Menosprecio de corte y alabanza de mérito

El disimulo es cosa del pasado. La élite de antaño disfrazaba sus privilegios heredados de trabajo duro; la élite de hogaño reconoce con descaro su falta de mérito y propone, en consecuencia, una sociedad sin mérito. Nunca la meritocracia había estado tan denostada como hoy. Pero el pueblo, que es más razonable que la élite, sabe que es el esfuerzo, y no la cuna, lo que ha de determinar nuestra suerte. ¿Quién jalea a un futbolista que no corre o a un torero que no se arrima?

Menosprecio de corte y alabanza de méritoEméritos son los profesores que prefieren morir con las botas puestas antes que colgarlas, como eméritos eran los legionarios que batallaron en las guerras cántabras y cuya gloria bautizó el asentamiento -Emerita- que dio lugar a la actual ciudad de Mérida. Emérito es quien, una vez se corta la coleta, goza del reconocimiento ajeno y, en general, todo aquel cuya hoja de servicios reúne una serie de alardes que trascienden la mera profesionalidad. No lo es, en cambio, quien actúa movido por el puro medro y el trilero «quítate tú para ponerme yo». ¿Qué mérito hay en reducir la sociedad a mera cadena trófica? Si el único fundamento del poder es la ley de la selva, entonces, como ha escrito García-Máiquez, la selva es la ley.

El mérito, quiérase o no, existe y es bueno reconocerlo. Desde sus inicios, su defensa tiene un marcado carácter emancipador, pero la ingenuidad es su talón de Aquiles. Cuando Jefferson defendía que fuese el genio de la «aristocracia natural», y no la riqueza heredada, lo que otorgase a cada uno su lugar en la sociedad, escamoteaba las desigualdades que impedían que ciertos talentos floreciesen y que promovían que otros descollasen.

Como todo sistema de organización social, la meritocracia lleva en su seno tendencias que han de ser vigiladas. No en vano, dicho término fue acuñado hace seis décadas por el sociólogo Michael Young para definir una sociedad distópica en que las élites eran seleccionadas por sus aptitudes y los menos talentosos eran rechazados. Iluso sería defenderlo sin asumir las críticas de que ha sido objeto.

Pobre meritocracia representa el «coach empresarial» que, hace unos días y armando un buen revuelo, afirmó que todos tenemos el sueldo que nos merecemos. Del argumento, estúpido donde los haya, se desprende que quienes han tenido mala suerte tienen la culpa de ello. A despecho de las debilidades, sobradamente conocidas, de nuestro mercado laboral, quizá también se concluiría que nuestros casi tres millones de parados lo son debido a su indolencia, como si a uno le preguntaran si quiere formar parte del batallón de reserva. La fábula de la cigarra y la hormiga sería verdadera si el mundo fuera una granja de insectos y la sociología fuera entomología. Pero en el mundo real la cigarra puede acabar en el paro y a la hormiga le puede tocar la lotería. Como señalaba Michael Sandel en La tiranía del mérito, creer que el éxito es producto exclusivo de nuestro afán lleva necesariamente a la ingratitud.

A la alucinación de quienes piensan que cada cual tiene lo que se merece responden otros alucinados que nadie está donde está por mérito suyo. No es casualidad que quienes impugnan todo acceso al poder, so pretexto de estar dominado por una «casta», caigan tan rápido en en el nepotismo. De ahí que Lilith Verstrynge, secretaria de Estado para la Agenda 2030, afirmase que «el de la meritocracia no es más que otro mito moderno, utilizado para justificar la injusticia». ¿Acaso la demeritocracia es, por decirlo en términos marxistas, el ideologema con que las clases privilegiadas justifican sus intereses?

La crítica a la meritocracia oscila entre su carácter inmoral y su mejorable funcionamiento. Como en el chiste de Annie Hall, la comida es muy mala y las raciones muy pequeñas. En realidad, su difícil aplicación práctica hace que en ocasiones no sea nada más -y nada menos- que un ideal propositivo. Yerra la izquierda al abandonarlo. Asumir que la reducción de la desigualdad es incompatible con el mérito es tomar el rábano por las hojas. ¿A quien perjudica que no se considere la voluntad individual sino a quien más obstáculos tiene por sortear? La visión demeritoria del esfuerzo es la coartada del cacique. Como reza un tira de Daniel Gascón, la meritocracia tiene fallos, pero el clientelismo nunca decepciona.

Basta mirar a Estados Unidos para entender el descrédito de la meritocracia. Recuérdese, por ejemplo, a Hillary Clinton alardeando de contar con los votantes más preparados, justo cuando se destapaban fraudes en los sistemas de admisión y calificación de varias universidades americanas. Hacer de la meritocracia un credencialismo abstracto reduce el mérito a la obtención de una carrera universitaria, lo que, además de atizar la titulitis, convierte en fracasado a quien no lo tiene. Que el ascensor social se hubiera detenido suponía dejar de luchar por el primer puesto para pugnar por no perder el último. Para sorpresa de expertos, técnicos y politólogos, cuando se hacía pasar bajo las horcas caudinas al votante no cualificado, al que se describía como un paleto con la espiga entre los dientes, el fusil en bandolera y cinco generaciones de consanguinidad a cuestas, éste tendía a cabrearse. Lógico es que Trump, navegando el río subterráneo del resentimiento, hablase a continuación de «perdedores».

Pero el carburante de las bajas pasiones se ha agotado y «el voto que más les duele», por usar un eslógan reciente, ya no moviliza al electorado. Obvio es que, de un tiempo a esta parte, el descontento solo lleva al repliegue. Nada hay más fértil que conminar al ciudadano a que empuñe las riendas de su destino, aún a sabiendas de que no todo depende de su voluntad; nada más estéril que convencerle de que está sometido a poderosas fuerzas que escapan a su control y que, en consecuencia, no le queda otra que abandonarse a la revancha.

Si se quiere recuperar el mérito, urge recuperar el reconocimiento del trabajo. Célebre es el célebre discurso de Martin Luther King en que conminaba a respetar la labor de los profesionales de la limpieza urbana comparándolo con el de los médicos: si no hicieran su trabajo, menospreciado en ocasiones, se propagarían enfermedades que nos afectarían a todos. Tres décadas antes, el sociólogo Du Bois había enunciado la teoría del «salario psicológico», que es la gratificación simbólica que se ofrecía a aquellas profesiones remuneradas con salarios bajos que, sin embargo, contribuían al bien común. No cabe duda de que la mejor forma de reconocer un oficio es dotarlo de un buen salario, pero la estima social sigue siendo importante.

No hay mérito sin igualdad de oportunidades, y esta pasa necesariamente por una educación de calidad. ¿No dice el refrán que título sin mérito no es honor sino descrédito? Almonedar la escuela pública reduciendo la exigencia es hacer un flaco favor a los estudiantes de menor extracción social, que son aquellos que lo tendrían más difícil en un sistema de contactos, y negar que a los estudiantes de clase baja les conviene acceder a la educación superior es incurrir en una frivolidad clasista. En esencia, desdeñar el mérito supone quitar a los débiles una herramienta indispensable para mejorar su situación.

Cuando no se reconoce el trabajo bien hecho, los mediocres se enseñorean de los consejos de la Administración y de los partidos políticos. El peligro de despreciar el mérito sin ofrecer una alternativa es que ello mueve al desaliento. Bueno es tener presente que la meritocracia la forman un sinnúmero de actores sociales y económicos, y que no es un sistema cerrado y previsible que garantice el éxito a quien se esfuerza. Nada hay seguro en un modelo que es, como la propia democracia, el menos malo de todos los posibles. Lo a todas luces obvio, por mucho que las querellas intelectuales nos confundan, es que la alternativa a la meritocracia es el nepotismo.

Jorge Freire es filósofo, autor de 'Hazte quien eres. Un código de costumbres' (Deusto)

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