Memoria y olvido: que los muertos entierren a sus muertos

La denominada memoria colectiva ha adquirido tal proteica capacidad de abarcar ideas distintas que ha sustituido en gran parte a la historia. La memoria colectiva, desprendida de los componentes éticos que apreciaban teóricos tan trascendentes como Margalit o Todorov, se transforma en la reivindicación de un pasado parcial y en ocasiones al servicio de la confrontación ideológica, como dice David Rieff: «Hemos entrado en un mundo donde la función esencial de la memoria colectiva es la legitimación de un criterio particular y un programa político y social, y la deslegitimación de los opositores ideológicos».

Empeora la tendencia de convertir el espíritu universalista y ético de la memoria colectiva cuando la convierten en memoria democrática, considerando que el adjetivo legitima el concepto y terminan transformándola en un trampolín hacia un pasado tan nostálgico como imposible, tan fabulado como irreal. Es para parte de la izquierda, que esgrime con ímpetu inquisitorial, una manera de imponerse y, a la vez, una declaración sublime de cobardía e incapacidad. ¡Sí!, porque la izquierda que se empeñaba en desentrañar el futuro –recordemos a Marx diciendo «la revolución del siglo XIX no puede extraer su poesía del pasado, sino del porvenir... Dejemos que los muertos entierren a sus muertos»–, hoy se enquista en el pasado, en la defensa de políticas pretéritas. Porque la izquierda antaño universalista hogaño se recluye en lo pequeño, en los símbolos identitarios, en lo concreto. La memoria colectiva que tenía como fin trascendente y último impedir la repetición de los terribles acontecimientos del siglo XX que nos hicieron dudar de las características más definitorias del ser humano, hoy es utilizada para diferenciar, para dividir, para imponer. Ha ido perdiendo tono moral según iba adquiriendo vitalidad política.

Memoria y olvido: que los muertos entierren a sus muertosDejemos las cosas claras. Todo mi apoyo y solidaridad con las personas que quieren recuperar a sus familiares enterrados anónimamente en los pueblos y cunetas de España durante la Guerra Civil. Es más, para que no exista comercio ideológico, esa tarea debería ser competencia directa e intransferible de las instituciones; es una cuestión de dignidad nacional y no podemos ni debemos dejar que el noble impulso nazca y acabe en organizaciones privadas por muy encomiables que sean sus intenciones. La Guerra Civil, la provocada por un levantamiento militar, fue injustificable desde todos los puntos de vista. Franco fue un dictador que sometió a España a cuatro décadas de silencio y oscuridad, y ninguna consecución práctica del régimen autoritario justifica o atenúa su responsabilidad. De la misma forma es conveniente constatar que la muy digna oposición franquista no tuvo fuerzas suficientes, aislada en un concierto internacional definido por la Guerra Fría, y los antifranquistas sobrevenidos no deben disminuir la grandeza de la resistencia tenaz de unos cuantos españoles que sacrificaron vidas y haciendas por la libertad de todos sus conciudadanos. El aprovechamiento de aquel empecinamiento de los antifranquistas no debe ser manoseado por quienes no frecuentaron aquellas ralas filas de dignos españoles queriendo ahora, en un ejercicio de nostalgia inútil, hacer lo que no hicieron ellos o sus padres y abuelos.

En este caso, una vez conquistada la libertad y la democracia, y compartida con toda la nación, seguir reconociendo que fueron pocos, que las fuerzas eran insuficientes y que todos sus intentos de conseguir la libertad terminaron en frustrantes dramáticos fracasos, supone un reconocimiento a su incuestionable mérito y una lección que no deberíamos olvidar: siempre es insuficiente el número de héroes para salir de las oscuras fauces de las dictaduras.

Dicho lo que antecede, sin preocuparme si a unos les parece escasa y a otros pródiga mi declaración, creo conveniente afirmar que el día 15 de junio de 1977, cuando los españoles pudieron votar libremente a todos los partidos políticos, incluido al PCE, arrumbamos con la dictadura. Aquel día los españoles, los que convivieron con el franquismo, los que eran franquistas, los antifranquistas que habían arriesgado su bienestar personal y los que legítimamente habían sucumbido al miedo impuesto férreamente por la dictadura... derrotamos fraternalmente al régimen.

Pero la batalla por la democracia no terminó aquel luminoso día a las ocho de la tarde cuando se cerraron las urnas. Posteriormente, un Parlamento plenamente democrático accedió a la pretensión más querida: la amnistía. Aquel día el enemigo se trasformó sólo en un adversario, los españoles, a través de sus representantes legítimos, en un abrazo desconocido en nuestra historia, fraguaron la concordia necesaria para construir una democracia representativa. No hicieron la revolución, ni permitieron la involución como pretendían los impenitentes nostálgicos del pasado; sencillamente, con aquel abrazo, en el que ni la memoria derrotó al olvido ni éste a la historia reciente, dimos los primeros pasos firmes para que en España no volviéramos a tener en la cárcel o en el exilio a otros españoles por el exclusivo motivo de opinar de manera distinta: los primeros pasos para ser ciudadanos libres en una democracia representativa. Posteriormente, como consecuencia de aquel acto fundacional que supuso la amnistía, los españoles pudimos aprobar una Constitución que concretaba y legitimaba aquel deseo expresado solemnemente el 15 de octubre de 1977.

No lo pongo como excusa para que se reflexione sobre ese pasado reciente, pero sí me opongo al manoseo interesado de aquel hito histórico para un país con un periplo vital impregnado de odios fratricidas y tozudamente empeñado en oprimir a los españoles que diferían en el credo o en la ideología dominante. La exhibición de la memoria, sea llamada colectiva, histórica o democrática, parece evitar cualquier oposición o crítica a las personas que la utilizan. Por ese motivo me acerco más a la historia que a una memoria instrumentalizada a la que es imposible rebatir sin caer en desgracia para los que, ejerciendo una visión inquisitorial, tan gustosamente frecuentada por los españoles, nos indican qué podemos decir o hacer.

En España reivindican la memoria ¿democrática? dos grupos diferentes. Los primeros son los que se sienten impulsados a un reconocimiento más cabal de nuestro pasado. Estos poseen buena intención, sus deseos son nobles, tal vez se vean abocados a este camino por sentirse incapaces y temerosos ante un futuro que no comprenden. Otros, dejemos las florituras, la esgrimen para combatir el sistema que nació de la amnistía y de la aprobación de la Constitución del 78. No son sinceras ni nobles las invocaciones del partido de Rufián, tampoco debemos tener duda sobre las razones de Bildu. Estamos ante una estrategia definida que debería estar abocada al fracaso, a no ser que encuentren en el camino apoyos sorprendentes. Tampoco es discutible la razón que lleva a Podemos, desde el propio Gobierno, a poner en entredicho la Transición española. No han sido escasas las ocasiones en las que las estrategias de caballo de Troya han sido utilizadas por los comunistas y filocomunistas; no sienten contradicción alguna entre aprovecharse de las instituciones y debilitarlas, entre ser ministros y combatir la Constitución, entre cobrar un sueldo público y desprestigiar la democracia que representan; la revolución o lo que sea en cada momento puede justificarlo todo. Pueden engañar a muchos, parece que lo consiguen en determinados ámbitos, pero sería muy peligroso que lo lograran con la mayoría.

Deberían ser sospechosos aquellos que recuerdan, con gestos compungidos, las atrocidades del franquismo y atenúan u olvidan los crímenes de ETA. Deberíamos rechazar a aquellos que reivindican la memoria, que noblemente entendida es una reivindicación de la dignidad y del futuro, para agredir al adversario, para dividir a la sociedad o para justificar sus posiciones políticas. En fin, tengamos en cuenta que para una sociedad próspera y digna, como para los individuos, es tan importante la memoria como el olvido. Sin la memoria terminamos sin saber de dónde venimos, sin el olvido no podremos progresar, ir donde deseemos, ser como queramos.

En España no hubo un pacto de silencio, no hubo un acuerdo para olvidar, en España tomamos en su momento la decisión de romper las cadenas del pasado y donde hubo trincheras fratricidas apareció la concordia mínima para vivir en libertad. En realidad, aquel octubre del 77, y con la aprobación de la Constitución, decidimos poner un gran punto y aparte en nuestra historia, decidimos metafóricamente romper con nuestro pasado oscuro, decidimos que no volviera a pasar todo lo que nos había sumido en el silencio de los cementerios.

Nicolás Redondo Terreros fue secretario general del PSE.

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