Menalquismo: el asalto a la atención

Cruenta es la batalla que las grandes tecnológicas libran por nuestra atención, que de un tiempo a esta parte se ha convertido en un bien escaso. Todo indica que el smartphone mengua notablemente nuestra capacidad de concentración y fomenta actitudes adictivas. También, que condiciona la socialización de los adolescentes, afectando a su autoestima y perjudicando su salud mental. Seguir soslayando el problema, que en absoluto es menor, no hará que desaparezca.

Vivimos bajo el signo de Menalco. Así se llamaba el personaje más especial del único libro de La Bruyére, Los caracteres, obra cimera del siglo XVII. Menalco marchaba por la vida como un sonámbulo, enredado en una distracción tras otra: si empezaba a contar una historia, al poco perdía el hilo; si iba a hacer un recado, se le iba el santo al cielo. Permanentemente distraído, se pasaba la vida en una embobada duermevela. Aunque todo atrajera su mirada, nada conseguía retenerla.

Menalquismo: el asalto a la atención
SEAN MACKAOUI

Basta bajar a la calle para ver un escuadrón de menalcos con la mirada perdida en el fulgor de la pantalla. Según las estadísticas, cada día nos pasamos tres horas mirando el teléfono y lo revisamos unas 2.000 veces. Merced al incesante chaparrón de notificaciones e interrupciones constantes que nos avenimos a tolerar, hasta las series de 20 minutos se nos hacen largas. Se cumple así el dictum pronunciado por Herbert Simon en la década de los setenta: cuanto más aumenta la información, más mengua la atención.

El menalquismo es uno de los rasgos de nuestro tiempo y en Silicon Valley tienen mucha culpa de ello. El «sistema de recompensa variable» que engancha al postmillenial a las redes sociales es, en esencia, el mismo que engancha al boomer a la máquina tragaperras. Tanto la adicción tecnológica como la distracción constante representan serios perjuicios para el usuario, pero también un provecho para la empresa que vende y revende sus datos: gana dinero con cada minuto que pasamos mirando la pantalla y deja de ganarlo cuando no lo hacemos. De ahí que la misma app que nos permite saber a cada momento lo que hacen nuestros amigos no nos lo ponga fácil para quedar con ellos.

Tal y como han estudiado los psicólogos Jean Twenge y Jonathan Haidt, la salud mental de los más jóvenes se desplomó a inicios de la pasada década, justo cuando empezó a comercializarse el iPhone 4, primer smartphone con cámara frontal, y se fundó Instagram. Desde entonces ha aumentado la proporción de adolescentes que no se reúnen en persona con sus amigos y que afirman estar constantemente conectados, lo que indica que la socialización digital ha ido desplazando a la presencial.

Malo es que los más jóvenes se miren en el espejo curvo de las pantallitas, pues éste siempre devuelve una imagen distorsionada. Por supuesto, no puede atribuirse en exclusiva al creciente uso de las redes sociales el aumento de la depresión, la ansiedad y las tendencias suicidas entre adolescentes. Pero hay una alta correlación entre el uso del smartphone y el deterioro de su salud mental. Hablamos de una tecnología adictiva que quita tiempo para dormir y que dificulta la socialización en persona, que atiza la comparación física y cuantifica la aprobación colectiva en likes, lo que afecta directamente a la autoestima, a la identidad y a los hábitos de una persona todavía en formación.

Nadie vea neoludismo ni pataleta de cascarrabias en lo aquí expuesto. Decir esto no supone rechazar la tecnología ni oponerse al progreso. Hace varias décadas se edificaban casas con amianto, a despecho del daño que causaba en la salud de quienes las habitaban. ¿Quién diría que censurarlo suponía oponerse a la construcción de viviendas? Sea como fuere, todavía estamos en plena borrachera tecnofílica, en la que todo lo nuevo pasa por bueno, conque armémonos de paciencia mientras dure la fiesta y preparémonos para la resaca.

¿Cómo recuperar la atención? En El secreto de Barba Azul, la inolvidable novela de Wenceslao Fernández-Flórez, el científico Zap dedicaba todos sus esfuerzos a responder a esa pregunta, que no es tan nueva como parece. En un sesudo informe argumentaba que, cuando se atiende en clase, las cejas se elevan, la boca se abre y se forman pliegues en la frente. Por eso proponía que el gobierno hiciese obligatorio estar en clase con las cejas en alto, la boca de par en par y la frente llena de arrugas.

La broma es iluminadora por varios motivos. El problema de Menalco no es su incapacidad de atender, sino su tendencia a posar la atención en todos estímulo que se le presenta. Cuando disponemos de una ingente cantidad de información caemos en lo que Linda Stone, ex empleada de Apple, ha denominado «atención parcial continua», que es por definición tan ligera como inconstante. Internet es una talasocracia sin puertos que, permanentemente atraídos por el canto de las sirenas, navegamos a flor de agua. Si solo cabe flotar sobre la superficie, difícil será llegar a tierra firme.

Por otro lado, muchas de las soluciones que habitualmente se esgrimen no son menos decepcionantes que las que el viejo Zap defendía hace un siglo. Como recientemente ha señalado John Burn-Murdoch en el Financial Times, no basta con «educar a los niños y a los padres» para que no se distraigan, pues, como enseñan los casos de tabaquismo o de obesidad, las adicciones no se curan con campañas informativas.

¿No decía Simone Weil que la atención es la más pura forma de generosidad? Ni se puede atender a secas, puesto que siempre se atiende a algo, ni la atención es infinita, como tampoco lo son nuestra energía o nuestro ánimo. Atender, según el diccionario, es sinónimo de ayudar y ser educado con el prójimo. Seamos atentos con nosotros mismos y no estiremos nuestra atención hasta deformarla, como se estiran esos chicles que terminan pegados a la acera, resecos y endurecidos. Montaigne describía en el tercer libro de sus Ensayos su encuentro con «uno de los hombres más doctos de Francia». Lo hallaba estudiando en el rincón de una sala, en medio del estruendo que armaban sus criados, sin que ello lo distrajera por un solo instante. Al parecer, el alboroto circundante le obligaba a replegarse en sí mismo, favoreciendo su concentración. Hoy las cosas han cambiado notablemente. Obligados a estar atentos a un sinfín de estímulos hebenes que se suceden sin dar tregua, concentrarse en algo parece imposible.

El refranero enseña lo que sucede a quien juega con fuego. Lo razonable no es vivir entre tinieblas, sino andar con cuidado para no prenderle fuego a la casa y, si es preciso, perseguir la piromanía. Algo similar cabría decir del asunto que nos ocupa. Aculturar a los adolescentes en el uso irrestricto de las pantallas es como hacerles jugar con pólvora en clase de manualidades.

Es preferible fundir las pantallas en negro antes de que nos fundan los plomos. Pero renunciar al móvil no es una solución razonable; todavía menos para los jóvenes que encuentran en lo virtual su principal espacio de socialización. Las redes sociales fomentan un efecto cohorte: si es malo para la salud mental de los chicos estar en ellas, peor es abandonarlas y quedar aislados del resto. En realidad, no basta con respuestas individuales. Hacerlo sería, tal y como afirma el ex estratega de Google James Williams en su espléndido Clics contra la humanidad, como querer acabar con la contaminación poniéndonos una máscara de gas.

En una isla tropical las araucarias son retorcidas y desgalichadas. Si fueran abetos de un país septentrional crecerían recias y vigorosas, pero, teniendo en cuenta el clima y el suelo, se alzan todo lo robustas que su naturaleza les permite. De igual manera, la cultura de la agitación es un entramado denso que empuja a la dispersión constante. ¿Podemos concentrarnos cuando todos nos impele a enviscarnos y desparramarnos? Injusto es culpar al usuario; ingenio, fiarlo todo al orden espontáneo. Sin una regulación sólida que ponga coto a las tecnologías digitales, ese problema tendrá difícil solución.

Jorge Freire es filósofo, autor de 'Hazte quien eres. Un código de costumbres' (Deusto).

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