Mentiras leves, mentiras podridas y las elecciones británicas

No se puede considerar que las elecciones democráticas vayan encaminadas a revelar qué candidatos dicen la verdad desnuda. La mayoría de los políticos procuran no decir mentiras manifiestas; cuando afrontan preguntas que podrían hacerlos caer en la mendacidad evidente, hacen fintas, como los boxeadores, pero invariablemente exageran lo que pueden ofrecer, además de los peligros que resultarían de la victoria de sus oponentes.

Es comprensible que los políticos exageren al exponer su visión del futuro y menosprecien las opiniones de los demás. Todo ello resulta de lo más creíble, si no llega demasiado lejos y si presenta alguna semejanza con lo que los mismos políticos han logrado cuando han ocupado el poder. Los votantes descubren normalmente a los Pinochos políticos y el aumento de sus narices a kilómetros de distancia, pero tampoco esperan que sus representantes elegidos sean unos santos. Están dispuestos a conceder a algunos la inocencia, mientras no se demuestre lo contrario (la más importante cualidad con mucha diferencia que un dirigente político puede tener). Yo conjeturo que el día de las elecciones el Primer Ministro, David Cameron, contará con ese activo.

Los votantes tienen también la corazonada –por lo general, correcta, aunque no siempre– de que los partidos de la izquierda tradicional aumentarán los impuestos y gastarán más y los de la derecha harán lo contrario. La forma como reaccionan los votantes refleja su opinión sobre la historia reciente y lo que desean para sí mismos y sus familias en el futuro. Yo subscribo la opinión de que aciertan con esos juicios.

Sin embargo, este año el electorado británico debe esforzarse más de lo habitual en época de elecciones para desenmascarar los disimulos. Cuando los votantes se dirijan a los colegios electorales el 7 de mayo, sus posibles elegidos van a pedirles que crean tres grande falsedades, cada una de las cuales es peligrosa de forma particular.

Las dos primeras falsedades –los mayores engaños que recuerdo haber contemplado durante una campaña electoral– corresponden a los dos partidos populistas más logrados del país: el Partido de la Independencia del Reino Unido (UKIP) y el Partido Nacionalista Escocés (SNP).

El rápido ascenso del UKIP se ha basado en la promesa de un regreso a un pasado británico que nunca existió: predominantemente blanco, temeroso de Dios, respetuoso de la ley, culturalmente insular y estrechamente centrado en sus intereses nacionales. Es una visión que atrae principalmente a quienes sospechan de la modernidad y son hostiles a la mundialización.

El peligro estriba en que las dos primeras prescripciones normativas del UKIP –el fin de la inmigración y la retirada de la Unión Europea– son imcompatibles con la prosperidad económica. Para que Gran Bretaña siguiera prosperando fuera de la UE, tendría que abrir su economía aún más, no sólo al comercio y la inversión a escala mundial, sino también a mayores corrientes de inmigración. La consecuencia de aplicar la propuesta del UKIP de cerrar el país al mundo sería una mayor pobreza: sobre todo para los trabajadores británicos.

También el SNP ha organizado su campaña en torno a una base carente de honradez que, lamentablemente, explica gran parte de su éxito. Además de atraer a una desagradable corriente subyacente de anglofobia escocesa, el SNP promete a su electorado una perspectiva de políticas que están más a la izquierda que nada de lo que el candidato a Primer Ministro laborista, Ed Milliband, podría aplicar.

Para colmo de males, el aumento del gasto en asistencia social que el SNP promete a los votantes escoceses correría a cargo primordialmente de los contribuyentes de Inglaterra. Independientemente de qué partido –el Laborista o el Conservador– obtenga el mayor número de escaños en el Parlamento, entre sus electores habría, naturalmente, muchos ingleses que nunca aceptarían las prioridades políticas del SNP. Se trata de una falsedad muy peligrosa; una vez más amenaza la integridad constitucional de Gran Bretaña, justo ocho meses después de que Escocia votara a favor de permanecer en el Reino Unido por un margen del diez por ciento.

Pero la última mentira es la más difundida y probablemente la más peligrosa de todas. La retórica de las campañas de los políticos nacionales entraña la ilusoria creencia de que el Reino Unido pueda ejercer el mismo grado de control sobre los acontecimientos mundiales de lo que habría sido posible hace cincuenta años. Para bien o para mal, eso, sencillamente, no es cierto. El Reino Unido ya no cuenta con la influencia internacional que en tiempos tuvo; de hecho, los británicos no parecen preocupados precisamente por la pérdida de importancia de su país ni demasiado conscientes de sus consecuencias.

La soberanía nacional está volviéndose un concepto cada vez más esquivo. Las perspectivas económicas de Gran Bretaña dependen cada vez más de acontecimientos habidos allende sus costas, ya sea al otro lado del Canal de la Mancha o en China o California. Los peligros medioambientales llegan con el viento. Las presiones en aumento de la migración amenazan con arrollar cualquier pretensión de control fronterizo. Las preocupaciones en materia de seguridad requieren políticas interiores y exteriores simultáneamente. Una reciente historieta política mostraba a bombarderos británicos que partían en misión y un piloto decía a los otros: “Para ir a bombardear a unos jóvenes en el sur de Londres, hay que recorrer una distancia enorme”.

Para abordar las amenazas que afrontan los británicos, deberemos reconocer antes que nada nuestro limitado control de sus causas profundas. El país necesita urgentemente políticos de mentalidad independiente y con valentía para hablar con franqueza a los votantes y explicarles clara y serenamente que el Reino Unido ya no puede resolver sus problemas a solas.

En un mundo cada vez más interconectado y peligroso, Gran Bretaña no puede permitirse el lujo de adoptar sus más importantes decisiones colectivas basándose en mentiras o ilusiones falsas. El electorado británico estaría mejor servido, si sus políticos tuvieran el valor de ofrecer algunas verdades incómodas o al menos la integridad de no sembrar engaños peligrosos.

Chris Patten, the last British Governor of Hong Kong and a former EU commissioner for external affairs, is Chancellor of the University of Oxford. Traducido del inglés por Carlos Manzano.

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