Metidos en el pozazal

Cuando éramos niños, y tratándose de Asturias, solíamos jugar al futbol en unos terrenos inverosímiles; el que no estaba cortado por un camino tenía una inclinación que la pelota resultaba incontrolable. Confieso que he disputado partidos todos los domingos, lloviera o nevara, durante muchos años, porque el tipo de vida de provincias conformaba unos hábitos que solían permitir que compitiéramos siempre en el otoño y el invierno. Yo nunca jugué en un campo de fútbol con césped, salvo en una ocasión que íbamos ganando, pero como la cancha estaba situada en un calvero del Monte Naranco, hoy club y casino, resultó que bajó la niebla y como no alcanzábamos a distinguir el balón hubo de suspenderse. Conservo una foto que no es para enseñar.

Todo este prólogo vital de quien decidió, como en mi caso, que el fútbol es una actividad para adolescentes y que a partir de una determinada edad lo que era un juego se convierte en una creencia, la más estúpida probablemente, porque está basada en la nada o en una especie de deporte que acabó convertido en la más truculenta de las engañifas. Pero a lo que voy, lo singular de aquellos partidos de la infancia, que seguían el ritual de las camisetas y las botas, estaba en lo que denominábamos un pozazal. No era lo mismo que un barrizal, donde resbalabas y te llenabas de barro hasta las orejas.

Un pozazal consistía, en aquellos eventuales campos de fútbol, en el lugar donde a partir del primer cuarto de hora apenas podíamos sacar la bota del suelo porque estaba enterrada y el balón nunca botaba, sino que se quedaba quieto como si cayera en una charca. Eso era para nosotros un pozazal. Es verdad que existe un puerto de montaña que une lo que hoy se llama Cantabria con la meseta de Palencia, pero pozazal, en nuestro saber pueblerino, era un campo de fútbol donde se jugaba como quien asume una condena de trabajos forzados. El “palabro” no figura ni siquiera en los canónicos diccionarios del bable, siempre remilgados, posiblemente porque ninguno de los ilustres académicos asturianistas jugó al fútbol en un pozazal.

A tenor de lo que ha ido saliendo a la luz se puede decir sin exagerar que la política catalana durante los últimos años se parece a un pozazal. Que Jordi Pujol padre me parecía un cínico, lo tuve en mi conciencia desde el primer día que me invitó a almorzar. Era difícil encontrar una especie de Tartufo con aquel descaro y la seguridad de ser el redentor de Catalunya, el único de su clase que había pasado cárcel. Lo que confieso no alcancé a creer, por desmesurado, es que se tratara de un conjunto de familia mafiosa, del que no se salvaba ni el más aventado de sus hijos e hijas. Había comentarios sobre el “hereu”, auténticos sarcasmos nunca publicados sobre esa especie de Lady Macbeth, su señora, en los justos términos de una dama dispuesta a todo para que no le retiraran lo que ella consideraba una propiedad familiar, la Generalitat. Lo dijo con esa simpleza de quien está acostumbrada a la adulación y la sumisión, cuando su marido salió del edificio de la plaza de Sant Jaume. “Sentí como si nos echaran de casa”. Ella, que resumía a la perfección la mujer idónea para un hombre que consagraba su vida a Catalunya, es decir, a su patrimonio, al de sus hijos y a los allegados a su causa.

¿Ustedes se hacen a la idea de lo que significa haber vivido durante 23 años bajo la férula de un impostor? Pues imagínense que además de cínico era un padrino cuya estructura de fraude abarcaba a su familia y al entorno. ¿Palermo? ¿Por qué no? Acuérdense de cómo se revolvió, como un “hombre de honor” siciliano cuando se acercaban al meollo de su poder, de su responsabilidad, de su corrupción impune. Mantener el mando y saber distribuir la parte correspondiente a sus adláteres. Prenafeta, el títere con cabeza. Tiene su gracia que un puñado de intelectuales de menor cuantía que se sumaron a su Fundación, y que ahora lo ocultan cuidadosamente, son capaces de escribir artículos donde señalan con el dedo de Dios: fulanito y menganito fueron comunistas y eso condiciona. Y qué decir de ti, pobre tipo aspirante a plumilla, que trabajaste codo a codo con la Fundación más interesada y corrupta, y no precisamente porque luchabas contra una dictadura sino porque buscabas un lugar al sol de quien repartía el pizzo, ese impuesto mafioso tras una suculenta contrata de la Generalitat.

Después de 23 años de impunidad es el momento de recordar la frase que una modesta directora de colegio público catalán dijo, después de negarse a entregar las llaves para la fantasmagórica consulta referendaria. Ella se llama Dolores Agenjo y sus palabras deberían ser una lección de civilidad en una sociedad regida durante 23 años por un puñado de corruptos: “Nos hemos callado demasiado”. Porque durante ese largo período, eso que se denominaba Convergència i Unió, era lo más parecido al PRI mexicano, aquel que definió Vargas Llosa en una de sus frases más felices, que en verdad no son muchas: “la dictadura perfecta”. Apariencia democrática y poder autocrático.

Ahora resulta que el capo que tiene agarrada por sus partes más blandas a más de la mitad de la sociedad catalana que cortaba, o creía cortar, el bacalao, no sabe muy bien qué hacer. Tantos hijos como chorizos, y la dama de la floristería poniendo la violeta imperial del final del virreinato.

Metidos en el pozazal hasta las orejas. Con unos partidos políticos desnortados pero muy atentos a cómo “va lo suyo”. Un sálvese quien pueda, pero “por favor, hagamos un esfuerzo por mantener el statu quo, y si es posible una amnistía por los errores y complicidades cometidas. De eso no nos puede salvar más que la independencia. Entre nosotros lo arreglaríamos con un par de cenas en el Majestic. Ya hicimos otras con gentes mucho más distantes y salió de perlas.

En confianza, el problema no es el conflicto entre Catalunya y el Estado, ni entre nuestra identidad y ese “Madrit” que nos obsesiona. La cuestión se reduce, como suele ocurrir siempre cuando se trata de mafiosos, a cómo repartimos el pastel y nos quedamos con la confitería. Me divierte, lo confieso, la actitud de la CUP. Ellos no tienen nada que perder más que el honor, un elemento sobre el que caben muchas interpretaciones, pero ¡y los demás!: Artur Mas, Convergència, la Generalitat monopolizada, el funcionariado adicto y expectante, la familia del capo sobrevolándolo todo. No es fácil que de nueve miembros, los nueve sean sujetos de juzgado de guardia.

Lo hicieron todo por Catalunya, y hasta hay quien aporta el rasgo de que es bueno rechazar la presión del Estado, porque los catalanes no estamos obligados a respetar a quien no nos respeta. Vaya si han respetado los 23 años de Don Vito, partido a partido, pero llegó un momento que el tejido de intereses se rompió y caímos en el pozazal, donde permanecemos a la espera de que unos mafiosillos del tres al cuarto están esperando el “plácet” de unos chicos que se burlan de sus intereses, de su 3% mínimo, de su pulsión patriótica, que vale lo mismo que su incompetencia notoria hacia una sociedad abierta en canal por una crisis galopante.

Tiene gracia, o quizá sea sólo sarcasmo, pero algún avispado creyente apela a Vicens Vives, ahora que hasta Josep Fontana ha salido de todos los armarios y resulta el abuelo cebolleta de una generación que creyó que iba de veras y resultó que no, que se reducía a un converso de última hora. Si Cambó levantara la cabeza, y tantos hombres de la Lliga, a los que denunciaba el cautamente póstumo Gaziel, dirían algo parecido a esto, “Este pozazal lo construyó el hombre que identificó su vida como si fuera Catalunya, en la misma medida que algunos prebostes sicilianos creyeron que la isla era cosa suya”. Incluso intentaron la independencia hasta que les explicaron que para hacerse aún más ricos debían anular las fronteras. Pero el tema hoy se reduce a una ecuación inequívoca: la independencia es la vía más segura para una amnistía de los corruptos.

Gregorio Morán

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