Menos libertad, menos igualdad

No parece necesario insistir en que vivimos tiempos difíciles, en los que sería razonable que todos los esfuerzos de nuestros políticos se orientaran a la lucha contra la grave crisis sanitaria que supone la pandemia y la consiguiente crisis económica. Sin embargo, parece que las prioridades del Gobierno van en otra dirección y da la impresión de que la situación se aprovecha para tramitar con celeridad, escaso debate y sin un verdadero consenso (que implica acuerdo con los que piensan distinto) importantes y muy discutibles leyes: entre otras, la legalización de la eutanasia, la reforma -afortunadamente parada por el momento- del Consejo General del Poder Judicial o la reforma educativa, entre otras.

Desde algunos sectores se pretende además deslegitimar la Transición y, con ello, las bases del pacto que dio lugar a la Constitución de 1978; un pacto que no estableció régimen alguno -como con tono peyorativo pretenden hacernos creer-, sino que fue la obra generosa y plural de toda una generación de españoles dispuestos a cerrar heridas y superar diferencias ideológicas. Los ataques a la Monarquía o el proyecto de ley de memoria democrática -que alarga la revisión hasta el momento mismo de aprobarse la Constitución- son buen ejemplo de ello. Y creo que no es exagerado afirmar que en esa dirección de cuestionamiento del pacto constituyente apunta el proyecto de ley de reforma de la educación.

Me explico. Como es sabido, la educación fue objeto de un intenso debate en nuestras Cortes constituyentes. La importancia que tiene la educación se convierte, no pocas veces y por desgracia, en su peor enemigo y, en vez de llevar a acuerdos de Estado, conduce una y otra vez al terreno de las disputas ideológicas. En aquel momento histórico se produjo un enconado debate entre los partidarios de una educación pública, como forma de garantizar la igualdad entre los ciudadanos, y quienes ponían el énfasis en las libertades educativas. Como en otros temas, nuestro constituyente fue capaz de un compromiso que quedó reflejado en el art. 27 de la Constitución.

El hecho de que sea el precepto más largo de cuantos regulan los derechos fundamentales es ya significativo de su importancia y de la pluralidad de sus contenidos. En él, se conjuntan de forma armónica los elementos claves del modelo: el derecho a la educación básica universal y gratuita (apartado 1 y 4), que debe convivir con la libertad de enseñanza (garantizada también en el apartado 1), una libertad que se concreta en la capacidad de los padres de elegir la formación religiosa y moral de sus hijos (apartado 3) y en la libertad de creación de centros docentes (apartado 6). Como señaló Alfonso Fernández-Miranda, se conseguía integrar «por primera vez en la historia española, la libertad en la transmisión del saber y la efectividad en el acceso a su recepción, en un intento de conciliar lo principios constitucionales de libertad e igualdad».

El constituyente optó por la coexistencia del derecho a la educación, que implica la garantía por el poder público de una educación de calidad, con la libertad educativa, que se traduce en la capacidad de elección entre centros públicos y no públicos, y la libre creación de centros docentes, sin la cual esa capacidad quedaría en papel mojado. El modelo se completa con una pieza clave que con frecuencia se olvida o se entiende mal: para asegurar que esos derechos son para todos y no solo para los que pueden pagarse un centro privado, el constituyente dispuso que el Estado ayudará a los centros docentes que cumplan con los requisitos que la ley establezca (apartado 9). Esa ayuda se concreta en el concierto, que se convierte así en instrumento esencial para garantizar la libertad de elección en condiciones de igualdad.

Es verdad que la opción del constituyente no cerró el debate ideológico sobre la educación y que, por desgracia, todo cambio de mayorías parlamentarias ha dado lugar a cambios legislativos. Con todo, este modelo ha permanecido desde 1978 y el Tribunal Constitucional se encargó desde el primer momento de corregir los excesos de uno y otro signo; y frenó los intentos de utilizar el concierto como instrumento para limitar la libertad educativa (STC 77/1985).

Se trata, por otra parte, de un modelo que responde al pluralismo que el artículo primero de nuestra Constitución proclama como uno de los valores superiores. Los ciudadanos tenemos visiones distintas del mundo y, por tanto, lo razonable es que los padres puedan elegir el tipo de educación que deseen para sus hijos siempre, eso sí, que se respeten «los principios constitucionales», «los principios democráticos de convivencia» y «los derechos y libertades fundamentales». Si se cumplen esos requisitos, el poder público no debe hacer un uso partidista e ideológico de los fondos públicos. O castigar a centros por razones ideológicas, tampoco a los modelos de educación diferenciada, presentes en todos los países democráticos y cuyo derecho al concierto ha sido garantizado por el Tribunal Constitucional (STC 31/2018).

Una vez asegurada la educación para todos, sin duda uno de los grandes avances de la democracia española, el foco debería estar en mejorar la calidad con independencia de la titularidad del centro, de forma que haya una verdadera capacidad de elección, como disponen la Constitución y los principales tratados internacionales. Cuidemos la educación pública de manera que nadie deje de acudir a ella por falta de calidad; y financiemos suficientemente los centros concertados, para que puedan ser elegidos por quienes así lo deseen con independencia de sus recursos económicos.

Creo honestamente que todos saben que los problemas de la educación pública no se arreglan poniendo trabas a la concertada. Desde luego esta debe colaborar -y así se le debe exigir- en la integración de alumnos con más problemas; y si existen abusos en el cobro de cuotas, procederá adoptar las medidas que sean necesarias para cortarlos. Pero atacar a los centros concertados no solo no ayudará en nada a la mejora del sistema educativo sino que se traducirá en una menor libertad y en una menor igualdad.

Ángel J. Gómez Montoro es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Navarra.

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