecido en exclusiva durante siglos. ¿Qué más da que cualquiera pueda tener acceso a mi intimidad si no tengo, en realidad, nada que ocultar?, concluyen hoy los adolescentes que han hecho de Facebook un ritual imprescindible. Dentro de unos años, tal vez cambien de idea. Pero ese pasado seguirá presente.
Schmidt no es el primero, ni el único, en cuestionar las implicaciones éticas y culturales de este cambio decisivo en el estatus de la intimidad. Los defensores de la democracia han celebrado el paso de una Red concebida como herramienta para acceder a la información en herramienta para compartir información (¡viva el prosumer!). Pero no se han debatido lo suficiente las implicaciones de otra transformación: el paso de un mundo donde recordar era la excepción (y olvidar era "lo natural") a un orbe digitalizado donde la tecnología invierte esos términos; ahora mantener el máximo de información digital disponible no solo es una meta alcanzable, sino un proceso mucho más fácil y económico que el que implica borrarla u olvidarla.
Por supuesto, ello puede implicar ventajas sociales. Pero cuando hablamos de información personal, el paso de una cultura más proclive a la memoria que al olvido pone de manifiesto ciertas aristas polémicas.
En su célebre relato Funes el memorioso, Jorge Luis Borges imagina a un personaje al que una caída del caballo le ha provocado la incapacidad de olvidar. Durante 19 años, Ireneo Funes "vivió como quien sueña"; después del accidente adquirió una descomunal cultura libresca. Sin embargo, es incapaz de pensar "en ideas generales, platónicas"; su memoria perfecta le impide ir más allá de las palabras. No es capaz de generalizar ni de hacer abstracciones, los demasiados árboles de su memoria perfecta le impiden ver el bosque del pensamiento.
La hipótesis de Borges demostró rebasar la ficción cuando hace tres años Joshua Foer entrevistó a la mujer que la literatura clínica conoce como AJ, una empleada administrativa de California que recuerda perfectamente cada día de su vida desde que tenía 11 años. Esta memoria incontrolable y automática, "como una película que nunca se detiene", ha terminado provocándole una especie de vasallaje cerebral. Tanto ella como otras personas que padecen el llamado "síndrome hipertiméstico" no han demostrado ser mucho más inteligentes ni más felices que el resto de los mortales. Los neurólogos arguyen que el olvido es parte central de la experiencia humana y del proceso mismo del pensamiento; la vasta red de sinapsis de un cerebro normal se vería desbordada si recordáramos exactamente cada hecho del pasado y cada estímulo que recibimos.
Se trata, por supuesto, del esbozo de un asunto muy complejo: hay diferentes tipos de memoria, condiciones que facilitan recuerdos, olvidos traumáticos... pero todo parece indicar que el olvido cumple no solo con la segunda ley de la termodinámica, sino también con ciertos requerimientos evolutivos. Más que una limitación, se trata de una necesidad humana.
El paso de lo análogo a lo digital (como estudia en detalle Viktor Mayer-Schönberger en su reciente libro Delete. The virtue of forgetting in the Digital Age ha alterado de manera fundamental qué información puede ser recordada, cómo puede ser recordada y a qué costo. Hasta hace poco, mucha de esa información sencillamente "estaba ahí". Ahora, es parte de una cultura del intercambio, donde no solo escapa al control de quien decide compartirla, sino también al contexto de secuencia temporal y empatía emocional que se asocia con la memoria humana.
"Nuestro pasado está cada vez más grabado como un tatuaje en nuestra piel digital... La Red ha olvidado cómo olvidar", escribía -¡hace más de 12 años!- J. D. Lasica. Es poco probable que esta superabundancia de "huellas digitales" (en el sentido tecnológico de la expresión) acabe integrada en una orwelliana red de vigilancia universal. Y sin duda, la facilidad para acceder a información que antes resultaba olvidada o de difícil acceso contribuyen a la innovación y al crecimiento económico de las sociedades informatizadas.
Pero una mirada minuciosa a los supuestos beneficios de una memoria digital omnipresente revela un paisaje bastante más ambiguo. En realidad, el uso sistemático de nuestra increíble capacidad actual de recordar lo almacenado por medios digitales representa un reto para nuestra aptitud de adaptación y aprendizaje. Luego de facilitar varios ejemplos, tanto benéficos como perjudiciales, de la manera en que esta nueva condición afecta nuestras vidas, Mayer-Schönberger escribe: "Durante milenios, los seres humanos han vivido en un mundo de olvido. La conducta individual, los mecanismos y procesos sociales y los valores humanos han incorporado y reflejado este hecho. Sería ingenuo pensar que dejar atrás esta parte fundamental de la naturaleza humana con la ayuda de la digitalización y la tecnología será un asunto indoloro. Hay numerosas maneras en que los seres humanos se ajustan rápidamente a diferentes condiciones ambientales, pero los trazos fundamentales de la conducta humana tardan varias generaciones en ser alterados o reemplazados. Incluso si somos capaces de hacer frente a este nuevo mundo de recuerdo automático y pasar por una fase de ajuste doloroso, ¿lo veríamos como un avance importante o más bien como una terrible maldición?".
Algunas de estas dudas han provocado las declaraciones de Schmidt. Otros analistas creen que si no hay suficiente transparencia social, la memoria digital puede no representar una ventaja. Como parte esencial de la arquitectura de la libertad contemporánea, Internet no debería priorizar el derecho a recordar sobre el derecho al olvido. Al menos, no puede hacerlo sin que ello implique, al mismo tiempo, una simplificación de la memoria humana.
En su relato perfecto y conmovedor de la desventura de Funes, Borges deja caer un juicio que vale para quienes hoy abogan por la "memoria total", aunque esta venga despojada de perspectiva y amenace, incluso, nuestra capacidad de decisiones racionales: "Llevaba la soberbia hasta el punto de simular que era benéfico el golpe que lo había fulminado".
Ernesto Hernández Busto, ensayista (premio Casa de América 2004). Desde 2006 edita el blog de asuntos cubanos PenultimosDias.com