Menos lisonjas

Comienza hoy el juicio a los políticos catalanes, presuntos responsables de los delitos de rebelión, sedición y otros más; en definitiva, el primer juicio por la vertiente penal del llamado «procés». Luego vendrán otros más. Omito detalles y pormenores porque es una dramática historia que está suficientemente contada. En este contexto, y en buena lógica, habría que agradecer y felicitar al presidente del Gobierno por la defensa y lisonja que hizo la semana pasada en Estrasburgo de la democracia española en general y, en particular, de nuestra Justicia. Fue ante el Tribunal Europeo de Derechos humanos y el Comité de Ministros del Consejo de Europa.

Se agradece pero no me imagino al presidente de la República Francesa o a la Canciller alemana o a la Primera Ministra británica –y por extensión, a otros destacados líderes europeos– comparecer antes esas instancias europeas para convencer de que sus países son democráticos y de que su Justicia es independiente. Supongo que para ellos la mera duda la considerarían un insulto, una ofensa a su orgullo nacional. Pero España, a través de su presidente, lo hace. Ya sea por nuestro tradicional complejo de inferioridad o porque mantenemos y padecemos bastantes adherencias catetas, el caso es que lo ha hecho y el pretexto lejos de ser una atenuante provoca indignación y es una muestra de altas dosis de esa indignidad que abunda en el actual discurso político.

Doy por hecho que la razón de ese lisonjero discurso en Estrasburgo es el juicio que comienza hoy y que su objetivo era contrarrestar la propaganda independentista que propala que España no es un Estado de Derecho y que nuestra Justicia es un apéndice del gobierno. En fin, ahí están algunos de los 21 puntos de Torra: el 6º, superar la vía judicial, que ha de abandonarse; el 8º garantías de separación de poderes; el 10º mejorar la calidad democrática de España; el 12º acabar con la complicidad de la policía y los jueces con la ultraderecha; el 13º garantizar la independencia judicial; en fin, en el 15º admitir que la cultura franquista pervive y es incompatible con la democracia española y englobando todo esto, el 16º: admitir que la impunidad de las actitudes fascistas tiene relación directa con esto.

Cada punto es un insulto, pero lo malo es que quien gobierna lo hace gracias a los apoyos de quien insulta y corteja al que insulta. Así este Gobierno no tiene inconveniente en reunirse con quienes lucen un lacito amarillo, símbolo de su insulto al Estado de Derecho en general y a la Justicia en particular; tampoco ha tenido inconveniente en descreditar preventivamente una hipotética sentencia condenatoria, como anunciar que sus planes implican pasar por encima de los tribunales, un enojoso estorbo que sorteará. En fin, tampoco tiene inconveniente en irritar a los jueces desentendiéndose de las agresiones que sufren desde el independentismo, ni parece inquietarle que cada vez haya más jueces que abandonan Cataluña.

Como puede verse quien gobierna tiene una doble, triple o cuádruple faz, lo que le permite, sin pestañear y en un solo acto, cortejar al agresor, darle cancha, afear sus fechorías, tolerarlas, defender a las víctimas, abandonarlas y hasta repudiarlas. Y a quien denuncia tan poliédrico rostro, se le dice que busca el enfrentamiento. Su modus operandi político responde a una estructura ética y mental basada en la falacia y en la amoralidad. Con tal pedigrí ese lisonjeo estrasburgués a la Justicia española apenas vale porque del orador no cabe esperar una palabra con más de diez segundos de vigencia y porque sus intenciones reales suelen ser lo contrario de lo dicho. Menos lisonjas y más dignidad.

Ahora se verá que, sin embargo, hay seriedad en el Estado, que en él hay instancias de palabra, coherentes, que dirán con pruebas y razones lo que haya que decir, sin papeles ocultos, sin palabras de doble, triple o cuádruple significado. Y afortunadamente hay mucha dignidad como lo demuestra el Consejo General de la Abogacía o diversos colegios de abogados –incluido el de Barcelona– u otras instancias asociativas, censurando la peregrina exigencia de que haya observadores en el juicio o al presidente de los abogacía catalana, que puso en duda la imparcialidad del Tribunal Supremo.

José Luis Requero

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