#MeToo y Don Giovanni

En septiembre, la Ópera Metropolitana de Nueva York anunció que Plácido Domingo había cancelado todos los futuros compromisos allí, luego de acusaciones de acoso sexual formuladas por varias mujeres, incluida una soprano que dijo que le agarró su pecho desnudo. La notable capacidad para el canto y la actuación de Domingo han estremecido a generaciones de amantes de la ópera. A los 78 años, y después de 51 años consecutivos de presentarse en la Ópera Metropolitana, tal vez había llegado la hora de colgar las botas de todas maneras. Pero, ¿cómo hemos de tomar su retiro forzoso?

Luego del anuncio de la Met, recibí mensajes de dos amigos (un hombre y una mujer) que comparten mi amor por la ópera. El hombre escribió que “el principal dilema reside entre un entendimiento deontológico de la ética, cuyos estándares son válidos en tiempo y espacio, y uno más vinculado al contexto”. Aún si nos abstenemos de abrazar un relativismo ético radical, sostenía, no deberíamos ignorar en absoluto el contexto en el cual tuvo lugar el comportamiento. Es más, deberíamos admitir que la conciencia ética –lo que la gente considera estándares éticos- cambia con el tiempo, aunque algunos principios centrales no lo hagan. Y, concluyó, aun si tuviéramos un entendimiento no contextual de la ética, “me pregunto si las personas acusadas no tienen derecho alguno. Las acusaciones anónimas pueden destruir vidas”.

Mi amiga mujer, mientras tanto, señalaba que Domingo tiene varios problemas. Para empezar, hay muchas querellantes, y él estaba en una posición de poder real en un negocio reconocido por los abusos de poder. Lo peor de todo, decía, es que “la atmósfera actual, especialmente en Estados Unidos, no se diferencia mucho de una turba de linchadores”.

Para ella, las diferencias de opinión en estas cuestiones son generacionales y geográficas. “Nuestra generación, tú y yo… tenemos una mente abierta y somos cautelosos frente a los juicios masivos”, escribió. Pero “para la generación de ‘nuestras hijas’ nunca es suficiente”. Y mientras que cree que las perspectivas profesionales de Domingo son sombrías “en Estados Unidos, Australia y, sospecho, el Reino Unido, donde #MeToo ejerce una tracción importante”, supone “que Milán y Berlín seguirán adelante como si nada”.

Es más, agregó, este comportamiento era aceptado hasta hace relativamente poco tiempo, y el propio Domingo sin duda era perseguido activamente por mujeres que trabajaban en el mismo negocio. En definitiva, como sucedió con otras estrellas defectuosas, tales como el conductor Herbert von Karajan, “seguimos contemplando al genio en plena tarea y separamos lo que hoy es clasificado como ‘algo prohibido’”.

Los comentarios de mis amigos plantean una cantidad de cuestiones morales interesantes. En particular, ¿deberíamos juzgar el comportamiento pasado de los individuos según los estándares actuales? Por ejemplo, mi asistente de investigación, un joven de 24 años, lo tiene extremadamente claro. “Desde un punto de vista moral, lo que hizo Domingo estaba tan mal antes como ahora, y él lo sabía”, dice. “El hecho de que entonces fuera socialmente aceptable que los hombres toquetearan a las mujeres no es una defensa. Nuestra generación simplemente no es tan hipócrita como la de ustedes”.

La pregunta clave aquí, sin embargo, es si Domingo en verdad “lo sabía”. Si un individuo sabía que lo que estaba haciendo estaba mal, entonces debería hacerse responsable, aunque tardíamente. Pero si sus acciones eran moneda corriente en su lugar y en su tiempo, no deberíamos juzgarlo con tanta dureza.

Por ejemplo, estudiantes en el Reino Unido han exigido la remoción de estatuas o de salas con los nombres de famosas figuras del siglo XIX como Cecil Rhodes (por ser imperialista), Francis Galton (un eugenista) y Marie Stopes (que quería limitar la fertilidad de los pobres). ¿Acaso hoy deberíamos apretarles el botón de eliminar a todos ellos, como hacían los regímenes comunistas cuando borraban las menciones de líderes purgados o los borraban de las fotografías?

Algunos dirán que no estamos borrando a esas personas de la historia, sino que simplemente nos negamos a honrarlas. Sin embargo, es esencial promoverlas, aunque más no sea para que los estudiantes puedan preguntar “¿Por qué los honrábamos por tener opiniones de este tipo?” Esa pregunta es el inicio del entendimiento histórico. A menos que nos pidan meternos en el espíritu de Rhodes, Stopes y otros, no aprenderemos nada de historia, sólo lecciones morales.

La cuestión del poder es muy complicada. La gente poderosa (por lo general, hombres) abusa de sus posiciones; pero el poder también es atractivo, especialmente si viene de la mano de carisma y buen aspecto, como es el caso de Domingo, y otros pueden verlo como algo útil para su propia carrera. Si bien quienes tienen poder deberían rendir cuentas de cómo lo usan, también deberíamos reconocer elementos de compensación: ambas partes pueden estar buscando cosas diferentes en una relación cuyas reglas no son claras. Lejos de abolir el poder, estas compensaciones son parte de la vida.

Mi otra amiga plantea en su correspondencia la pregunta importante de si se pueden separar las obras del genio de las opiniones o comportamientos de su creador. ¿La apreciación que tenemos de la música de Wagner está amortiguada porque era antisemita? ¿O nuestro goce de Alicia en el país de las maravillas resulta arruinado por la idea de que la amistad de Lewis Carroll con Alice Liddel pudiera haber sido pedófila?

La gente sensata tiene poca dificultad para separar el trabajo de la persona. Pero eso va en contra de gran parte del pensamiento contemporáneo, que insiste en que una obra de arte debe ser juzgada en relación al comportamiento moral de su creador. Este método de evaluación menosprecia cualquier arte cuyo creador ofenda las sensibilidades contemporáneas, por más valioso que pueda ser ese arte.

Una cuestión de enorme importancia, que es directamente relevante en el caso de Domingo, es la del daño. ¿Hasta dónde podemos extender legítimamente el criterio del daño? Infligir violencia a alguien es lastimarlo: la violación es intolerable. Pero el daño va más allá de la violencia física. Yo nunca creí en el antiguo adagio “Los palos y las piedras pueden romper mis huesos, pero las palabras nunca me lastimarán”. Las palabras pueden ser hirientes. Los recuerdos más dolorosos de mi niñez (y gran parte de mi vida adulta) son palabras que me hirieron en lo más profundo. Es por eso que estoy a favor de exigir que quienes proponen un discurso del odio se hagan responsables.

Por otro lado, sólo tengo un recuerdo borroso de haber sido “toqueteado” de adolescente en un cine. La experiencia ciertamente no me traumatizó. Al lidiar con episodios menores de atención no buscada, por lo tanto, más resiliencia y menos culpa me parece ser la actitud correcta. Pero esta visión está cada vez más reñida con el espíritu de los tiempos.

Robert Skidelsky, a member of the British House of Lords, is Professor Emeritus of Political Economy at Warwick University. The author of a three-volume biography of John Maynard Keynes, he began his political career in the Labour party, became the Conservative Party’s spokesman for Treasury affairs in the House of Lords, and was eventually forced out of the Conservative Party for his opposition to NATO’s intervention in Kosovo in 1999.

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