Memorias futuras de nuestra generación

Memorias futuras de nuestra generación

Miro por la ventana mientras cae una lluvia cerrada y constante. Es marzo y esa lluvia es una anomalía folclórica en Ciudad de México, que parece diseñada para desafiar cualquier ponderación, incluso las climáticas. Por la calle caminan tres amigos y escucho que uno de ellos pregunta: “¿No hay una app para detener la lluvia? No mames, salí pensando que era primavera”. Los otros sonríen y yo con ellos.

Somos esto: una generación que se vincula mal con el entorno pero que se entiende bien con la inteligencia digital, con la hiperracionalización, con los símbolos encriptados en pantallas que muestran el mundo al alcance de nuestro celular y al que subimos como si fuera el faro único desde el que se contemplan todos los horizontes.

No hace mucho me preguntaba cómo seremos recordados: ¿Quizá como la generación COVID-19 y, al mismo tiempo, antivacunas? ¿O la de las mil contraseñas y los pocos arraigos? ¿Los que acumulamos cajas de Amazon y de comida a domicilio en la puerta del departamento de nuestro barrio gentrificado? ¿Los que dejamos millones de cubrebocas flotando en los océanos? ¿Los que amamos a los perros como a nosotros mismos, pero al prójimo no tanto? ¿Los que comemos vegano mientras observamos el espectáculo de la guerra —dentro y fuera de nuestro país — en videos breves e impresionantes de los que nos olvidamos pronto?

No hay momento histórico que escape a las taras generacionales, tampoco al orgullo de los logros. Si preguntáramos a nuestros padres y abuelos de qué se enorgullecen y de qué se avergüenzan como generación, tal vez nos sorprenderíamos: ¿Los movimientos estudiantiles? ¿El amor libre? ¿La obsesión con la hipoteca inmobiliaria, el triunfo materializado en créditos abusivos para comprar un auto? ¿Aquel machismo setentero que priorizó todas las causas sociales antes que el feminismo? En el libro ¿Será que soy feminista?la escritora Alma Guillermoprieto cuenta que, cuando las mujeres intentaban poner sobre la mesa los temas de género, los compañeros universitarios les respondían: “Compañera, estamos discutiendo la revolución”.

Pienso en nosotros y nuestras razones de orgullo, que no son menores: cada vez hay más cabida para las personas que no se identifican con un género binario y, a pulso cotidiano, vamos modificando un lenguaje rígido, masculinizado y excluyente; las mujeres hemos avanzado hacia la despenalización del aborto; y tenemos una mayor conciencia del cambio climático. Pese a todo, el mundo da cuenta una y otra vez de que no es precisamente ese lugar ultramoderno y civilizado que nos relatamos desde el privilegio del faro digitalizado.

Mientras observaba las fotografías de los jefes de Estado europeos que se reunieron el 10 de marzo en Versalles para discutir sobre la invasión rusa, bajo una pátina fastuosa que no deja de causar pudor comparada con las escenas devastadoras de Ucrania, recordé este poema de Lawrence Ferlinghetti: El mundo es un lugar hermoso / donde nacer/ si no te importa que alguna gente muera / todo el rato / o pase hambre mortal / parte del tiempo / lo cual no es la mitad de malo / si no eres tú.

Y nosotros, que no fuimos a Versalles, también contemplamos esa guerra desde el lujo faraónico de la desconexión emocional, por más conectados a la red que vivamos. Esa paradoja y la confusión, la falta de discernimiento entre consumir información o consumir entretenimiento en las redes sociales está cobrando una alta factura: la indolencia sistémica. Son ya 15 años de Twitter y 18 años de Facebook. ¿Cómo ha transformado nuestros procesos cognitivos y emocionales acudir a ellas para discutir, para informarnos y desinformarnos? ¿O para pasar, esquizofrénicos, del horror de la guerra a la risa con el meme graciosísimo que viene justo debajo del video sanguinario?

La lectura de la guerra también pasa por las redes y la clase social. Como la imagen de restos de masa encefálica en las paredes de una casa en el pueblo de San José de Gracia, en Michoacán, después de la ejecución espeluznante de al menos 11 personas a las que no consideramos iguales porque “andan en malos pasos” —como dicen las autoridades mexicanas— y pertenecen a un segmento social con el que no nos identificamos; o la de la estación de trenes de Kiev, en Ucrania, donde se han separado tantas familias en medio del llanto, pero desde Twitter es solo Europa siendo Europa. Nuestra indignación es episódica, de trending topic, de superioridad moral porque la sentimos lejana a nuestra identidad y entorno.

Oh, el mundo es un lugar hermoso / donde nacer / si no te importan / unas pocas almas muertas / en los pisos más altos / o una bomba o dos / de vez en cuando / en tu carita respingona.

En esta generación somos también los que no tenemos hijos: la tasa de fecundidad ha disminuido drásticamente en México y el mundo. En algunos casos incluso por debajo del nivel de reemplazo poblacional. ¿Cómo nos definirá ese hecho? Por más proyecciones que existan, no lo sabremos hasta que el tiempo —ese que nos parece demasiado cuando un sitio web tarda más de 10 segundos en descargar o un Uber tarda más de cinco minutos en llegar— nos lo diga.

Y sí, este mundo es un lugar hermoso para vivir si no nos importan las inconveniencias / como que nuestra sociedad Marca Registrada / sea presa de sus hombres de la distinción / y sus hombres de la extinción / y sus curas / y otros patrulleros / y sus segregaciones varias / e investigaciones del congreso / y otros estreñimientos / de los que nuestra tonta carne / es heredera.

A las variables para el vértigo que propone Ferlinghetti hay que sumar dos años de pandemia, que nos entrenaron para relacionarnos a través del Zoom con seres unidimensionales, estimulados por la luz de la pantalla, con los oídos masacrados por los audífonos. Hoy nos causa sorpresa ser convocados para estar presentes: “¡Es presencial!”, alcanzo a leer en las notificaciones de WhatsApp que me están urgiendo a un chat grupal para coordinar una reunión. ¡Es presencial! Había que llegar a 2022 para que nos sorprendiera que, a veces, vivir implique llevar el cuerpo a algún sitio.

Me quejo, claro, como la más llorona e hipócrita de los posmodernos mientras espero ansiosa mi pedido de Uber Eats, porque tengo hambre y hoy no hubo tiempo para preparar algo pues soy ultraproductiva y me autoasedio bajo el bombardeo del “tengo mucho trabajo”. Porque aprendí que tener trabajo era triunfar. Así que aquí estoy, triunfando.

Alma Delia Murillo es autora de cuatro libros. Es columnista del periódico Reforma, autora de audioseries en Amazon Audible y del pódcast ‘Diario la libro’.

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