México debe decir basta a Estados Unidos

“Ver lo que uno tiene delante de las narices precisa una lucha constante”, escribió George Orwell. Y lo que a todas luces deparaba para la relación bilateral México-Estados Unidos la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca en 2016, hoy, con el transcurso del verano, se ha vuelto irrecusable.

A pesar de los esfuerzos de funcionarios estadounidenses y mexicanos por evitar que el vandalismo diplomático de Trump contaminara toda nuestra agenda bilateral, confrontamos la coyuntura más delicada —y potencialmente más negativa— de las últimas tres décadas con Estados Unidos.

La nueva normalidad que representa el presidente estadounidense para nuestras relaciones bilaterales quedó otra vez manifiesta en las últimas semanas. El ataque terrorista en El Paso demuestra las consecuencias reales y dramáticas que derivan del discurso antimexicano de Trump. La supremacía blanca y la extrema derecha radical en Estados Unidos están siendo turbocargadas con su racismo, xenofobia y demagogia chovinista. El Paso no fue un ataque aleatorio más; el blanco fueron hispanos y migrantes mexicanos. Pocos días después, el mandatario volvió a la carga —dada la eficacia comprobada de su amago en mayo de imponer aranceles a las exportaciones mexicanas por el aumento de la transmigración centroamericana— amenazándonos con nuevas sanciones si el trasiego de opiáceos y fentanilo hacia su país no disminuyen.

Con ello, Trump vulneró un principio no escrito de casi tres décadas de relación bilateral de nunca permitir que el conjunto de nuestra agenda bilateral se contamine por diferendos en temas específicos o al usar como rehén un tema particular para resolver otros.

En este contexto, ¿cómo debe responder México a Trump? Nadar de muertito como si no pasara nada no puede ser una estrategia diplomática para México. Creerles a quienes han vendido el argumento erróneo de que no confrontar a Trump garantizará en Washington la aprobación del T-MEC en el congreso, o peor aún, escuchar los susurros evangélicos de personajes cercanos tanto a la Casa Blanca como a Palacio Nacional que advierten que todo pasará si se les sigue dando la vuelta a los ultimátums de Trump, tampoco cambiará la realidad inescapable del dilema real y peliagudo que encaramos el próximo año y medio, si no es que hasta 2024 ante el escenario fatídico de que Trump se reelija.

Es un hecho que no hay que recurrir a la fanfarronería, y en la diplomacia jamás se deben combatir la estridencia y las diatribas con más de lo mismo; dos realidades que el presidente mexicano, Andrés Manuel López Obrador, parece entender bien. Pero el reverso tampoco es bueno: evitar siempre la confrontación, buscando apaciguarlo, solamente envalentonará a Trump a seguir arrinconando al país.

He dedicado prácticamente toda mi carrera diplomática a la construcción de una relación estratégica, madura, sin recriminaciones mutuas estériles con Estados Unidos, convencido de que ese era —y es— el único camino para garantizar el bienestar, la prosperidad y seguridad compartidas de nuestras dos naciones. Pero tiempos difíciles exigen medidas extremas. Hoy, esa visión de la relación no es posible y es momento de establecer líneas rojas. Las respuestas iniciales de la cancillería mexicana ante la tragedia de El Paso parecen haber reconocido esta realidad y podrían representar un primer paso en la dirección correcta.

En esta coyuntura, la Doctrina Sinatra (todo “a mi manera”) que Trump aplica a México obliga a nuestro país a una decisión de triaje: contener al presidente estadounidense en la medida que sea posible; blindar y proteger mecanismos y procesos vitales de nuestro andamiaje bilateral, evitando la contaminación temática de los distintos compartimientos-estanco de la relación y dedicando la mayor banda ancha posible a crear y fortalecer alianzas con gobernadores y alcaldes; y fijar posturas ofensivas en temas y casos en que se pueda hacer sin generar más disrupción.

México, además de subrayar —como ya lo ha hecho— que rechaza cualquier proceso de certificación unilateral en la lucha contra las drogas y el crimen organizado trasnacional, tiene que dejar en claro que la epidemia de opiáceos y opioides en Estados Unidos es de hechura doméstica, cortesía de la industria farmacéutica de ese país. Pero también debemos declarar oficialmente que a partir de este momento, en virtud de las políticas de legalización de cannabis en algunos estados de Estados Unidos, nuestro país ya no gastará más presupuesto en erradicar y asegurar cannabis en suelo mexicano, y que esos recursos se canalizarán a combatir a los grupos criminales más violentos y las sustancias más peligrosas.

La segunda acción sería iniciar, a nombre de los deudos de cada uno de los policías, soldados y marinos mexicanos abatidos combatiendo al crimen organizado, procesos de litigio individuales y caso por caso en cortes estadounidenses cuando el arma traficada hacia México y usada por los criminales haya sido rastreada exitosamente (mediante el programa E-Trace) a una armería o feria de armerías en ese país, en contra de los responsables de la venta de dicha arma.

Por último, México debe mejorar de manera urgente las capacidades de control y monitoreo fronterizo al sur y al norte. Para bailar salsa se necesitan dos: así como en 2007 México le exigió a Estados Unidos asumir un paradigma de responsabilidad compartida para combatir al crimen organiziado, hoy nosotros debemos fortalecer nuestras fronteras. El Instituto Nacional de Migración (Inami), la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados (COMAR) y Aduanas no pueden seguir siendo canibalizadas; Aduanas en particular tiene que acabar de migrar de ser una dependencia enfocada a la recaudación hacia una de control, sobre todo de cara al trasiego de armas, dinero en efectivo, fentanilo o precursores químicos.

La política migratoria de mano dura de México para frenar la transmigración conlleva consecuencias y costos que no se han aquilatado del todo en nuestro país. Como resultado de nuestras acciones encaminadas a aplacar a Trump, se están acumulando facturas políticas —con legisladores, gobernadores, alcaldes y otros actores mediáticos y sociales estadounidenses—, diplomáticas —con el sur y para nuestra propia política de protección hacia nuestros connacionales en Estados Unidos— y de imagen y reputación mexicanas, ante actores globales y foros multilaterales y ONG.

Por ello México debe rechazar el paradigma de política migratoria impuesto por la Casa Blanca y desarrollar en su lugar uno propio que cumpla de manera irrestricta con nuestras obligaciones internacionales en materia de refugio y asilo y la canalización de recursos y personal a la COMAR y el Inami. Es necesario diseñar un programa de trabajo temporal, circular, legal, ordenado y seguro con los países del Triángulo Norte centroamericano; fortalecer redes y organizaciones locales en México y con alcaldes y gobernadores para crear mecanismos de integración e inclusión; usar el atril presidencial mexicano para contrarrestar la xenofobia antiinmigrante que de manera deplorable ha surgido en México; y retomar los esfuerzos de empoderamiento político de nuestra comunidad diáspora en Estados Unidos.

México debe además articular, como narrativa aglutinadora de estos esfuerzos, un discurso en el que subraye que es imposible resolver una crisis migratoria vía la disuasión o con políticas que solo privilegian controles fronterizos y la aplicación de la ley.

Ha llegado el momento de ser asertivos frente a Washington: no podemos seguir eludiendo la confrontación con Trump cuando sea necesario hacerlo. Como han demostrado otros líderes —como Emmanuel Macron o recientemente la primera ministra danesa, Mette Frederiksen— lo cortés no quita lo valiente. Y fijar límites tampoco está peleado con el pragmatismo indispensable en una relación de poder tan asimétrica como la que existe entre México y Estados Unidos.

Ya vendrán momentos para retomar, revisar y reconstruir la relación con Estados Unidos. Pero para evitar que en el futuro los eventos se conviertan en tendencias, es menester hoy dar un golpe de timón. Defender y blindar los avances bilaterales sustentados en el respeto mutuo e intereses compartidos que nuestros dos países han construido a lo largo de las últimas décadas se vuelve una tarea perentoria y existencial para México en tiempos de Trump.

Arturo Sarukhán es consultor internacional y exembajador de México en Estados Unidos.

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