Mercedes Barcha y su rosa amarilla

Gabriel García Márquez y su esposa, Mercedes Barcha, en Santa Marta, Colombia.ALEJANDRA VEGA / AFP
Gabriel García Márquez y su esposa, Mercedes Barcha, en Santa Marta, Colombia.ALEJANDRA VEGA / AFP

Me sorprendió ver la rosa amarilla aún radiante en el escritorio donde escribía Gabriel García Márquez. Esa flor la colocaba ella muy temprano, antes de que su esposo se sentara a escribir a las nueve de la mañana, hábito que no perdió en los últimos sesenta años. Pero la rosa siguió allí más allá de la muerte, el 17 de abril de 2014. Y ha estado aún el mismo día en que falleció Mercedes Barcha, en Ciudad de México, el sábado por la tarde del 15 de agosto de 2020. En una reciente entrevista Gonzalo, el hijo menor de García Márquez, mostró la biblioteca personal de su padre, y la rosa seguía intacta allí.

Mercedes, la esposa, musa y guardiana de la memoria de García Márquez, estuvo desde la infancia, juventud, madurez y el otoño final del escritor, desde que se conocieron a los nueve años, bailaron a los 13 años, y más allá de casarse en 1950 y sostener un matrimonio de cerca de 60 años, el amor de Mercedes y Gabo desafía la misma ficción literaria: fue ella la discreta y sabia estratega que decidió llevar las riendas de la casa para que él se encerrara 18 meses en un cuartito de la casa de México a escribir Cien años de soledad, cuando ya habían empeñado todo y solo les quedaba la solidaridad de los amigos, la paciencia de los dueños de la casa a los que les debían más de nueve meses de arriendo, y la ilusión de que el escritor confinado estaba escribiendo una novela que se proponía desafiar a El Quijote y a la Biblia. Mercedes no solo llevaba las finanzas de la casa y del escritor, sino el control de la familia y era, como Úrsula Iguarán, la matrona de la tribu, con su hermética sabiduría y sus decisiones visionarias y planificadas, que aterrizaba cualquier quimera de su esposo, cualquier idea aparentemente descabellada, que él consultaba siempre con ella. Mercedes fue tan prudente, sencilla, con la recia ternura que había heredado de sus ancestros egipcios, que jamás concedió una entrevista formal en su vida, pero siempre tuvo el privilegio de leer cada uno de los libros de su esposo con la devoción crítica de una lectora serena y decantada. Ella fue desde un principio en la vida del periodista y escritor, inspiradora del espíritu de todas las mujeres que aparecen en sus cuentos y novelas. Algo de Mercedes está en todas ellas, y ella empezó siendo la evocación de un nombre en sus primeras columnas periodísticas: Jirafas, que era un homenaje a esta sigilosa mujer, su “cocodrilo sagrado”. Mercedes, “la boticaria silenciosa” es personaje de carne y hueso en Cien años de soledad, junto a Gabriel, y sus dos hijos Rodrigo y Gonzalo, ella aparece como personaje en la única botica que queda en Macondo, “donde vivía Mercedes, la sigilosa novia de Gabriel”, y vuelve a ser nombrada y evocada en El otoño del patriarca, en Crónica de una muerte anunciada, El amor en los tiempos del cólera, novela que está dedicada a Mercedes, y en las memorias Vivir para contarla. Para el escritor el personaje más interesante y maravilloso que conoció en su vida fue Mercedes, que era a su vez, su vida privada, la criatura ineludible de su creación literaria. Curiosa mujer que sintetizaba la prudencia, la fortaleza interior, y los hilos del entramado de la existencia familiar del escritor. García Márquez siempre reconoció que sin ella no hubiera sido posible Cien años de soledad, y sin ella, no hubiera sido el escritor que llegó a ser.

Gabo decía que ella administraba lo más difícil de su vida: las finanzas, el control de la casa, “el departamento de rencores”, las fronteras de la privacidad, y era el espíritu blindado para proteger al escritor de su tiempo creativo entre las nueve de la mañana y las tres de la tarde. Mercedes cuidó que nadie invadiera el tiempo del escritor. En más de sesenta años de convivencia conocieron los sinsabores de la pobreza, la gloria, la fama, descubrieron de cerca la soledad del poder, y conjuraron esa soledad siempre con la flor amarilla de los buenos presagios, preservando siempre a los amigos antiguos y llevando a la balanza del corazón y la conciencia, la miel de los espejismos.

Mercedes fue siempre una fumadora, antes y después de que su esposo sufriera las primeras alarmas de su linfoma pulmonar. Le encantaba dirigir con sabiduría e intuición Caribe, sus manjares marinos, sus mariscos, sus pescados, y todas sus fiestas junto a su esposo, se hicieron con acordeón, con música vallenata y también con mariachis. Le encantaba el tequila, las mantas guajiras y los bordados mexicanos. Le gustaba coleccionar ediciones raras de los libros de su esposo, jamás hablaba de literatura en sus reuniones, era una confidente de cosas cotidianas que a su vez eran sagradas: la amistad, la salud, la fascinación por el arte, el cine y la música, la vida de sus hijos y sus cinco nietos, sus viejas amistades de Cartagena, México, Cuba, Roma, Barcelona, etc. Para ella todo lo que tenía que ver con su esposo generaba delirio entre la gente. Era una mujer generosa pero cuidadosa de la perversión de las relaciones humanas. No era celosa, pero antes de que su esposo se diera cuenta de una criatura encantadora que estaba cerca, ella era la primera en descubrirla. La amistad con jefes de Estado no se daba desde los reinos intrincados y misteriosos de la política, sino desde el poder del corazón y los afectos. Así, Fidel Castro era un amigo más allá de las ideologías y la política. Y como bien lo cuenta José Luis Díaz Granados, Mercedes sin ninguna prosopopeya ni solemnidad regañaba a Fidel Castro, como se regaña a un compadre o a un amigo muy cercano. Era desnuda en su visión de las cosas y los seres.

Esperaba encontrarse muy pronto con sus amigas cartageneras Cecilia de Bustamante, Piedad Román de Rojas, Yolanda Pupo de Mogollón, entre otras, después de la pandemia, en Ciudad de México o en su casa de Cartagena de Indias. Para sentarse a recordar, a vivir, a disfrutar, a reír, con ese gran sentido del humor que poseía.

Mercedes nació en el puerto de Magangué el 6 de noviembre de 1932. Había sufrido desde hacía un año problemas respiratorios, y desde mucho antes de la partida de García Márquez había soñado que sus cenizas reposaran en Cartagena de Indias, en donde duermen las de su esposo en el Claustro de la Merced.

Ahora la rosa amarilla ha perdido a su guardiana.

Ahora la rosa amarilla tiembla en el aire de la casa sola, sin Gabriel y sin Mercedes.

Ahora, los dos, eternos en las páginas de Cien años de soledad, son la metáfora del tiempo que fluye más allá del río incesante de la vida y la muerte.

Ahora los dos son la memoria de un amor perdurable que derrotó a la muerte.

Gustavo Tatis Guerra es periodista y escritor colombiano, autor de La flor amarilla del prestidigitador (2019), que narra sus encuentros con Gabriel García Márquez y su familia.

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