Memorias de un antisemita (1)

Se necesitan varias cosas para escribir un libro como El cementerio de Praga.En primer lugar, talento. Luego, valor y audacia; infrecuentes en los tiempos que corren, donde parece que los escritores tienen un contrato con las casas aseguradoras. También es obligada una cultura que trascienda la erudición y que entienda que detrás de todo, desde la manera de hablar hasta la forma de comer, se debate siempre una cuestión de poder. ¿Quién manda y quién obedece? No hay que olvidar tampoco el humor, derrotado entre nosotros por la sal gruesa del estupidario. Y la ironía, que se reduce en la prosa, a la complicidad entre el autor y el lector, apenas un guiño. Por último, y fundamental, se necesita ser Umberto Eco.

El cementerio de Praga (Lumen) alcanza la osadía. Nada menos que afrontar dos mundos en los que no es posible penetrar sin traje ideológico de amianto: la invención del antisemitismo moderno y el papel de los servicios de espionaje en los vericuetos de la historia.

Enunciado así, parece que más bien estamos comentando un ensayo. No, se trata de una novela. Un relato muy especial que exige un lector algo especial también. No sólo por la frustración que puede generar en los pobres de espíritu, esos que se preguntan siempre si lo que leen es verosímil, no vaya a ser que el autor se esté quedando con ellos, sino también porque exige un cierto conocimiento del paisaje histórico en el que Eco desenvuelve a sus personajes, con una soltura y un desparpajo que en ocasiones se antoja arrogancia.

Un experto falsificador, de nombre Simonini, vive sus últimos días entre recuerdos de sus malandanzas y compromisos del momento. Estamos en los años finales del XIX, ese siglo que se inició con la Revolución Francesa y alumbró la rusa. Umberto Eco, su generación - que es la mía-hereda del XIX muchos de sus parámetros ideológicos, culturales y hasta gastronómicos. Probablemente por eso este Cementerio de Praga tiene para nosotros, los que aún leemos novelas, y en papel, algo de familiar.

Las enrevesadas y tortuosas memorias del capitán Simonini, falsificador de documentos, agente doble y triple de quien le pague bien, siempre y cuando sea por una causa reaccionaria. Este hombre que se para a contar su ajetreada vida mientras prepara su último gran golpe, su última estafa histórica, la que le consolidará el retiro y la posteridad. Nada menos que fabricar Los Protocolos de los sabios de Sión,el libro que se editará en la Rusia zarista (1905) y en el que abrevará el antisemitismo moderno. Esa invención de un falsario probablemente hará reír desdeñosamente a más de un español de hoy, pero fue libro de cabecera de los dos hombres que gobernaron España durante cuarenta años. Franco y Carrero Blanco creyeron a pies juntillas en la falsificación de Simonini, que tan magníficamente recrea Umberto Eco. Ellos la divulgaron con pseudónimos dignos de otra novela, que ningún español ha escrito aún pero que merecería la pena: Jakin Boor, Hispanicus, Juan de la Cosa, Ginés de Buitrago... hasta los años cincuenta.

Para nosotros, insisto, esta novela tiene un valor especial. Este país donde nos nacieron fue nazi, convicto y apenas confeso, durante seis años, y por mucho que ahora se cubran de olvido, incienso y mirra ahí quedan las pruebas. (Cada vez que leo una nueva aportación historiográfica de los simoninis vernáculos sobre la visita de Himmler al monasterio de Montserrat me produce más vergüenza ajena). El antisemitismo en España tiene hondas raíces, las de la Iglesia omnipotente. La conjura judeomasónica vino luego. Primero fue la expulsión, esa tragedia que produjo nuestro primer gran exilio de la inteligencia; después vendrían otros. Se mantuvo el sedimento, ese humus cultural que está en nuestro vocabulario y que alcanza hasta Pío Baroja, un antisemita pasivo, que revela al hombre de boina, brasero y mesa camilla, tan representativo de las clases medias españolas, católicas o laicas, muy dadas a las teorías conspirativas de la historia: los judíos, los jesuitas, los masones.

Por suerte para él, Umberto Eco parte de un mundo social y cultural diverso, y eso, sumado a su audacia, le consiente evocar la formación de Italia, el mundo de Cavour, Mazzini y Garibaldi, con una libertad y humor iconoclastas. Seguro de sí, sin ninguna necesidad de piedad o de pañales que acomoden lo políticamente correcto. Si en ocasiones parece que respira ambientes a lo Valle-Inclán, en otras hay un homenaje irónico a Lampedusa y los gatopadardos convertidos en indolentes rufianes. El desembarco de Garibaldi en Sicilia y el papel del siniestro Simonini retrata uno de esos momentos sintéticos, donde paisaje y paisanaje de un mito se exhiben desde la parte trasera del tapiz.

El antisemitismo abre y cierra la historia de Simonini y de este libro; una panorámica del reaccionarismo ideológico que se condensa en el contubernio de masones y judíos, aunque hay más sustancia en el armazón de esta novela. Quizá porque el antisemitismo es el hilo y porque históricamente constituye la más antigua de las manipulaciones de la historia, me he servido de un título, Memorias de un antisemita,robándolo sin disculpa a uno de los escritores más fascinantes y poco frecuentados del pasado siglo, Gregor von Rezzori.

Y de este latrocinio mío a Von Rezzori me nace la idea de plantear si, como en sus Memorias de un antisemita (Anagrama), hay en este Cementerio de Praga una ambición literaria similar. En absoluto. Las novelas de Eco están cuidadosamente construidas, por más que a veces se le vaya la trama por los cerros de Úbeda y tenga que traerla por los pelos, o se enmarañe y deba inventarse un personaje para la ocasión, pero eso forma la tramoya de los libros de ficción. Eco es un excepcional escritor que no tiene especial interés en hacer literatura. Ojo, sabe muy bien qué es literatura, pero no es lo suyo. Se trata de un narrador, de un contador de historias, incluso de un novelista, pero aunque a alguno le pueda sonar a extraño, eso no es necesariamente literatura. Ni mejor, ni peor, sólo que es otra cosa. Incluso los guiños burlones al gran Dumas, ese titán de la novela sin literatura, ayudan a entender mejor este libro.

Las novelas de Eco tienen algo de paseo por una época y unos personajes con la seguridad de quien sabe que marcha por senderos bien trazados, entre paisajes que ni son de cartón piedra, ni decoración chabacana. Si muchos mediocres consiguen que una novela haga verosímil lo inverosímil, gracias a la escasa entidad crítica del lector, en Eco sucede al revés. Cuesta trabajo imaginar que sea verosímil una trama donde los personajes hacen todo lo posible por parecer inverosímiles. Pero, sin embargo, son verdad; están avalados por el estudio y por el talento de un erudito con sentido del humor. Lectores simples, abstenerse. Se arriesgan a no entender nada, o a creérselo todo, desde el antisemitismo hasta la teoría conspirativa de la historia.

Por eso, al final, quizá un tanto asustado él mismo de las conclusiones que pudiera sacar algún tipo acostumbrado a leer devocionarios en forma de novela, marca un punto irónico y apela a los lectores como Dios manda,suprema ironía para quien alcanzó la laicidad tras una adolescencia de fervor mariano. Estamos ante un atractivo artefacto novelesco que pasea por la historia; recorre el Turín de Cavour, el París de la Comuna, la Sicilia de Garibaldi, vistos desde los ojos brutales de un falsificador de la historia, profesional y riguroso, cuya única inclinación apacible acaba en la gastronomía. El resto es odio y resentimiento. Y por si fuera poco, en ocasiones el protagonista es uno, y en otras dos, que compiten en la charada. El capitán Simonini y el abate Della Piccola, imagino que metáforas históricas de las dos covachuelas más antiguas de la humanidad: los servicios del Estado y las órdenes monásticas.

En tiempos de talibanes resulta un placer perverso leer un libro como este.

Gregorio Morán

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