Mentir, fabular, delirar

Dicen que decía Lenin, que si nuestras ideas chocan con la realidad, hay que prescindir de la realidad. Resistir a esa tentación es tarea en la que naufragan todos los Estados fallidos. La relación que establecemos con la verdad, la verdad con minúsculas, dicho de otro modo, la vocación de verdad, marca el destino no escrito de los individuos y los pueblos. Hay formas distintas de prescindir de ella, mentir, fabular, delirar, que suponen diferentes grados de certeza o cinismo y que son utilizadas como estrategias de ilusoria omnipotencia transformadora.

El delirio sociológico y la fabulación cuentan en general con mejor prensa moral que la mentira, a excepción de la piadosa, por aquello de creer lo que aseveran, aunque evocan en la actualidad española cegueras concurrentes de diferente contumacia, con idénticos resultados. El proceso no siempre reversible entre poseer unas ideas o ser poseído por ellas continúa siendo al menos parcialmente una incógnita, como su cristalización o no, previa a la barbarie a la que preceden.

La tiranía de lo irracional implica una visión en túnel que reduce la complejidad de lo real a un cálculo extraviado riesgo-beneficio que se funde y se hace cuerpo con la propia identidad; en una huida hacia delante a algún paraíso perdido, a algún futuro idílico, a alguna abstracción descarnada, al fin a ninguna parte. Se pierde así la transacción con la realidad y sus límites.

Al margen de consideraciones de epistemología psiquiátrica, la negación y renegación de la verdad están en el origen de nuestras locuras colectivas y de los delirios revolucionarios y reaccionarios de todos los tiempos. Política y verdad han sido a menudo consideradas antitéticas, aunque afirmarlo sería agraviar e igualar en el agravio. Son constatables hoy las dimensiones inflacionarias de la mentira que amenazan alcanzar proporciones de burbuja sistémica. Con los delirios sucede lo mismo, pueden terminar compartiéndose. Es una constante entre mentirosos, fabuladores y delirantes tanta perspicacia en detectar las contradicciones y locuras de los relatos ajenos como negligencia en su identificación en los propios. Resultaría cómico si no fuera trágico. Es sólo cuestión de tiempo que la realidad reduzca el suflé y a la bajada de la marea emerjan los restos del naufragio. La verdad siempre aflora en las grietas inevitables de todos los relatos épicos hiperbólicos por mucho que se quieran blindar. Resulta muy poco consolador saber que, como decía Hannah Arendt, se puede persuadir, incluso destruir, pero no sustituir, la verdad.

La solución de los problemas reside en el descubrimiento de los hechos subyacentes y en su aceptación sin paliativos, incluso al margen de que éstos sean interpretables. Es más, es condición imprescindible para cambiar la realidad individual y colectiva asumir auténticamente aquellos hechos que más desfavorablemente nos atañen, so pena de seguir sometidos, si no, a lo que negamos y renegamos. Es ley insoslayable para dejar de ser víctima real o imaginaria, mirar de frente la verdad desnuda y hacerse corresponsable de ella. Eso fue la Transición. Sí, como Simone Weil, todos somos distintos de lo que imaginamos ser. Eso es el perdón. Y la reparación.

Parece que cansados de la normalidad y lo prosaico que acompaña a los sueños que se materializan, en una democracia imperfecta, hemos tirado al niño con el agua sucia, hemos preferido el brillo ilusorio de retóricas heroicas revolucionarias y reaccionarias, simétricas entre sí, victimistas y victimarias recíprocas, mucho más sugerentes y seductoras. Y hemos confundido el síntoma con el remedio. La verdadera creación nunca se desentiende de la realidad, emana de ella para poder transformarla.

Lo que la pasión exalta con rapidez, tarde lo desengaña el tiempo, que nos decía Gracián. No, no hay soluciones sencillas para problemas complejos, salvo la Solución Final, claro. Y sí, todos los salvadores sin excepción terminan traicionando el espejismo que alimentaron. Afortunadamente, la memoria lúcida y fecunda de la tercera España pervive. Su voz tiene la potencia de la que carece la prepotencia. Su eco habita en el silencio clamoroso de lo genuino. No la escucharéis en el ruido y la furia, no la hallaréis a sangre y fuego, no la encontraréis en los narcisismos desbocados, ni en las utopías distópicas, si es que hay alguna que no lo sea.

Tampoco la descubriréis en los maximalismos desatados, ni en las grandilocuentes superioridades morales. Buscadlas en la impureza, en el mestizaje, en la renuncia a cualquier absoluto, en el reconocimiento de los propios límites. Que no es equidistancia, sino futuro; que no es traición, sino responsabilidad; que no es debilidad, sino auténtico coraje. Ninguna sirena os enajenará con este canto, ningún Justo de Borges os ajusticiará como los de Camus.

El poeta decía la verdad, María Zambrano tenía razón: no se pasa de lo posible a lo real, sino de lo imposible a lo verdadero. Lo hicimos una vez. Hagámoslo de nuevo.

Mercedes Navío Acosta es psiquiatra.

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