Mensaje de discordia

La reciente carta del presidente López Obrador exigiendo al rey de España una disculpa por la conquista de México ha lastimado el árbol de concordia que mexicanos y españoles hemos cultivado por ochenta años. El debate, planteado en esos términos, es ajeno a los esfuerzos de análisis y comprensión en los que se han empeñado generaciones de historiadores mexicanos, españoles y de otras nacionalidades, cuyos enfoques son diversos y aun divergentes, pero cuyo afán común es el conocimiento. López Obrador ha escrito libros de historia, pero no pertenece a ese elenco. No lo mueve el saber.

Dediqué los meses finales de 2018 al estudio de esos libros, no pocos ni poco voluminosos. Mi análisis (El presidente historiador, Letras Libres 241, enero de 2019) busca arrojar alguna luz sobre su actitud frente al pasado. López Obrador incurre en una variedad extraña del historicismo. Por un lado, cree en la vieja teoría de Carlyle, para quien “los grandes hombres” son los protagonistas decisivos y casi únicos de la historia. Por otro lado, cree que la historia tiene un libreto ineluctable. Y finalmente cree en la convergencia de ambas teorías en su propia persona, el líder providencial destinado a redimir al pueblo mexicano.

Hasta ahora, López Obrador había aplicado esa visión a la etapa moderna y contemporánea de México (de 1867 a nuestros días). Algunos presidentes pasan la prueba, parcialmente: Juárez y Madero fueron grandes, pero les faltó construir “una democracia con apoyo popular”. Cárdenas tuvo apoyo popular, pero encabezaba el régimen autoritario del PRI. El hecho de que el propio López Obrador haya militado en ese régimen de 1973 a 1989 (cuando muchos de nosotros llevábamos más de veinte años combatiéndolo) no lo mueve a la autocrítica, el matiz o la ponderación. A su juicio, el sistema nunca cambió hasta el 1 de julio de 2018. Por eso, su triunfo en las urnas no representa solo un cambio de Gobierno y de régimen. Representa el advenimiento de una nueva era, en el sentido teológico-político del término.

Desde ese alto tribunal López Obrador politiza la historia. Ahora no solo nosotros (o los que tilda de “conservadores”) debemos pedir perdón por el pecado de no reconocer la verdad histórica que él revela y encarna. Ahora España está sentada en el banquillo. El veredicto es condenatorio. España debe pedir perdón.

La condenación, por supuesto, no es nueva. Todo el siglo XIX mexicano está cruzado por la querella entre dos interpretaciones de la conquista y el legado de los tres siglos virreinales. Los liberales abrazaron el veredicto moral de Bartolomé de las Casas, que como un profeta bíblico denunció la destrucción de las Indias y advirtió la ruina de España. Los conservadores recogieron las obras de otros autores clásicos de los siglos XVI y XVII, como Jerónimo de Mendieta y Juan de Torquemada, que ponían el acento en la huella constructiva, material y espiritual, de España en México. Con el triunfo de los liberales en 1867, la condenación ideológica a España se volvió un canon de la naciente historia oficial, pero en la era de Porfirio Díaz esas aristas se limaron en favor de una reconciliación: México se reconocía como un país indígena y español.

Significativamente, ni los liberales ni los conservadores del siglo XIX vindicaban el pasado indígena, que habría sido olvidado de no ser por los cronistas mestizos de identificación indígena (como Fernando de Alva Ixtlilxóchitl, Chimalpahin) y españoles (fray Bernardino de Sahagún y fray Diego Durán, entre otros) que lo recobraron en los siglos XVI y XVII. La defensa contemporánea del legado indígena llegó con la revolución mexicana, que lo puso en primer plano no solo como un componente esencial de nuestro pasado, sino como una presencia viva. Por desgracia, esta necesaria reivindicación se degradó en una nueva historia oficial. Los murales de Diego Rivera fueron su catecismo.

Todo esto ocurría en el plano político e ideológico. Mientras tanto, en la sociedad, España y México se acercaban. Generación tras generación, desde mediados del siglo XIX, oleadas de españoles llegaron a “hacer la América” en todos los ámbitos de la actividad económica. Con el fin de la Guerra Civil y gracias a la iniciativa de don Daniel Cosío Villegas, hace ochenta años el Gobierno mexicano dio asilo y hogar a los intelectuales españoles (entre ellos José Gaos, José Miranda, Ramón Iglesia) que, junto con sus discípulos mexicanos (Silvio Zavala, Edmundo O’Gorman, Luis González), comenzaron a estudiar con el mayor rigor académico la historia de la conquista y la colonia. Junto con ellos, la obra del ilustre Miguel León-Portilla traía ante nuestra conciencia “la visión de los vencidos”. Las enseñanzas y los libros de todos aquellos maestros en El Colegio de México y la UNAM son la herencia de los historiadores que hemos escrito al margen de la historia oficial. Gracias a ellos la historia dejó de ser la arena mítica donde luchan “héroes y villanos” o el libreto de una redención. La historia volvió a ser lo que ha sido desde Heródoto: un saber respetuoso de la verdad, una sabiduría.

López Obrador es ajeno a esa tradición. Su proyecto evidente es fundar una nueva historia oficial, que recoja todos los extremos de las anteriores y los potencie con su visión redentora. Por eso ha reclamado al rey de España que se disculpe con los pueblos originarios de México.

Se ha esgrimido el caso de Alemania con el pueblo judío o el de Francia con el argelino para sustanciar la disculpa. La cercanía histórica de esos y otros horrores cometidos por Estados nacionales contemporáneos contra poblaciones actuales da sentido a esos reclamos, pero proyectarlos al plano de la historia universal implicaría una cadena de perdones que nos llevaría, literalmente, hasta las calendas griegas. Por otra parte, si de disculpas se trata, ¿no había que comenzar por exigirlas al Gobierno de Estados Unidos, no solo por el despojo de la mitad del territorio mexicano, sino por los vejámenes que inflige ahora mismo a millones de mexicanos?

El Gobierno español ha hecho bien en responder con claridad y firmeza al reclamo de López Obrador, pero los españoles deben saber que, sin negar el saldo mortal de la conquista, la mejor forma de calibrar su sentido es compararla con experiencias paralelas. Como ha demostrado el eminente historiador John H. Elliott en Imperios del mundo atlántico, el saldo moral del Imperio español es sustancialmente superior al inglés. Como todo imperio conquistador (incluido, por cierto, el azteca), ambos cometieron atrocidades, pero al menos los españoles tuvieron figuras de autoridad espiritual que pusieron en tela de juicio los derechos de conquista, defendieron la igualdad cristiana y la libertad natural de los indios, y propiciaron la creación de leyes e instituciones protectoras. En cambio, Inglaterra no tiene un Francisco de Vitoria o un Bartolomé de las Casas en su historia.

Ese legado marca a sus antiguos reinos o colonias. Como consecuencia del exterminio sistemático de la población nativa y la esclavitud que hasta 1865 impusieron a la población de origen africano, Estados Unidos es un país irremediablemente nativista donde gobierna un presidente que propone descaradamente la doctrina nazi del Lebensraum.

En México gobierna un presidente mestizo, nieto de un inmigrante español al que este país, generoso y libre, le abrió los brazos. Ojalá ese presidente, Andrés Manuel López Obrador, que por haber nacido cerca de la selva ama genuinamente los árboles, descubra la importancia de cultivar, entre los individuos como entre las naciones, el árbol de la concordia.

Enrique Krauze es escritor y director de la revista Letras Libres.

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