#MeToo y el espectáculo como justicia

Linda Loaiza López, víctima de violencia de género en Venezuela en 2001, habló en una audiencia en la Corte Interamericana de Derechos Humanos el 6 de febrero de 2018 en Costa Rica. Credit Juan Carlos Ulate/Reuters
Linda Loaiza López, víctima de violencia de género en Venezuela en 2001, habló en una audiencia en la Corte Interamericana de Derechos Humanos el 6 de febrero de 2018 en Costa Rica. Credit Juan Carlos Ulate/Reuters

Cuando empecé a trabajar como guionista, hace ya treinta años, una de las preguntas que con más frecuencia me hacían mis amigos tenía que ver con la “operación colchón”: ¿era cierta la leyenda?, ¿cómo se aplicaba?, ¿qué podía contar yo al respecto? “Operación colchón” era el nombre que servía para designar el supuesto procedimiento según el cual un directivo del canal, un productor o incluso un jefe de un equipo de libretistas, usaba su poder para obtener sexo. Este trámite formaba parte del morbo que se agitaba en las columnas de chismes y en los rumores nacionales sobre la farándula. Para poder alcanzar un papel en la telenovela de turno o un puesto de animación en un programa de variedades, en muchas ocasiones, había que pasar antes por una cama.

Para gran decepción de mis amigos, yo no encontré una prueba o indicios fehacientes de que eso ocurriera. Jamás escuché una denuncia, ni siquiera un comentario sobre un caso de ese tipo. Con esto no quiero decir que la “operación colchón” fuera un mito. Por el contrario, probablemente esa era la razón de su eficacia: existía y se desarrollaba naturalmente. Su éxito consistía en ser parte de la normalidad.

El movimiento #MeToo intenta desenmascarar esa normalidad y ubicarla en el ámbito de una situación laboral, en el contexto de las relaciones de poder. Esto es lo que llevó a Benjamin Brafman, abogado de Harvey Weinstein, a decir que “acostarse con una actriz para impulsar su carrera no es una violación”. O a aclarar que su cliente no inventó el “casting de sofá”. De esta manera, no solo apela a una fuerza mayor, a un sistema ya constituido, responsable de cualquier falta personal, sino que también descalifica la denuncia, resaltando la posible complicidad de las víctimas.

Se trata de una fórmula defensiva clásica frente a este tipo de acusaciones: relativizar el delito. Lo que en el fondo Weinstein quiere reclamar es que ahora se trate de criminalizar lo que siempre se consideró un simple juego de poder, una rutina dentro de la industria. En la posición de Weinstein y de otros como él, la extorsión o el abuso tenían otro nombre, eran diligencias habituales ante las cuales el mundo del entretenimiento no tenía por qué contraponer algún tipo de reparo. Nada más natural que sustituir una prueba de reparto en un estudio por una sesión en un jacuzzi de un hotel de cinco estrellas.

Pero de pronto, este esquema delictivo quedó al desnudo. Lo primero que siempre pierde Hollywood es el glamur, aunque nunca por demasiado tiempo. El entretenimiento vive de la reinvención. Su industria lo sabe perfectamente. La ceremonia del cotilleo transforma velozmente cualquier tragedia en un nuevo espectáculo. Quienes realizan las denuncias en general son mujer fabulosas, estrellas envidiables que pueden confesar lo ocurrido con dolor, pero desde el éxito. Más que el prolongado silencio antes de realizar las denuncias, el argumento soterrado que pretende reforzar la postura de Weinstein es el disfrute del star system. ¿Es posible caminar sobre la alfombra roja y seguir siendo una víctima?

La industria del espectáculo construye otra narración del conflicto y de su desenlace. ¿Qué pasa con las miles de mujeres que denuncian abusos sin que ningún reflector se pose sobre ellas? ¿Cuánto espacio tienen en los medios las confesiones y denuncias de las mujeres normales y corrientes, sin acceso a las grandes pantallas o las publicaciones importantes?

Las denuncias de acoso y violencia no pueden convertirse en un nuevo género de la programación. Es algo mucho más grave que involucra a muchas otras personas. Se trata de un problema de justicia.

Weinstein perdió su reputación y su carrera, pero todavía no pesa sobre él ninguna acusación penal. Tampoco las denuncias realizadas por una actriz mexicana en contra de un productor, a quien no nombró, parecen esta acompañadas de un proceso penal. De alguna manera, al menos hasta hoy, el escándalo se ha transformado en el castigo. Como si eso fuera suficiente. Es la fantasía llevada al extremo: un universo independiente, al margen del funcionamiento penal de nuestras sociedades.

Este es un paradigma peligroso para una América Latina donde el feminicidio y la violencia de género siguen teniendo estadísticas brutales. Tal vez el ejemplo de Linda Loaiza pueda servir como un buen espejo.

Loaiza es venezolana y fue secuestrada en Caracas en el año 2001 y esclavizada sexualmente durante tres meses por Luis Carrera Almoina. Su historial médico establece que ha sufrido más de quince cirugías: reconstrucción de la vagina, de los pabellones de las orejas, de la nariz; dos intervenciones por un quiste traumático en el páncreas; tres operaciones para la recuperación de la mandíbula…

Su expediente legal es igual de contundente: para ser escuchada e intentar llevar su caso adelante, tuvo que graduarse de abogada. Superando muchos obstáculos, logró que su agresor fuera condenado a seis años de cárcel, por lesiones y privación de libertad, pero no consiguió que lo condenarán por violación ni por intento de homicidio. Hace apenas un mes, presentó su caso ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Loaiza hace responsable a Venezuela por negligencia y exige que en su país se publiquen datos sobre los delitos de violencia de género y se establezcan nuevos mecanismos para las futuras investigaciones penales relacionadas con violencia contra mujeres.

“Mi voz es la de muchas mujeres en Venezuela y en América Latina que no han podido denunciar los hechos de los que han sido víctimas”, dice. Lleva diecisiete años repitiendo de mil maneras “#MeToo”.

Hay que evitar que el escándalo se convierta en la única forma de justicia a la que podemos aspirar. La catarsis es necesaria, pero no basta. Las denuncias de acoso no pueden ser el nuevo programa de telerrealidad. Existen miles de mujeres en América Latina dando una batalla diaria, en todos los frentes, en contra del abuso sexual y de la violencia de género. Muchas de ellas también pueden ser noticia. Y el periodismo tiene una responsabilidad ante esto. Puede impedir que el espectáculo secuestre o frivolice sus luchas.

Alberto Barrera Tyszka es un escritor venezolano y colaborador regular de The New York Times en Español. Su novela más reciente es Patria o muerte.

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