Mena: una sanción injusta

Por José Rojas Caro, general auditor en la reserva y doctor en Derecho (EL MUNDO, 18/01/06):

Por un discurso pronunciado el día de la Pascua Militar en la sede de la Capitanía General de Sevilla fue arrestado el teniente general jefe de la Fuerza Terrestre José Mena Aguado. El hecho por el que básicamente se le ha castigado fue porque en su alocución afirmó que si el Estatuto de Cataluña sobrepasa la Constitución sería de aplicación el art. 8 de la misma, precepto que leyó literalmente, haciendo luego tres consideraciones: una sobre el concepto de nación en el que -dijo- «no voy a entrar porque el art. 2 de la Constitución lo expresa clara y rotundamente»; otra sobre la lengua, pues en su opinión la exigencia de la lengua vernácula en las regiones obligaría a regular los destinos de los militares como si fueran en el extranjero; y otra finalmente relacionada con la Justicia, pues la aparición de poderes judiciales autonómicos independientes del Estado podría dar lugar a sentencias dispares para hechos similares que afectan el régimen interior de las bases, acuartelamientos o establecimientos militares y a las expectativas profesionales de cada uno de los componentes de las FAS. Los hechos descritos han sido incardinados por la Autoridad sancionadora en el art. 7-31 de la Ley Orgánica 8/1998 de 2 de Diciembre de régimen disciplinario de las Fuerzas Armadas.

La sanción impuesta -ocho días de arresto- y la posterior destitución y pase a la reserva anunciada por los medios no dejan de producir estupor. En primer término, porque ni el jurista más exigente y riguroso podía ver en los hechos expuestos el más mínimo atisbo de materia sancionable, cabalmente porque lo que básicamente hizo el teniente general sancionado no fue otra cosa que defender la Constitución que el pueblo aprobó y leer uno de sus preceptos, diciendo que el artículo 8 de la Constitución «sería» de aplicación (en condicional) en la actual situación, sin que en ningún momento recabase para el Ejército la iniciativa de su puesta en práctica, pues él y todos sus oyentes sabían perfectamente que esto corresponde constitucionalmente al Gobierno y al Parlamento.

A lo largo de nuestra historia política -singularmente la más reciente- causaban temor aquellos militares que conspiraban o atentaban contra la Constitución. Hoy paradójicamente inspiran sospecha -al menos en los medios políticos- los que intentan defenderla. Y esto no deja de producir un punto de perplejidad en el español medio.

Creo que los políticos, singularmente los que gobiernan, no deberían abrigar ninguna sospecha ni ningún temor de la defensa que un militar haga de la Constitución. Pues la tienen muy bien aprendida y asimilada. En las Academias militares se les enseña y explica pormenorizadamente la Constitución, en cuyo Título Preliminar se destaca el papel estelar del Ejército como garante de la soberanía nacional, del orden constitucional y de la integridad territorial de España (art. 8). Y allí, en las Academias, se les enseñan también las Reales Ordenanzas para las Fuerzas Armadas, en cuyo articulado se cita una y otra vez la Constitución, bien subrayando que la misión de los Ejércitos es garantizar la soberanía e independencia de la Patria, defender la integridad territorial y el ordenamiento constitucional (art. 3), bien proclamando que la disciplina tiene su expresión colectiva en el acatamiento de la Constitución, a la que la Institución militar está subordinada (art. 11) ; bien declarando que todo militar deberá conocer y cumplir exactamente las obligaciones contenidas en la Constitución (art. 26) o bien advirtiendo que ningún militar estará obligado a obedecer órdenes que constituyan delito en particular contra la Constitución (art.34).

De modo que, cuando un militar sale de su Academia, sabe muy bien cuál es su papel en relación con la Constitución, pues la ha interiorizado, la ha hecho suya y ha comprendido que esa Ley de Leyes es el principal baluarte de nuestro Estado y la Norma primera y fundamental de nuestro Derecho. Hay una muy conocida anécdota del fallecido papa Juan Pablo II del que decía un distinguido representante de la Curia Romana que «era altamente peligroso» y, cuando se le preguntó por qué, contestó: «Es que cree firmemente en Dios». También del general Mena Aguado podría decirse que «es altamente peligroso» porque cree firmemente en la Constitución.A cualquiera debe inspirar una gran confianza quien defiende, con más razón si lo hace con riesgo, la Constitución aprobada por el pueblo español y contrariamente debe inspirar rechazo quien trata de socavarla, aunque sea con malabarismos jurídicos que no engañan a nadie, como introducir la palabra «nación» en el Preámbulo de un Estatuto (desalojándola del articulado para disipar temores) o el que mantiene una actitud permisiva y complaciente con quien trata de invalidarla en todo o en parte.

Sobre la destitución del teniente general Mena, nada hay que decir. Es un cargo de confianza y el ministro es muy libre de depositarla en quien crea conveniente. Solo diré, porque lo creo firmemente, que me parece un error. Este general -y su brillante biografía lo acredita- supone una garantía que no tiene precio, garantía evidentemente para la defensa de esta Constitución nuestra.

Pero sobre la falta leve que se le imputa no puedo por menos que expresar mi extrañeza, por varias razones:

Primero, porque los militares tienen, aunque limitada, libertad de expresión, reconocida a todos los ciudadanos -y el militar lo es- por el art. 20 de la Constitución y el art. 178 de las Reales Ordenanzas para las FAS. Hay que llamar la atención sobre un punto muy importante: cualquier limitación que se imponga a esta libertad básica, como derecho fundamental que es, deberá respetar según dispone la Constitución en su art. 53.1 su contenido esencial. Y eso quiere decir que cualquier limitación que se le imponga, aunque sea indirectamente a través de una norma penal o disciplinaria, no puede desnaturalizar el derecho y mucho menos reducirlo a la nada. Algunos desean vivamente que los militares sean ciegos, sordos y mudos, pero eso no lo permite la Constitución de ninguna manera.

Segundo, porque la Ley con la que se ha sancionado al general Mena es la Ley de Régimen Disciplinario de las Fuerzas Armadas cuyo articulo 1º proclama que «el régimen disciplinario de las FAS tiene por objeto garantizar la observancia de la Constitución...».¿No resulta paradójico y desconcertante castigar con esta Ley a quien resueltamente trata de defender la Constitución que es precisamente el principal propósito de aquélla?

Tercero. La falta leve que se sanciona en el General Mena es la descrita en el art. 7.31 de la citada Ley disciplinaria consistente en «expresar públicamente opiniones que supongan infracción del deber de neutralidad en relación con las diversas opciones políticas».

Entiendo que el citado precepto es preciso interpretarlo a la luz del art.182 de las Reales Ordenanzas, conforme al cual «cualquier opción política o sindical de las que tienen cabida en el orden constitucional será respetada por los componentes de los Ejércitos».De la interpretación armonizada de ambos preceptos resulta que la neutralidad obligada de los militares está referida única y exclusivamente a las opciones que tienen cabida en la Constitución.Efectivamente la opción que tiene cabida en la Constitución ha de ser vista por el militar con respeto, y ante ella ha de ser neutral. Contrariamente, las opciones que no se encuentren en ese caso no pueden obligar a la neutralidad. Y ello es lógico: se debe ser neutral ante lo que es opinable y compatible con los postulados constitucionales y tenga cabida en el ancho marco de nuestra Ley fundamental. Pero si la opción no se halla en ese supuesto -tal sucede con un Estatuto de autonomía que pretende convertir en nación una región- es evidente que en un orden lógico el militar no está obligado a ser neutral y dispone de la amplia libertad de expresión que tiene como ciudadano, al amparo del art. 20 de la Constitución. ¿Cómo se puede imponer neutralidad ante un planteamiento inconstitucional?

Cuarto. Finalmente hay un punto del discurso que, en mi opinión, ha pasado bastante inadvertido. Dice el general que no debe expresar sus opiniones personales pero sí tiene la obligación de conocer y transmitir «los sentimientos, inquietudes y preocupaciones de sus subordinados». Esto quiere decir que el general no está transmitiendo su personal preocupación sino un estado de opinión que existe, al menos, en la Fuerza Terrestre de nuestro Ejército.Castigar al general que manda dicha Fuerza es castigar al mensajero, pero no investiga el problema y mucho menos lo resuelve. Despachar el asunto de la forma que se ha hecho, con un correctivo y una destitución, es quedarse, a mi juicio, en la superficie. Esa solución podrá complacer a la galería pero no afronta el problema en toda su hondura. Aparte de que no parece conveniente ignorar la preocupación y las inquietudes de un colectivo tan significado y amplio como la Fuerza que mandaba el general sancionado.

Quinto. Pero lo más desazonante no es el tratamiento superficial y extremadamente expeditivo que se ha dado a este asunto. Es la frivolidad y ligereza con la que los partidos políticos han tratado este asunto. Alguno incluso, a través de su portavoz, ha dicho que la responsabilidad de lo ocurrido es del ministro que nombró al general. Aquí no se pierde la menor oportunidad de hacer política partidista, incluso cuando, como en este caso, hay un general que ha comprometido su libertad y su brillante carrera por defender la Constitución y la unidad nacional al tiempo que las legítimas aspiraciones de sus subordinados. Mal andamos.

Sexto. A pesar de todo tranquiliza en estos tiempos leer las palabras del general Mena: «No olvidemos que hemos jurado guardar y hacer guardar la Constitución, ya que para los militares cualquier juramento o promesa constituye una cuestión de honor». Enorgullece a cualquier persona de bien, amante de su patria, comprobar que este general, con una hoja de servicios brillantísima, ha dado cumplimiento en una coyuntura difícil a ese mandato que ya figuraba en las viejas Ordenanzas de Carlos III y que mantienen hoy una vigencia inmarcesible en las actuales: «El oficial cuyo propio honor y espíritu no le estimulen a obrar siempre bien vale muy poco para el servicio». Obrar siempre bien es el permanente mandato ordenancista que para el oficial rige en nuestro Ejército, aunque sea en un mar de incomprensión.