Mentiras sobre Londres

Ian Gibson, historiador (EL PERIÓDICO, 01/08/05).

Tony Blair, como su homólogo norteamericano, George Bush, se dice cristiano convencido. Es de suponer, en consecuencia, que está en contra de la mentira: en contra de recurrir a mentiras él personalmente, en contra de que los demás lo hagan y en contra de la mentira como manera de ser. Es de suponer también que, como creyente en Dios, Blair considera como obligación utilizar de manera responsable el poder de raciocinio con el cual le ha dotado el Ser Supremo.

¿Cómo explicar, entonces, que, pese al alud de argumentos y evidencias en contra, no esté dispuesto a admitir, ni como hipótesis, que pudiera existir una relación entre la masacre de Londres y la decisión de inmiscuir a Gran Bretaña en la guerra de Irak? ¿Cómo es posible que el primer ministro británico no esté dispuesto a admitir, ni como hipótesis, que tal vez aquella intervención pudiera haber sido un craso error?
Si no suelen rectificar los sabios (a quienes, como se sabe, se les atribuye cierta proclividad en este sentido), es obvio que a un político, sobre todo a un presidente de Gobierno, le va a costar muchísimo trabajo hacerlo, incluso cuando es inglés, cuando ha recibido una formación ética tradicional y cuando dice rendir sincero culto al irascible promulgador de los diez mandamientos.

Pero de rectificar, nada. Y de dimitir, menos. Este espectáculo es tan desagradable como desconsolador el corolario de que no podemos o no debemos fiarnos de ningún político, ya que todos o bien mienten habitualmente o bien son capaces de hacerlo cuando piensan que las circunstancias así lo recomiendan. ¿O no es así?

Entre el Reino Unido y Estados Unidos, estén quienes estén en el poder a ambos lados del Atlántico, hay una relación sentimental que puede llevar a los británicos a cometer graves errores políticos. No es como la relación de España, la Madre España, con la caótica jungla de países de América del Sur. Los británicos no solamente se creen hermanos de verdad de los norteamericanos sino que en la tecnología, la vitalidad y el pujante desarrollo industrial de éstos ven una prolongación de su propio esfuerzo, y hasta de su destino, históricos. Rubén Darío --el gran Rubén hoy con tanta injusticia postergado-- lo vio claramente y, si bien pudo lamentar en algún momento la posibilidad de que todos tuviésemos que hablar inglés, nunca dejó de admirar la energía de los yanquis, simbolizada por otro eximio bardo, Walt Whitman.

ASÍ LAS COSAS, Blair y los suyos optaron, pese a su pretendido socialismo, pese al rechazo de su propio pueblo y pese al sentido común, a seguir a Bush y sus neocoms en la alocada aventura contra Sadam Husein. Y habiéndolo hecho ya no pudieron, y todavía no pueden, volverse atrás y entonar su mea culpa. Al contrario, tienen que seguir en Irak y tienen que seguir mintiendo. Tal vez un día, acaso no muy lejano, un jubilado y arrepentido Blair pida disculpas. Es posible porque, en el fondo, no parece ser una persona tan obcecada como el exbebedor y renacido metodista Bush. Además, al dar recientemente su apoyo a la Alianza de Civilizaciones propuesta ante la Organización de las Naciones Unidas (ONU) por el presidente español, José Luis Rodríguez Zapatero, Blair está demostrando que la sensatez y la prudencia todavía no le han abandonado del todo.
Tal apoyo habrá enojado, sin duda, al Partido Popular, que desde que Rodríguez Zapatero lanzó su célebre iniciativa en septiembre del 2004 no ha hecho más que burlarse de la misma y de su autor.

Fiel a sí mismo y de donde procede, el Partido Popular da la impresión de continuar negando a los árabes, a los descendientes de aquellos usurpadores de España, el rango de posibles seres normales. ¿Tender puentes entre Occidente y Oriente? ¿Acudir a la historia patria para hablar de convivencia entre culturas y religiones, cuando aquí los españoles invertimos 500 años en echar de nuestro país a aquella gente? Ni en los momentos parlamentarios más tensos de la Segunda República hubo, creo, risas y otros gestos de desprecio comparables a las que hoy se registran habitualmente entre los escaños populares y su "cohorte mediática" (Oliart).

SIN EMBARGO, el hecho es que España, precisamente por su historia y por su mezcla de sangres y culturas, no reconocida por los Peribáñez del Partido Popular ("Yo soy un hombre,/ aunque de villana casta,/ limpio de sangre, y jamás/ de hebrea o mora manchada") podría desempeñar un papel de primer orden en una cierta reconciliación de Oriente y Occidente, "cierta" porque no hay que ser ingenuos y creer que este mundo se va a convertir un día en paraíso donde todos se entiendan. Pero algo podríamos avanzar en el buen camino, sobre todo si recordamos que el cristianismo, es decir el amor al prójimo, viene de Oriente y no de Roma, que nuestros textos sagrados se compusieron en idiomas no indoeuropeos y que Jesús hablaba arameo.

El Partido Popular, como el viejo reverendo Ian Paisley, se está demostrando incapaz de adaptarse a los tiempos actuales; de echar al mar, una vez por todas, los anquilosados dogmas esencialistas; de aceptar que la tan cacareada "Reconquista" no fue tal; que la conquista de América significó a lo mejor un desastre tanto para españoles como para indígenas (a quienes poca falta les hacia el "descubrimiento"); que España no es algo dado por Dios para toda la eternidad y gozo de la Humanidad sino una colectividad cambiante que hay que ir construyendo cada día.

Y que, en fin, lo que cuenta es repartir los medios para que todo el mundo, aquí y fuera, pueda tener un poco de felicidad y de amparo en este valle de lágrimas.