Mengele en América

Estamos en 1946. A un lado del Atlántico, abogados americanos están acusando a doctores nazis en Nuremberg de crímenes contra la Humanidad: supuestas “investigaciones” hechas en prisioneros de campos de concentración. Al otro lado del Atlántico, en Guatemala, el Servicio de Salud Pública de los Estados Unidos (SSP) está infectando deliberadamente a prisioneros y pacientes mentales con sífilis en otro “experimento” encaminado a substituir los ineficaces medicamentos utilizados por los soldados durante la guerra que acaba de terminar.

Parece demasiado perverso para ser cierto y, sin embargo, una comisión especial nombrada por el Presidente Barack Obama acaba de confirmar que los experimentos de Guatemala se llevaron a cabo efectivamente. Además, Obama ha pedido perdón públicamente al pueblo de Guatemala, pero, ¿por qué se ha tardado tanto en llegar a esto?

Sesenta y tres años después de los experimentos de Guatemala, una historiadora americana, Susan Reverby, estaba rebuscando entre documentos médicos archivados desde el decenio de 1940. Reverby estaba concluyendo una tarea final en sus dos decenios de estudio de los detestables experimentos Tuskegee del SSP, en los que centenares de hombres afroamericanos que padecían sífilis en su última fase fueron observados, pero no tratados, aun después de que se hubiera descubierto la penicilina. Estaba examinando los documentos de Thomas Parran, director general de Salud Pública de los Estados Unidos entre 1936 y 1948, época en la que la investigación Tuskegee estaba ya en marcha. Se descubrió también el hasta entonces desconocido experimento de Guatemala.

Durante años, Tuskegee ha sido un sinónimo de violaciones de la ética en las investigaciones científicas... hasta el punto de que el Presidente Bill Clinton pidió perdón a sus “sujetos” supervivientes. Aunque cueste creerlo, las violaciones en Guatemala fueron, como iba a descubrir Reverby, aún más atroces.

Como dice Reverby: “He pasado dos decenios explicando que en Tuskegee no hubo inoculación y que, si bien el SSP tuvo un comportamiento éticamente deplorable, nunca se infectó a nadie con sífilis”. No así en Guatemala. Allí, “el Servicio de Salud del Gobierno de los Estados Unidos infectó deliberadamente a 427 hombres y mujeres guatemaltecos, prisioneros y pacientes mentales, con sífilis”.

Los fiscales de los EE.UU. en Nuremberg no conocían los experimentos de Guatemala, por lo que no se puede hacer la acusación de hipocresía deliberada. Ahora bien, no por ello deja de ser preocupante aquel caso. ¿Cómo pudieron las autoridades de salud pública transgredir la norma ética básica de la medicina: “Por encima de todo, no dañar”? ¿Por qué se consideró innecesario el consentimiento con conocimiento de causa de los “sujetos” investigados? ¿Podría volver a ocurrir algo semejante?

La mayoría de los expertos creen que la respuesta a la última pregunta es que no: al menos no de la misma forma. De hecho, debemos considerar el estudio hecho en Guatemala, con sus horrores incontrovertibles, un ejemplo extremo de los mayores problemas éticos que plantean las investigaciones actuales. Ahora, como entonces, países desarrollados más ricos pueden ejercer presiones sobre otros más débiles y pobres.

Un informe de 2010 reveló que las tres cuartas partes de todos los sujetos de ensayos clínicos hechos por empresas e investigadores de los EE.UU. eran ciudadanos extranjeros. La Administración de Alimentos y Medicamentos de los EE.UU. sólo inspeccionó 45 de esas instalaciones, el 0,7 por ciento, aproximadamente. No quiere decir que, cuando se externaliza la investigación, se esté haciendo enfermar deliberadamente–a diferencia de lo ocurrido en el caso de Guatemala– a pacientes del Tercer Mundo, pero no por ello se atenúa la inherente vulnerabilidad de poblaciones que carecen de una atención de salud básica o padecen epidemias.

Durante una grave epidemia de meningitis habida en el norte de Nigeria en 1996, la empresa farmacéutica Pfizer suministró a los médicos el antibiótico oral Trovan, que la empresa quería ensayar, frente al medicamento más eficaz conocido, Ceftriaxone, como “control”. Ese procedimiento es conforme al consenso general en materia de ética de investigación de que el grupo de control debe recibir el tratamiento mejor de que se disponga para la comparación.

Sin embargo, el ensayo de Trovan causó un aluvión de polémica, por dos razones. En primer lugar, aunque los ensayos dieron resultados favorables, en ningún momento se había pensado en la posibilidad de vender Trovan en África, sino en los mercados europeo y de los EE.UU. En segundo lugar, aquellos equipos clínicos, dotados de muy escaso personal, estaban ya afrontando también epidemias de sarampión y de cólera.

Como dijo Jean Hervé Bradol, que entonces era presidente de Médecins sans Frontières y dirigía sus equipos en África: “No era el momento adecuado para hacer ensayo alguno de medicamentos. En el hospital eran presa del pánico, pues estaban desbordados por casos al borde de la muerte. El equipo se sintió escandalizado de que Pfizer continuara la supuesta labor científica en medio de aquel infierno”.

Actualmente, ha surgido otra gran controversia en varios estados de la India por un proyecto de investigación sobre la vacunación de muchachas contra el cáncer cervical, asunto que ahora ha entrado en la campaña presidencial de los EE.UU., porque el gobernador de Texas, Rick Perry, quien ahora aspira al nombramiento de candidato republicano a la presidencia, respaldó un programa obligatorio similar. Si bien la prevención del cáncer cervical puede parecer un beneficio auténtico, los críticos alegan que el programa parece ir encaminado principalmente a la consecución de determinados objetivos fijados, en lugar de a atender las necesidades en materia de atención de salud de grupos desfavorecidos.

Aparte de una recomendación –la de la creación de un programa gubernamental de compensación por los daños causados a ciudadanos de países del Tercer Mundo por los ensayos encaminados a beneficiar a sujetos del Primer Mundo–, la Comisión Presidencial de los EE.UU. para el estudio de las cuestiones éticas, presidida por la Dra. Amy Gutmann, Presidenta de la Universidad de Pensilvania, no ofreció gran cosa más que ideas vagas de compromiso de la comunidad y transparencia, pero, en vista de que ahora el 70 por ciento de todos los ensayos de medicamentos corren a cargo de empresas privadas, esos conceptos no contribuirán demasiado a una reglamentación más estricta.

Y, en cualquier caso, ¿por qué habría de sufragar los costos el Gobierno? Como las empresas privadas cosechan los beneficios de los ensayos que dan resultados positivos, deberían cargar también con los riesgos.

Por Donna Dickenson, profesora emérita de Ética Médica y Humanidades en la Universidad de Londres. Obtuvo el Premio Internacional Spinoza Lens de 2006 por sus contribuciones al debate público sobre la ética. Su último libro es Body Shopping: The Economy Fuelled by Flesh and Blood. Traducido del inglés por Carlos Manzano.

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