Memorias divididas

El 23 de octubre de 1956, la gigantesca estatua de Iósif Stalin, de ocho metros de altura, que presidía una de las plazas de Budapest, donde el régimen comunista celebraba sus desfiles y conmemoraciones, fue derribada por la multitud, cortada por los pies, con las botas del dictador como único rastro sobre el pedestal. Entre escenas de gran júbilo, un camión transportó la estatua de bronce por las calles de la ciudad hasta dejarla tirada a las puertas del Teatro Nacional.

Era el comienzo de la revolución de 1956, aplastada poco después por las tropas soviéticas, de la que se cumplen ahora 55 años y que los húngaros conmemoran desde la caída del comunismo como fiesta nacional, divididos por su terrible pasado de guerras y tiranías, que algunos utilizan para justificar sus posiciones políticas actuales y como arma de combate ideológico frente a sus oponentes.

La historia, efectivamente, se convirtió en los antiguos países comunistas, desde los primeros momentos de la transición a la democracia, a finales de los ochenta, en un tema central de debate público. Conociendo lo trágica y compleja que fue la de Hungría en el último siglo, no resulta extraño que los sucesos del pasado proyecten inevitablemente su larga sombra sobre el presente. La sombra de las botas de Stalin, del nazismo y de la persecución a los judíos.

Hungría comenzó la I Guerra Mundial formando parte dominante del gran imperio de la monarquía de los Habsburgo y la acabó derrotada, con una paz impuesta por los poderes vencedores en el tratado firmado en el edificio Trianon de Versalles, por el que perdió dos tercios de su territorio y la mitad de su población. Más de tres millones de húngaros se convirtieron, como consecuencia de las nuevas fronteras establecidas por los vencedores, en una minoría oprimida bajo la jurisdicción de los países vecinos.

Ese trauma, que tuvo un impacto profundo entre las élites políticas, intelectuales y militares, no quedó ahí. Desarmada, aislada políticamente, con una economía deshecha, y odiada por sus vecinos, Hungría vivió una posguerra turbulenta, con una revolución comunista, dirigida por Béla Kun, que puso en marcha durante unos meses de 1919 una república soviética, echada abajo por los terratenientes y el ejército rumano, y que dio paso a la dictadura del almirante Miklós Horthy, la primera de corte derechista que se estableció en Europa.

El largo periodo de gobierno autoritario y ultranacionalista de Horthy, mantenido sin demasiados problemas durante sus primeros 20 años, dio un cambio radical con su decisión de meter a Hungría en la II Guerra Mundial al lado de la Alemania nazi. Si la primera de esas guerras había resultado traumática, la segunda la superó. Decenas de miles de húngaros murieron en el frente ruso, medio millón de judíos fueron trasladados a campos de exterminio tras la ocupación de Hungría por las tropas alemanas en marzo de 1944, en medio de la orgía de sangre desatada por el Gobierno títere de Ferenc Szálasi, el líder del movimiento fascista de la Cruz Flechada. Los combates entre nazis y soviéticos en suelo húngaro acabaron con la victoria final del Ejército Rojo el 4 de abril de 1945.

La dictadura comunista que siguió a la guerra cambió de nuevo de forma brusca y violenta la historia de Hungría, con una primera etapa de estalinismo extremo bajo la dirección de Matyas Rakosi y una segunda, "el comunismo goulash" (1963-1985), presidida por János Kádár, que combinó la mano dura con la creación de una amplia red de beneficios sociales. Después de más de cuatro décadas de represión, las diferentes tradiciones políticas habían quedado borradas. Los nuevos grupos políticos establecidos a partir de 1989 dejaron muy clara su intención de enterrar el sistema comunista y de reemplazarlo por el capitalismo y la democracia parlamentaria.

Los símbolos externos que recordaban a los héroes comunistas, centenares de monumentos y estatuas, se convirtieron en objeto de disputa. Y aunque una parte de la población defendió la solución más drástica, su destrucción -la que se adoptó, por cierto, en otros países, tras la caída de las dictaduras en los años setenta y ochenta-, el Ayuntamiento de Budapest decidió crear un parque de memoria, a las afueras de la ciudad. Inaugurado en junio de 1993, en él se exhiben algunos de los monumentos más representativos del dominio comunista, lo que proporciona al visitante una excelente oportunidad, casi única en el mundo, de procesar visualmente una parte del pasado traumático más reciente y de analizarlo críticamente.

Mucho más problemático resultó para esos nuevos grupos y actores políticos forjar sus identidades, acotar sus ideologías y atraer a un electorado hasta entonces inexistente. Para lograrlo, tuvieron que demostrar, porque así se construyen las identidades políticas, su relación con los periodos, acontecimientos y personajes más emblemáticos de la historia de Hungría. Y ahí es donde empezó un conflicto, todavía no superado, para apropiarse del pasado y demostrar afinidad o rechazo hacia algunas de las tradiciones históricas nacionales.

Mientras la izquierda luchaba por distanciarse del pesado legado del comunismo, la derecha buscaba demostrar que había una tradición conservadora, rota por dos ocupaciones extranjeras de Hungría, la nazi y la soviética, protagonizadas por dos ideologías totalitarias ajenas a la tradición política del país. De acuerdo con esa visión de la historia, desde el injusto tratado de paz de Trianon dictado por las potencias occidentales tras la I Guerra Mundial, Hungría tuvo "el castigo como destino", en expresión de Jószef Antall, el primer presidente elegido democráticamente tras la caída del comunismo. Solo así se explica el fracaso del liberalismo y de la democracia, la radicalización de la política, el patriotismo de Horthy, atrapada como quedó la nación, luchando por su independencia y soberanía, entre dos terribles y violentos superpoderes totalitarios. Y fue, por supuesto, un factor externo, la ocupación nazi, el que justifica la parte de la historia más complicada de explicar para los conservadores: la persecución de los judíos, iniciada ya con Horthy, y el desarrollo fatídico de los hechos que llevó a la conquista del poder de los fascistas húngaros de la Cruz Flechada en octubre de 1944.

La manifestación más clara de esa interpretación de la historia se exhibe de forma permanente en el Museo del Terror, inaugurado en 2001 bajo el amparo oficial y guía ideológica del entonces, y actual, jefe de Gobierno y líder del partido conservador Fidesz, Viktor Orbán. Es la historia de dos terrores, dos dictaduras, la fascista de la Cruz Flechada y la comunista, resultado de la pérdida de independencia del país, primero en 1944 y después en 1948, que maltrataron a Hungría, separándola del buen camino, con el Holocausto y la tiranía. Y para acoger esa historia de crímenes monstruosos se ha elegido el edificio neorrenacentista del número 60 de la elegante calle Andrássy, construido en los años ochenta del siglo XIX, y que fue el cuartel general, de detención y tortura, del partido fascista de Szálasi y, posteriormente, de la policía secreta comunista hasta 1956.

Son maneras de ver y manipular la historia. En vez de enfrentarse de verdad a los diferentes y terribles pasados, se elaboran historias para el uso y la tranquilidad de quienes quieran o sientan la necesidad de identificarse con ellas. No son los hechos históricos los que se investigan y discuten, sino la interpretación de esos hechos que mejor sirve a los gobernantes y grupos políticos para montar una versión oficial de la historia, utilizando los museos como modelo de educación y celebración. Y después dicen que la historia ya es pasado y que hay que mirar al futuro.

Por Julián Casanova, autor de Europa contra Europa, 1914-1945, Crítica.

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